Como dice un chiste popularizado en las redes: “Entre economía y salud, eligieron salvar a Cristina de las causas judiciales”.
Millones de argentinos somos más pobres, más infelices, más ninguneados. Sin embargo, los tres objetivos básicos que sabíamos que estos cosos en el poder iban a tener se cumplen día a día: impunidad, choreo, venganza.
De eso se habla en este libro.
De la impunidad, del choreo y de la venganza, los tres pilares básicos en los que se asienta el peor gobierno de la historia.
De cómo todo, absolutamente, está dirigido a esos tres objetivos.
De cómo intelectuales, artissstas, periodistas, empresarios y círculo rojo son responsables de este desastre.
Este libro también intenta ayudar a pensar salidas, porque las hay.
Y mire usted por dónde, esa salida somos ni más ni menos que nosotros mismos. En acción, claro.
Contrariamente a lo que desean muchos nostálgicos, no tengo ningún interés en volver a “la Argentina de nuestros abuelos”. Resulta mucho más excitante preparar “la Argentina de nuestros nietos”.
Es allá adelante en donde van a pasar las cosas.
Y lo que ocurrirá será exactamente lo que sepamos armar ahora.
Mi manera de empezar ha sido escribir este libro.
Te toca a vos.
La noche inolvidable
Fue una pata de elefante sobre el pecho.
Fue la asfixia y fue el desgarro.
Fueron la oscuridad y el desastre cayendo de punta sobre cada uno de nosotros.
Fue un dolor por viejos dolores, fue un dolor por los dolores que vendrían.
Fue el comienzo de la pesadilla; peor aún, la certeza del comienzo de la pesadilla.
Fue de mirarse con los propios, llorar, no poder respirar.
Fue de pedir perdón al futuro, contar las pérdidas, juntar los pedazos.
La noche del 11 de agosto de 2019 fue, para muchos, la peor noche de su vida.
Fue ver el tren de frente, limpio, impasible, decidido.
Fue un golpe bajo, un terremoto, un sismo de magnitudes inusitadas, 10 en la escala Richter del desánimo.
Los números que daba la televisión eran incontestables. Alberto Fernández, 15 puntos por sobre Mauricio Macri.
Axel Kicillof, 17 puntos por sobre María Eugenia Vidal.
No fue una cachetada.
Fue una paliza en todo el cuerpo.
Sabíamos lo que se vendría.
Impunidad, choreo, venganza.
No era ningún prejuicio. Los habíamos visto, los habíamos sufrido a lo largo de años.
Y, lo que era peor, habíamos visto que otra cosa era posible. Dicen que el ciego de nacimiento no puede hacerse una idea de lo que pierde por no ver. Nunca vio. Nosotros habíamos visto que otra manera de hacer las cosas era viable. Y cuando estábamos empezando a diferenciar los colores, ¡zas!, el zarpazo que nos tiró para atrás, para abajo, muy abajo.
Fue una noche inolvidable.
De la peor manera, inolvidable.
De golpe, una campana inmensa quitó el aire al territorio nacional. No podíamos respirar. ¿Recuerdan que no podíamos respirar? Sí, claro que lo recuerdan.
Daba vergüenza mirarse a los ojos.
Se nos había escapado entre los dedos.
Muchos también nos sorprendimos de que nos afectara tanto. “Bueno, unas elecciones, ya pasamos muchas, ganamos pocas, ¿qué es tan grave?”, nos decíamos como para conformarnos.
Pero todos sabíamos que no era tan poco.
Que se jugaban años de nuestras vidas.
Que algunos de los nuestros, cumpliendo lo que sabíamos que iban a cumplir, se irían.
Volvería la tropa de la superioridad moral, subida al poni de la claridad intelectual, señalando a todos los demás como gorilas, oligarcas, de ultraderecha, violentos.
Volvería el desprecio por el otro, disfrazado de “la patria es el otro”.
Desde detrás de la tranquera, los demonios afilaban sus tridentes.
Los veíamos venir.
No durmió casi nadie esa noche.
El amperímetro
Si se repetía el resultado de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (paso) en las elecciones generales, ya no habría salidas. ¿Se podría revertir? ¿Cómo? ¿Con quién? Los trece días en los que vivimos en ácido.
24 de agosto
Los que hubo entre las paso y el 24 de agosto fueron trece días en los que el futuro se había terminado para siempre.
Fueron trece días de insultar al abuelo por haber tomado el barco que venía al sur y no el que iba al norte; de hacer la lista de cada uno de los conocidos y pensar: “¿Este habrá votado para que vuelva la banda de facinerosos?”; “¿qué se hace con los amigos que alegremente eligen que vuelvan al gobierno los que van a hacer que me vaya del país?”; “¿cómo no ven lo que estoy viendo?”; “¿cómo me sigo relacionando con ellos?”; “¿me sigo relacionando?”; “¿qué es más fuerte, la amistad o el exilio?”. Si en las elecciones generales se repetía el resultado de las paso, se quedaban con todo: el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, lo que, en gente como a la que estábamos temiendo, incluía el Poder Judicial; se quedaban con nuestro presente, con la reescritura del pasado y la incertidumbre del futuro. Volvía el país que se despertaba cada mañana con una nueva cachetada en forma de declaración de funcionario.
