Florencia Agrasar - #QuedateEnCasa. Relatos en pandemia

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#QuedateEnCasa. Relatos en pandemia: краткое содержание, описание и аннотация

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#QuedateEnCasa surgió porque precisamente nos quedamos en casa. Es el resultado final de un juego en equipo donde todos ganamos; un juego que nos mantuvo divertidos, unidos -más cerca que nunca- durante buena parte del aislamiento social, preventivo y obligatorio. Nueve amigos, vinculados desde hace tiempo con la tarea de escribir, nos propusimos hacerlo periódicamente y comprobamos una vez más que el arte verdaderamente «salva». Escribir pone en movimiento, hace vivir. Agrupamos los sesenta relatos en tres partes, siguiendo un criterio temporal: Días de inicio, Momentos de cambio y Tiempos de final. Principio, medio y fin como la vida misma. Una vez ordenados, advertimos que el libro cifra en su estructura una fecha difícil de olvidar: 20 de marzo (3) de 2020. El revés de las muchas y diversas tramas aquí contadas – hay extraterrestres, abuelas malvadas, anécdotas literarias, restos de fiestas, muertes, nacimientos, viajes desopilantes y otros desoladores- encierra el tiempo que este año tuvo una nueva e insólita dimensión. Cada relato acentúa un momento particular del transcurrir pero no excluye los otros, invita a esa especial percepción del paso -o del no paso- del tiempo experimentada por muchos durante la pandemia y testimonia el valor de la amistad, al sabernos acompañados y sostenidos unos por otros.

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Sin nada para seguir anotando, confió en su memoria durante unos días para seguir el hilo de sus pensamientos. Dedicó más tiempo a pegar su ojo contra la minúscula hendidura entre las maderas, para observar lo que pasaba en la calle. Se lo comentaba en voz baja, como dictándole a un amigo invisible con un cuaderno también invisible, pero nuevo, para tomar sus notas.

Pasaron así los días, pero veía siempre el mismo escenario. Solo cambiaban los actores, que pasaban de manera fugaz. A veces tenía suerte y alguien se paraba justo en el pequeño campo visual de su mirilla. Eran momentos muy intensos, llenos de detalles y actividades. Su cerebro se aceleraba de repente para tratar de recordarlo todo. Lo que esa persona hacía, cómo estaba vestida, cuál sería su vida, a dónde lo llevarían sus próximos pasos...

Ese fue su mundo durante un cierto tiempo que él mismo pronto dejó de percibir. Al principio los días y las noches se alternaban con una regularidad tranquilizadora. Pero poco a poco el tiempo se hizo elástico. Algunos días pasaron a la velocidad de un rayo y otros se eternizaron. Más perturbador aún, descubrió pronto que los días podían sucederse unos a otros sin necesitar de las noches, y que las noches a su vez se adueñaban del mundo durante períodos tan largos que parecían meses.

A medida que el tiempo se estiraba por algunos costados y se achicaba por otros, su pequeño cubículo empezó también a transformarse. Al principio sintió solamente un leve temblor; las paredes vibraban y el piso se sobresaltaba de vez en cuando. Luego empezaron a ondular como banderas al viento, y el piso tomó el hábito de alejarse y acercarse al techo sin lógica.

Le fue cada vez más complicado lograr poner el ojo contra el hueco de las maderas para ver afuera. Necesitaba concentrarse al extremo para dominar su cuerpo, tender sus músculos y pegar el ojo contra la mirilla en el momento preciso en que se daban las condiciones en este mundo gelatinoso que lo envolvía.

No podía quedarse mirando más de unos segundos. A veces menos incluso. Pero cuando lo lograba volvía a ver con mucha alegría su pequeño fragmento de paisaje. Siempre el mismo: unos metros de calle adoquinada, la base de la pared prolijamente pintada del edificio de enfrente. Un poste que seguramente sostenía la luz que iluminaba por un par de horas la calle al anochecer. Un fragmento de afiche, del que solo se veían algunas letras: der ewi… sobre un renglón; Ju… sobre el otro.

No era mucho pero era su mundo. Todo el mundo. Donde aparecían repentinamente transeúntes o fragmentos de transeúntes, según la vereda por la que caminaban. Los que pasaban muy cerca de su ventana eran solamente torsos y brazos. A veces un gorro, si se trataba de un niño pequeño. La mayoría vestía un loden. Los hombres llevaban a veces maletines de cuero y casi todos tenían sombreros. Las mujeres solían usar botitas y las escuchaba antes de verlas pasar. Taca taca taca...

Finalmente, llegó el momento en el que le fue imposible pegar el ojo contra el hueco. Las paredes bailaban más que de costumbre. Tratando de conseguir apoyo para no caerse en el intento, rompió el vidrio de la ventana y no se animó a intentar mirar de nuevo para no cortarse la cara o –peor– el ojo.

