Algo me dice, con todo, que si las mujeres occidentales pudieran elegir entre la normativa actual sobre matrimonio y otra preferirían masivamente la monogamia, quizás reafirmadas por el cebo adicional de un lucrativo divorcio cuando el marido salga rana en un sentido u otro. Compartir un esposo les resulta más antinatura que a muchos hombres compartir una esposa, como sugiere la apacible poliandria africana. Mi admirado Carlos Moya interpreta la historia occidental como un largo proceso de domesticación de la mitad masculina por la mitad femenina. Esto matiza el discurso de Caliclés en el Protágoras platónico, tan enfáticamente asumido luego por Nietzsche; a saber: que el nervio de las sociedades consiste en una permanente conjura de los débiles para someter a los fuertes. Su símbolo es el destino de Hércules, cuya vida discurre trabajando para ociosos y enfermizos monarcas (en más de una ocasión femeninos).
Eurípides aprovechó la poligamia ateniense para tener dos esposas, si bien se dice que esto le envenenó la vida. Aspiraciones y decepciones resuenan en Bacantes , su última obra, donde las mujeres abandonan el hogar para lanzarse a caníbales orgías por los montes. Aprendiendo de la madre y de la novia —como aprendemos— la devota entrega a un ser querido, es temerario fantasear siquiera con entregarse maritalmente a más de una. Los machos animales luchan por las hembras a muerte, aunque compartir les reportaría ventajas. Las hembras animales pueden pelear o no entre ellas, pero la hembra humana luchará denodadamente para conseguirse un compañero exclusivo. Cierta inocencia astuta hace que entregue su corazón a uno solo, pues únicamente disfrutando de tanto dar y recibir entenderá el varón las reglas del tú, sólo tú . El juego consiste en amar hasta el fin, trascendiendo ocasionales apareamientos.
Menos personalizado, el imperativo biológico sugiere perpetuarse a toda costa. Dentro de esos confines, la alternativa al juego monogámico es el poligámico, antes extendido por toda la Tierra y hoy apenas vigente en feudos mahometanos, donde hasta hace poco sultanes y visires tenían centenares o docenas de esposas. Aún actualmente, para los jeques el amor puede ser una agradable sorpresa, nunca la primera condición de un vínculo. Pero están listos si creen que las amenazas de muerte preservarán mucho más tiempo sus compraventas maritales. Una actitud algo menos machista reina por estas tierras. Cierto profesor tailandés de universidad, que enseña antropología, me dice al respecto:
—Los matrimonios por amor no duran, salvo que haya complicidad mental. Un matrimonio no sobrevive si está basado en la atracción física.
Algo muy semejante pensaban mis abuelos, cuando el divorcio era imposible. Mientras su origen sea cosa distinta de una explosión amorosa, el matrimonio tolerará casi cualquier independencia práctica de los cónyuges, y por eso mismo está llamado a pervivir hasta la viudez. Si viene de amor resulta más frágil. Pero suspender la promesa de afecto conyugal añade al ánimo cambiante de cada día una sombra melancólica. Ahora miro a las parejas de viejos con envidia: mejor o peor preparados para morir, e incluso mejor o peor avenidos, haber pasado toda la vida juntos debe llenarles de ternura y confianza, incluso de orgullo. Echo de menos un mañana obligadamente rendido o previsto como alternativa, aunque el hoy esté lleno de libertad.