Fueron trece días de preguntarnos dónde estábamos para-dos. ¿Y dónde estábamos parados?
Entre la desorientación y el espanto, un poco más abajo de la esperanza, un poco más arriba del abandono. “¿Cómo bajamos hasta acá?”, nos preguntábamos en esos días sin poder siquiera mirarnos al espejo de tanta vergüenza; “¿qué pasó?”; “¿qué nos pasó?”. Sí, la malaria, el gusto que no nos dábamos, la luz que había aumentado. ¿Eso era? ¿Dejar de pagar un bimestre de gas lo mismo que media pizza nos volvió ciegos al autoritarismo y la soberbia? En la elección del 11 de agosto de 2019 hubo una tormenta perfecta. La elección de las paso, lo que en teoría era una simple nominación de candidatos partidarios, se convirtió en un plebiscito sobre el gobierno de Cambiemos. Los resultados fueron catastróficos. El Frente de Todos tuvo una campaña con cuatro aciertos, que finalmente se demostraron ladinos, pero que en ese momento sirvieron a sus fines: escondió a la actual presidenta-vice Cristina, de gran valoración negativa, que casi no hizo campaña; diferenció a un Fernández de otro, algo absolutamente imposible, pero, bueno, hasta Betty Sarlo, tan leída ella, se lo creyó; eludió toda cuestión moral, ética o republicana contando para eso con la mirada de vaca al vacío del periodismo, que en general no se lo recordó, y del público, al que mucho pareció no molestarle, y se centró en el bolsillo del votante que no podía darse un gustito. El gobierno de Cambiemos, confiado en su obra y su gestión, despreciando el cortoplacismo intenso del votante nacional y el ninguneo del contrincante por las formas democráticas, fiscalizó menos de lo necesario. El electorado oficialista, confiado en que ganaba, no fue a votar.
Por arte de la prepotencia y el silencio, el 11 de agosto todos consagraban a un nuevo presidente sin que hubiera sido puesto un solo voto para esa elección. Fuimos el único país que eligió presidente el día en que se decidieron los candidatos de los partidos, y, en esa anormalidad, todos contentos. Lo primero que hicieron los Fernández, esa misma noche en la que ganaron las paso, fue echar a los brasileños que les armaron la campaña y ni se sintieron en la obligación de pagarles porque, total, “ya somos gobierno”. Como hicieron las cosas bien, los echaron. Lindo primer paso que preanunció el segundo: empezaron a hacer las cosas mal. Con los moditos que ya les conocíamos y que por los resultados vimos que no a todos les caían mal, arrancaron diciendo que Venezuela no era tan tan dictadura; después de todo, con 6.700 muertos en un año y medio y cinco millones de exiliados, mirá si vas a hacer problemas por esas menudencias; y luego continuaron hablando de reeditar la Junta Nacional de Granos, o de organizar una conadep de periodistas, o de cambiar la Constitución. Ningún sindicato ligado a la aviación se privó de su paro de 48 horas para ir preparando el terreno del desastre. Los cortes de calles se agudizaron, porque total ya fue… Grabois y los suyos entraron a patotear al Patio Bullrich, mientras las señoras los miraban aterrorizadas, y volvieron los cortes de silobolsas y las amenazas en la calle. En ese momento, se sintieron gobierno y dejaron claro lo que podrían llegar a ser: una bolsa de gatos babeantes que se pelean por sus privilegios sin parar, tirando cada tanto un fútbol gratis, por las dudas. Los medios, rápidos para sus propios reflejos, entronizaron al nuevo presidente; si hasta Héctor Magnetto aplaudió de manera prematura al candidato aclamado en el seminario “Democracia y desarrollo”, que organizó el Grupo Clarín en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (malba). Al lado del antes denostado empresario periodístico, brillaban los ojitos de Paolo Rocca, enrojecían las palmas de Carlos Miguens (del Grupo Miguens) y de Enrique Cristofani (en ese momento, número uno del Banco Santander), lo más rojo del círculo rojo, el establishment o como quieran llamarlo, que empezó a ver alto, rubio, sano y fuerte al dueño de Dylan. Y sobre todo, bien cerca de frenar cualquier cuaderno investigado que los salpicase. Claro, lo de “salpicase” es un desliz teniendo en cuenta lo bañado en chanchullos perfumados con gotas de intensos sobornos que suele estar el círculo rojo. ¿Cómo se le iba a ocurrir al Estado investigar los curros del Estado? Habrase visto, que no es para esto que se pagan las campañas, se hacen las vistas gordas o se rellenan alegres cheques inadvertidos. Jubilosamente, se convirtieron en el perro Dylan, todos muy felices y moviendo la cola. A nadie le molestó. Como dijo la avispada tuitera @TAFKAjarrito en medio del caos: “Si la guerra de Troya era en Argentina, el caballo podría haber sido transparente tranquilamente”. Nadie puede argumentar ignorancia con respecto a los fines.
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