—Puede ser —gruñó San Pedro, que empezaba a convencerse pero no quería que se le notara.
—Bueno, ¿paso o no paso? ¿Infierno o Paraíso?
—Me vas a tener que contar algo primero.
—Te escucho, San Pedro.
—Hay un temita que nos tiene desvelados a todos, allá en la Nube Nueve. Hasta les hice una apuesta, aunque la verdad pensé que teníamos para rato antes de que llegaras y pudiera saber la respuesta.
—Preguntá sin más vueltas, San Pedro.
—¿Sería mucho preguntar qué le viste a Yoko Ono? —se animó el portero del cielo.
John sonrió suavecito. Se inclinó un poco para el costado y le dijo algo al oído a San Pedro.
El santo abrió la boca y los ojos como platos, pero no dijo ni una palabra. Se sacudió un poco la túnica, agarró las llaves del Paraíso y le dijo a John: “Pasá, pasá. Ya decía yo que eras un soñador”. §
Mar de Cartagena
Victoria Rossi
Birthday / The Sugarcubes
Salió a la superficie en el momento justo, logró tomar aire para aguantar un poco más la embestida de las olas que llegaban sin descanso, una a una. Sintió de golpe la extraña sensación de la caída y percibió su cuerpo agotado. Se dejó estar unos segundos flotando, sin moverse. Empezó a tragar agua, el gusto a sal iba invadiendo su garganta. Intentó ver algo más allá. Solo la acompañaban el ruido del agua y el devenir de las olas. Pensó que iba a morir joven; tenía tantos años por delante que sintió una profunda pena. De pronto, sin pensarlo, las imágenes de su vida empezaron a aparecer una a una, ordenadas con una impecable y estudiada exactitud: vio su nacimiento; a su madre llorando de felicidad; a sus hermanos reunidos en la casa esperando su llegada; el día que dio sus primeros pasos; la entrada al jardín de infantes; las clases de baile; el primer día de colegio; su primer diente caído. Las imágenes iban desfilando frente a sus ojos con una marcada precisión.
Miraba con cierta sensación de paz todo lo que iba apareciendo. Incluso lugares y personas que creía olvidados, en ese momento se hicieron presentes. Se alegró, el fin no le parecía tan trágico. Sin darse cuenta empezó a entregarse y a dejarse ir, estaba inmersa en una especie de remolino que parecía eterno. Su cuerpo cansado ya no ofrecía resistencia.
En ese momento empezó a descender a la profundidad del océano. Con extrañeza se dio cuenta de que podía respirar en el agua. El descenso seguía. La piel, de pronto, comenzó a arderle, no podía mirar hacia abajo, había algo que ejercía un tremendo poder y magnetismo en su cuerpo obligándola a mirar hacia la superficie. Tampoco podía moverse. Divisó una sombra, un reflejo de su cuerpo en el agua, distinguió un pálido movimiento, algo verde iba recubriendo su piel, una piel escama que jamás había visto. Sintió una extraña sensación de comodidad. Estaba protegida. Todo iba sucediendo con una tranquila naturalidad y una velocidad de un tiempo desconocido. Se acordó de los cuentos e historias que había leído en donde personajes mitológicos adquieren formas humanas o animales fantásticos se convierten en personas. Ahora le tocaba ser la heroína de su propia historia. Increíblemente y lejos de lo que hubiera querido, se había convertido en pez, en pez-sirena, sirena desconocida, no como las sirenas que quieren atraer a Ulises con su canto, sino más bien, sintió que ella era un Ulises errante, alejada de su patria, convertida en sirena.
Experimentó la paz de la profundidad de los tiempos y la belleza de las cosas más inciertas. Todo lo que la rodeaba ahora era totalmente diferente a su mundo. Se alegró.
Suspiró, y miles de diminutas burbujas salieron de su nariz, las vio flotar, juntarse y agruparse para emprender el viaje hacia la superficie.
La luz se filtraba creando una increíble transparencia. Había un silencioso movimiento de ritmos, danzas y música de colores, una serenidad que nunca había visto ni experimentado.
Sintió algo que estaba despertando en ella, lo sintió en su cuerpo y en su alma. Presagió una búsqueda y un deseo de hallar su lugar entre los lugares.