Los recurrentes señuelos de playas paradisíacas me pusieron sobre la pista de Koh («isla») Samui. Pude haberle dedicado mucha más atención al tema, visitando agencias y quizás preguntando en la embajada española. Pero la languidez me tenía postrado en el cuarto, con esporádicas incursiones a la piscina o a alguno de los restaurantes inmediatos, y deposité mi suerte en manos de la agencia de viajes del hotel. Me dijeron que en Samui no llovía ajora tanto como en Pukhet o Krabi, que estaba más virgen de turistas, y que tenía de todo a buen precio. La alternativa no rigurosamente selvática era Pattaya y su costa, donde se concentra el turismo sexual de todo este país, algo demasiado turbador para mi andropausia
De modo que hago por segunda vez las plomizas maletas —con libros para un año— y salgo hacia el aeropuerto. Es un día inusualmente claro y limpio en Bangkok, sin tráfico apenas, porque el cumpleaños de la reina ofrece la única vacación anual para muchos empleados. Llego en media hora, pago sin rechistar el enorme exceso de peso, y sufro con algo menos de filosofía la falta de aire acondicionado en la turbohélice de Bangkok Airways, un tipo de avión que sólo se refrigera en el aire. No recuerdo tanto calor ni dentro de una sauna, pero con buen ánimo casi cualquier cosa resulta tolerable.
El aeropuerto se revela rústico, coqueto y pequeño. Admirarlo casi hace que no vea al chófer del hotel donde la agencia me reservó dos noches, el Lamai Yatch Club. Y aunque la mención a yates —como la de un golf— intimida al viajero con pocos posibles, el sitio ofrece ventajas manifiestas sobre Bangkok. Situado junto a una pequeña playa donde alternan arena blanca y rocas, sus instalaciones se reducen a una pequeña recepción y varios bungalows espaciosos, algunos situados junto al mar y otros en segunda o tercera línea. Ningún estruendo mecánico turba un silencio rasgado ocasionalmente por el croar de ranas y grillos, salvo que el huésped ponga en marcha su aire acondicionado. El ocaso trae chubascos tímidos, y con el último resplandor del cielo enveredo hacia el restaurante, construido sobre el rincón sur de la estrecha rada, a escasos metros de una lámina marina casi inmóvil, que resulta grisácea a esa luz. No hay sombra de oleaje, sólo un minúsculo e inaudible rizo en el borde del mar que toma contacto con la tierra. El establecimiento —algo humilde para un Yatch Club— está formado por una barra ovalada, varias mesas en torno a una piscina con forma de riñón y un techo cónico de uralita transparente, cuya utilidad se demuestra ahora mismo, evitando que estemos a merced de la lluvia.
Hay una docena de pesqueros nocturnos, con poderosos reflectores apuntando hacia abajo, a escasa distancia de la playa. El hotel se aprovisionará de sus capturas, imagino, y pido por eso el pescado más fresco y excellent , animado por la perspectiva de acceder a una pieza casi palpitante, perfumada por el yodo salino. Lo quiero a la parrilla, con alguna salsa aparte, para poder separar sin velos cualquier espina. Sin embargo, recibo una pieza arqueológica, carbonizada por fuera y cruda hasta la frialdad por dentro, congelada y descongelada en tantas ocasiones como corresponde a un dorado de diez kilos cuando la clientela resulta escasa.
La lluvia percute sobre la uralita transparente del techo, las maletas duermen sin ser abiertas en la habitación, y el trabajo desde mañana será buscar otro acomodo. Temo que la hierba de Bangkok invoque mal rollo, con patéticos arrepentimientos, y recurro al infalible rohipnol. Hasta caer en brazos de Morfeo ojeo los Principios de economía política de Menger. Pero el libro es apasionante y me tiene en vela varias horas, demasiadas para no llegar tarde al desayuno.
21/8
Envuelta en vahos húmedos, la mañana no trae alivio. Gente fea o triste —francesa fundamentalmente— está sentada en torno al bar de la playa, con algunos niños escuálidos u obesos entrando y saliendo sin parar de la piscina. Decido catar las tibias aguas marinas, pálidamente pardas, y los pies descubren una extensión ilimitada de piedras resbaladizas a causa del limo. Reservas espartanas sugieren nadar al estilo mariposa hasta donde llegue el aliento, que es muy poco. Ya en la arena, hago incluso un conato de viriles flexiones, que preparen para los desafíos futuros. Aún alicaído, pero duchado, voy a la carretera en busca de taxi y topo con un chamizo donde venden cerveza mucho más barata que en el hotel. Bernie, un suizo alemán que me pareció de mis años (simple delirio, pues tiene quince menos), se lamentaba allí por la discriminación.
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