La vía óptica prosigue a través de neuronas bipolares que, por sus sinapsis, se conectan con los conos y bastones, por un lado, y con las neuronas ganglionares, por el otro, cuyos axones las unen al nervio óptico. Pero, en el horizonte de las ganglionares, que pueden ser centradas o descentradas, se produce un fenómeno crucial de la visión y, en consecuencia, de la representación de lo visto: la estimulación invertida entre las unas y las otras produce un fenómeno clave de estimulación-inhibición entre la captación del centro de lo observado y la captación de su entorno, lo que implica que la vía óptica se torna sensible a los cambios abruptos de color y luminancia, y marca la predilección de nuestra sensibilidad por los contrastes. Es por ello que percibimos contornos que asimilamos a líneas entre las cosas.
Toda esta información transmitida y acogida en diferentes zonas del cerebro se concentra en el tálamo, de donde se transmite a la corteza visual en los lóbulos occipital y temporal del cerebro merced a los axones de la denominada “radiación óptica”, especialmente a los “parches visuales”, que se encuentran diseminados en la corteza temporal inferior. Los parches remiten los estímulos portadores de las informaciones a la corteza frontal, el hipotálamo y la amígdala, donde se desarrolla el fenómeno del completamiento de formas y reconocimiento facial, fin de un proceso fundamental que ocasiona la acción del sujeto sensible y ya cognoscente hacia el mundo exterior. A la cadena de estímulos ascendentes desde la vía óptica hacia el cerebro, el bottom up , le sigue de inmediato una sucesión de estímulos descendentes hacia el sistema motor del sujeto (el top down ), desde el sector simpático o adrenérgico del cerebro, que comprende el hipotálamo, la amígdala y el llamado nucleus accumbens. Asimismo, junto al completamiento del reconocimiento facial, las respuestas de las “neuronas en espejo” producen la altísima y compleja empatía del sujeto hacia otros sujetos y situaciones del mundo externo, que induce, a su vez, las acciones de un inconsciente creativo, diferente del inconsciente traumático descubierto por Sigmund Freud.
La exposición que acabo de resumir no la hace Fustinoni con la continuidad opresiva que he utilizado a pesar mío. Por el contrario, Osvaldo la dividió en dos grandes bloques, insertos cada cual en la primera parte de su libro “Ver, pensar, abstraer” y en la segunda “La mente y la conducta”, además de ciertos regresos lagunares a la neurofisiología, para refrescarnos sus nociones a los legos o para explicar mejor las articulaciones de la ciencia con los propósitos y los resultados obtenidos por los artistas en sus creaciones. De manera que el modo particular de su exposición debería indicarnos nuestros propios métodos cada vez que nuestros análisis histórico-estéticos nos impongan la necesidad de resolver los problemas de percepción, comprensión y cognición sensible del mundo que la teoría y la práctica de las artes nos imponen. Por ello he de referirme a partir de ahora a los lazos que nuestro autor encuentra entre las existencias biológicas de los artistas y de nosotros, contempladores de sus obras, con una mejor intelección de lo que la perennidad de esos objetos altamente significantes y extraordinariamente construidos nos transmiten (empleo el término “extraordinario” no en un sentido laudatorio, sino para marcar lo fuera de todo orden previo y previsible en que suele desenvolverse la producción artística de los últimos dos siglos en Occidente).
Pues bien, los resultados novísimos que los toscanos de mediados del siglo XIX obtuvieron del uso de la macchia extensa se vinculan no solo con la teoría de Chevreul sobre los contrastes cromáticos simultáneos, sino con el fenómeno de la supresión o antagonismo centro-entorno que genera la estimulación invertida de las neuronas ganglionares centradas y descentradas. Lo notable es que esos macchiaioli quizá conocieran las ideas y los experimentos de Chevreul, gracias a la aproximación entre su movimiento y el cientificismo de los positivistas, que tan bien explicó Carlo del Bravo (Del Bravo, 1985), pero nada podían saber ellos acerca de las neuronas ganglionares, pues ni los histólogos del siglo XIX lo sabían. De modo que debemos concluir que los pintores se percataron empíricamente de los caracteres y mecanismos del ojo que escruta superficies y colores, hasta ser capaces de volcar tal experiencia en el procedimiento de la representación. Más tarde, en torno al impresionismo explícito de Monet y Renoir, cosas tan frecuentadas como la yuxtaposición de toques de colores puros diferentes las comprendemos mejor a partir de la idea de adición de la luminancia en este caso, contra la sustracción de la luminancia que provoca la mezcla de pigmentos en la paleta; lo mismo ocurre al saber que los impresionistas tendieron a utilizar colores de igual luminancia (“valor” la llamaban ellos) y de allí procedía la prohibición implícita del uso del negro que Manet nunca obedeció, arrebatado por los ejemplos supremos de empleo del negro que realizaron sus maestros del siglo XVII: Velázquez y Frans Hals. También la uniformidad de la luminancia sirve para explicarnos los efectos de movimiento que los impresionistas llevaron a un summum al representar los pequeños oleajes del agua (la houle ). Con el programa de Seurat, regresa Chevreul y entendemos que la adyacencia de puntos o toques diminutos de color puro se diferencia claramente de la yuxtaposición de los toques dados con el canto del pincel. La pintura de van Gogh, si bien incluida en el primer capítulo, se encadena con el segundo al preguntarse acerca del problema de las originalidades radicales de su sistema de visión-representación y sus vínculos con patologías neurocerebrales posibles, congénitas como el trastorno disfórico interictal o adquiridas por la ingesta de la tuyona del ajenjo.