Y fue, en ese mismo instante, que comenzó a presenciar su propio nacimiento. §
Abuela en fuga
Pierre Dumas
Abuela mala / Rubén Martínez Santana
Los bomberos acaban de pasar. En dos minutos llegarán a casa pero entonces ya estaré cerca de la estación. Este taxista maneja como una bestia. Pero por una vez no me importa. Cuanto más rápido, mejor. A ver: tengo mi pasaje, mi documento, la tarjeta, plata y mi bolso con algunas joyas y fotos. Estos cretinos ni se imaginan lo que les espera esta tarde, cuando vuelvan a casa. Y sus horribles criaturas tampoco. Qué gran día. Llueve pero no me importa. Seguro que el fuego es como un gran sol que ya irradia sobre toda la cuadra. Qué placer. Aunque...
Aunque lamento no poder estar y ver la cara de esos conchudos cuando vean su casa en llamas. O mejor dicho en cenizas. Con su pequeña vida de mierda subiendo al cielo con el humo. Que tendrá que ser negro, como negros son los cuatro.
Cuatro pelotudos que me arruinaron la vida. ¿Cuándo se jodió mi hija de tal manera como para engancharse con un imbécil del tamaño de su marido? O mejor dicho de su pareja, porque ni siquiera fueron capaces de casarse. Ni eso. Y en seguida se reprodujeron, como si hiciera falta perpetuarlos a los dos. Bien feos son los chicos. No salieron a Laura, que por suerte se me parece físicamente. Pero salieron bien parecidos al negro ese. Y tienen los mismos deditos cortos y gruesos que parecen chorizos mal cocidos. Un asco cuando vienen a abrazarte con esas extremidades repugnantes.
Repugnantes. Así fueron los tres años que me obligaron a vivir con ellos. Y que soy demasiado vieja para estar sola. Y que empiezo a perder la cabeza. Y que mi casa era demasiado grande para mí sola. Y ñañaña. No quería mudarme y menos todavía para vivir con ellos y su pequeña vida enlatada de empleados municipales. Mismos horarios, mismas manos en el pelo por la mañana antes de que se vayan. Misma mirada condescendiente por la tarde cuando regresaban. “¿Y cómo estuvo todo, abuela, hoy? ¿No está mejor aquí que en su casa? Ahora con este frío sería imposible calentar las piezas de lo grandes que eran”.
Más grandes que las de tu casa eran. ¡Pero menos calcinadas, pelotudo! Ya está la estación. Adiós, chofer. Veinte minutos de espera y sale mi tren. Si me encuentran ahora son mejores que Houdini, pero con su cociente intelectual lo dudo. Seguro que algún vecino ya los habrá llamado y estarán por llegar, si no están plantados detrás del camión de los bomberos. Me hubiera gustado verles la cara a los cuatro. Y a vos, Laura, espero que estés abalanzándote hacia las llamas, retenida por los policías y gritando: “¡Mamaaaaá! ¡Mamiiiiiii!”.
¡Mamiiii las pelotas! Tres años de martirio con ustedes. Solo se limpia con una buena fogata. No se me ocurrió otra cosa. Hubiera podido dejar el gas, pero quién sabe si un vecino no se hubiera jodido. Sobre todo Doña Carmen. Pobre. Debe estar ella también llorando frente a las llamas. La escucho como si estuviera a su lado. “Ayyyy, su mamá me llamó hace menos de una hora. Estaba preocupada por una olla con aceite que se prendió fuego. No la vi salir. ¿Habrá podido esconderse en el fondo que tienen ustedes? No la vi salir en ningún momento, debe estar adentro”.
No me viste salir, Carmen, porque te llamé desde un bar del centro, el mismo donde esperé el taxi. Salí muy temprano esta mañana, al toque después de que se fueron los cuatro descerebrados. Y si alguien me vio, aunque lo dudo, habrá pensado que regresé a casa durante la mañana. El crimen perfecto. Dos meses pensando en todos los detalles. Hasta dejé la famosa olla sobre el fuego. Seguro la encontrarán entre los escombros. Quién va a dudar de una viejita como Carmen, tan buena.
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