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A Nydia y Florencia, siempre.
En el texto se mencionan las obras comentadas de cada autor con título en español y año de creación.
Las reproducciones que acompañan el texto corresponden a aquellas de particular significación en relación con el tema tratado. Las obras reproducidas se acompañan de un epígrafe que incluye título original, título en español, autor, año de creación, institución en la que se encuentra y leyenda explicativa.
En el texto se mencionan y analizan muchas otras obras. El lector puede encontrarlas “googleando” en internet título de la obra, autor y año.
“Si del árbol del gingko cae una sola hojita amarilla y se posa en el prado, la sensación que se experimenta al mirarla es la de una hojita amarilla aislada. Si dos hojitas descienden del árbol, el ojo sigue el revoloteo de las dos hojitas en el aire que se acercan y se alejan como dos mariposas que se persiguen, para planear al final una aquí y una allá sobre la hierba. Y lo mismo con tres, con cuatro y también con cinco; al aumentar más el número de las hojas que revolotean en el aire las sensaciones correspondientes a cada una de ellas se suman dando lugar a una sensación de conjunto cua l la de una lluvia silenciosa, y –si un leve hálito de viento retarda la caída– la de una suspensión de alas en el aire, y después la de una diseminación de manchitas luminosas, cuando se baja la mirada sobre el prado. Ahora bien, yo, sin perder nada de estas gratas sensaciones de conjunto, habría querido mantener distinta sin confundirla con las otras la imagen individual de cada hoja desde el momento en que entra en el campo visual y seguirla en su danza aérea y en su posarse en las briznas de hierba”.
ITALO CALVINO, Si una noche de invierno un viajero , VIII
El cerebro y el arte moderno es un texto de enorme originalidad para el mundo de la historiografía artística, aun cuando existan antecedentes importantes, mencionados en la propia bibliografía del volumen (es el caso de Semir Zeki), desde las obras de Ernst Gombrich (1959, 1982) y Nelson Goodman (1968) hasta las más avanzadas y controvertidas (por los historiadores del arte) que acometió Michael Baxandall, cuando procuró introducir explícitamente los avances de la neurobiología en los estudios estéticos (Baxandall, 1994, 1995). Tampoco sería posible olvidar que la vexata quaestio de la perspectiva ha permitido discutir el tema de las relaciones entre realidad material y procesos visuales desde los tiempos de Poudra (1864) y Helmholtz (1867, muy bien citado este por Fustinoni) y se ha extendido durante todo el siglo XX merced a los trabajos de Panofsky (1927), el mismo Gombrich (1959, The Ambiguities of the Third Dimension ), Parronchi (1964), Pirenne (1970), John White (1972), Edgerton (1975), Hubert Damisch (1987), Martin Kemp (1990) y los congresos celebrados sobre el tema en 1977 (resultados que publicó Marisa Dalai Emiliani, 1980) y 1997 (trabajos editados por Lyle Massey, 2003). Vale decir que hace ya casi dos siglos que hemos cobrado conciencia de los problemas que se presentan con claridad y maestría en este libro de Fustinoni. Y existe incluso un gran texto acerca de la relación entre la neurobiología y la historiografía del arte desde Platón hasta Zeki, uno de los últimos autores considerados por nuestro propio autor: el bello volumen de John Onians, Neuroarthistory (2007), de manera que tenemos un nombre claro y bien compuesto, difícilmente traducible al castellano, “neurohistoria del arte”, para denominar el campo científico y la constelación de trabajos cuya estrella austral sería nuestro El cerebro y el arte moderno . Debo confesar, precisamente, que este libro de Osvaldo Fustinoni me ha permitido regresar a las páginas de Baxandall, retaceadas en un momento de obnubilación, y apreciar no solo su riqueza, sino su pertinencia a la hora de explicar representaciones y significados de la sombra en la pintura del Siglo de las Luces.
Más que una reiteración del temario o un índice comentado de la obra de Fustinoni, que él mismo hace en la introducción del texto, prefiero dirigirme a mis colegas historiadores del arte para llamarles la atención sobre los pasajes en los que deberían detenerse, a mi juicio, y tomar buenas notas con el fin de apreciar mejor los análisis estéticos de las piezas del arte occidental de los siglos XIX y XX, que nuestro autor despliega con la habilidad del buen connoisseur . Habría que animarse también a usar estas variables en otras obras y productos artísticos de las artes contemporáneas, entre el happening , la performance , el arte conceptual y la instalación.
El punto de partida, primero fisicoquímico y luego neurobiológico, de convergencias arte-ciencia parece haber sido el corpus de Chevreul, más que nada sus dos textos: Sobre la ley del contraste simultáneo de los colores , de 1839, y Complemento a los estudios sobre la visión de los colores , de 1879. El primero de ellos quizás fue conocido (aunque nunca mencionado) por Charles Baudelaire, cosa que deducimos de cuanto se desprende de los comentarios del poeta al Salon de 1846 . Bastante antes, ya el inglés Thomas Young había dilucidado la diferencia radical entre las mezclas material y óptica de los colores. El tema del saber acerca de las características de la mezcla óptica de colores-luz por parte de los impresionistas a partir de Monet y Pissarro no ha dejado de ser un locus communis para los historiadores. Se precipitan entonces en el libro una cantidad de conceptos de neurobiología, claramente expuestos, que debemos hacer el esfuerzo de diagramar y estudiar a partir del desenvolvimiento de una secuencia celular. En primer lugar, las células fotorreceptoras de la retina constituyen el inicio de la vía óptica en el sistema nervioso central. Es fundamental tener en cuenta la división de esas fotorreceptoras en conos y bastones, sensibles a los colores los primeros debido a su contenido de fotopsinas, muy numerosas en la zona de la fóvea de la retina, sensibles a la intensidad de la luz los segundos, es decir, a la cantidad de fotones que absorben (la distinción de estas células retinianas fue un descubrimiento muy reciente, ocurrido en 1959). Los conos se subdividen según su reactividad al rojo cuando sus fotopsinas son eritropsinas (el 66% del total de los conos), según su reactividad al verde, debido al hecho de que sus fotopsinas son cloropsinas (un 33%) y, por último, los conos evolutivamente más antiguos, sensibles al azul por la prevalencia de la cianopsina entre sus componentes (1%). Nuestras mentes histórico-artísticas, algo embebidas en las fantasías cromáticas, no han de renunciar a imaginar los mundos azulados que verían nuestros antepasados, los afropitecos del Mioceno, ni a pensar en los paisajes sin azules y con prevalencia de rojos aún a orillas del mar que contemplarán nuestros descendientes dentro de millones de años. Es fundamental la noción de luminancia de un color, esto es, de la luminosidad que le es propia y que está ligada a su longitud de onda, no a su altura o intensidad, como podría sugerirnos el vocablo. Los amarillos y los verdes de la naturaleza suelen ser los de mayor luminancia y por esa sensación de plenitud luminosa que desencadenan en nosotros entendemos mejor el empleo que Turner hizo de aquella gama. Pero, claro, no olvidemos los bastones de la retina que reaccionan por la cantidad de fotones recibidos y no necesitan sino muy bajas luminancias para reaccionar.
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