Es en el capítulo II en el que se desarrolla la espinosa y muchas veces desviante cuestión de los lazos entre las artes y las patologías neuropsíquicas, antiguo problema que ya Marsilio Ficino y sus seguidores neoplatónicos presentaron en términos de la influencia de Saturno en las mentes de los seres humanos abiertos al conocimiento de la ciencia y al cultivo del arte, presa frecuente del más negro de los estados del ánimo, la melancolía (el “sol negro”, como la llamaría más tarde Gérard de Nerval). Las formas de la histeria, los métodos de la hipnosis, los fenómenos de la sugestión, la “desagregación” descripta por el norteamericano William James a finales del siglo XIX se manifestaron más que en otras épocas de la historia de las artes. Charcot, Freud, Otto Weininger, Krafft-Ebing y sus abordajes de la sexualidad humana son nombres que atravesaron tanto la práctica cuanto la hermenéutica de la producción estética. Y así se suceden las biografías neuropáticas de Munch, de los pintores del movimiento Die Brücke , de los artistas del movimiento vienés en el giro entre los siglos XIX y XX (tan bien estudiado por Carl Schorske, 1980), que desenvolvió los temas de lo femenino como poder y amenaza en Klimt, de las ambivalencias de la pubertad y el autoerotismo en Kokoschka y Egon Schiele.
El segundo núcleo de la neurobiología, tratado por Fustinoni y coronado por la bella idea del “inconsciente creativo”, se vuelca a una nueva lectura del movimiento Dadá, de los artistas del movimiento surrealista, de los “singulares” como el Aduanero Rousseau y Marc Chagall, hasta terminar en los automatismos bosquianos de Miró y el diagnóstico de las paradojas perceptivas y semióticas de Magritte sobre la base de las ambigüedades y el equívoco, prefiguraciones de la habitación y de la silla de Ames, cuyos experimentos ya había acercado Gombrich al estudio de las ilusiones en su gran obra Arte e ilusión (1959). Claro que el libro de nuestro argentino debía culminar y lo hace en el experimento que protagonizaron las artes plásticas de Occidente para reinventar la imagen, con lo que pusieron en juego, a conciencia, facultades perceptivas y cerebrales que la divulgación científica había puesto al alcance de un amplio público cultivado en el que figuraban los artistas. Tal como Linda Dalrymple Henderson ha demostrado, nociones básicas de la física relativista y las bastante más complejas de las geometrías no euclidianas estuvieron en el centro de muchos debates teóricos de las estéticas cubista, futurista y suprematista o en sus intentos de representar el espacio hiperdimensional (Dalrymple Henderson, 1983). Mondrian aprovecharía el principio del antagonismo centro-entorno que rige las relaciones entre las neuronas ganglionares centradas y las descentradas para lograr ese imposible mecánico, pero ilusorio y fuertemente convincente de la percepción de un movimiento en los patrones geométricos del Broadway Boogie-Woogie . Lo cinético fue la variable independiente y dominante de la fórmula para la escultura de Naum Gabo y el arte cinético de Calder o Tinguely, nombres a los que Fustinoni agrega el de Julio Le Parc, personaje que también nos remite al op-art y a una obra maestra de la neuroarthistory , el artículo “La neurología del arte cinético”, que Semir Zeki publicó junto a Matthew Lamb en la revista Brain en 1994.
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