A partir de ese momento, el piso no paró de sobresaltarse. Tanto que optó por acostarse, separando un poco los brazos –todo lo que el diminuto espacio le permitía– para conseguir un mínimo de estabilidad. Las vibraciones y las ondulaciones de las paredes hacían caer pequeños pedazos del yeso del techo sobre él. Era una lluvia de polvillo blanco, como la nieve. ¿Sería eso lo último que podría vivir? ¿Las paredes terminarían por molerlo entre sus espasmos?

Si no hubiera sido por el vidrio roto, si hubiera logrado pegar el ojo a su mirilla aunque solo fuera durante una fracción de segundo, habría visto pasar fugazmente la punta del cañón de un tanque por la calle con destellos de colores rojo y azul; y quizás habría tenido tiempo de darse cuenta de que algo faltaba en su habitual vista. Era el segundo renglón del afiche. Lo habían arrancado parcialmente, formando como un tajo en el papel. §

La loba feroz

Graciela Cutuli

картинка 7Escondite / Los cocineros

No, no, nada de eso. Mi abuela no era “el” lobo feroz. Mi abuela era “mi” lobo feroz. Porque con los demás todo bien, no sé si me explico. O por lo menos con mis primos, los impecables y perfectos primos que parecían salidos de una serie norteamericana de los 60: rubiecitos, peinaditos, sonrientes. Y tan expresivos como maniquíes. El problema era conmigo. Parece que yo era su problema, y eso que nunca le hice nada, aunque no fuera por falta de ganas. Porque ¿qué le podría haber hecho? Ni siquiera se me ocurría, soy de las que reaccionan tarde y cuando por fin ya tenía la frase perfecta –esa que le iba a sellar la boca de una vez por todas– ya se había pasado el cuarto de hora y me tenía que comer la bronca y el mal trago en mi rincón. Además a todos les habría parecido una reacción exagerada. “Si no te dijo nada”. No, claro. No hace falta decir nada, alcanza con mirar de ese modo, con respirar de ese modo.

Ojo, que mi abuela no tenía ni colmillos largos ni pelaje lustroso y oscuro ni un largo hocico afilado: ¡así hubiera sido fácil! ¡Así cualquiera lo habría sabido! Pero no le daba el perfil lobo feroz. Lo suyo era peinado de peluquería, dos tonos por debajo del oxigenado y tan duro como una torta forrada en fondant; la nariz recta siempre un poquito retraída, como aspirando mal olor; la cartera bien apretada bajo el brazo, como para irse más rápido. Compuesta, la espalda recta, bien sentada, las piernas enfundadas en medias de nylon sedoso que no se le corrían jamás. Y taquitos como puñales.

Venía de visita los jueves a la tarde, única y exclusivamente. ¿Por qué no podía venir los domingos, que de todos modos ya eran días deprimentes? Pero no, los fines de semana decía que no venía porque el barrio donde vivíamos es medio feo, viste, y hay poca gente a esa hora por la calle, mirá si pasa algo. Nunca, nunca entendí qué le podría haber pasado, si se tomaba un taxi en la puerta de su casa en el corazón de Recoleta y se bajaba, pisando cáscaras de huevo, en la puerta de la casa donde vivíamos pasando la General Paz.

Hasta que un día.

La abuela había venido, como siempre, encubriendo su desconfianza bajo su ostentosa cortesía. La conversación, como siempre, era un vaivén de preguntas y respuestas estudiadas: había que aguantar, no hay mal que dure cien años ni visita que dure más de dos horas. Las palabras iban y venían hamacándose y escurriendo su sentido en los pliegues de la alusión, del doble sentido, de lo no dicho. Pensé que hablaban de la casa, o de un arreglo, o del tiempo que había tardado en llegar, del tránsito, del taxi.

Hasta que.

“Nunca voy a entender por qué te viniste a vivir al conurbano”, le siseó a papá, marcando la sibilante como un encantador de serpientes. Me pareció que los ojos de la abuela me miraban rápidos como un relámpago que anuncia la tormenta, pero enseguida se escondieron, falsamente complacientes, detrás de los párpados pintados. Y después, entre dientes, le escuché la pregunta: “¿Qué querés, disimular a la nena entre toda la negrada?”.

Y ahí sí que me cayó la ficha. Cling, anagnórisis. Esa palabra que aprendí mucho más tarde la asociaría para siempre con ese momento inesperado que me pegó de lleno como un flechazo: reconocimiento, saber quién es uno, quiénes son los demás. Fui corriendo al espejo y me miré sintiendo que el cristal se hacía pedazos: las piernas cortas, los hombros anchos, los pómulos altos y los ojos achinados dibujados en la piel oscura y mate. Entre mis primos Brady Bunch y yo había mil universos de distancia. Una identidad entera de distancia.

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