MARCO GARCÍA FALCÓN (Lima, 1970). Es docente universitario y autor del libro de cuentos París personal (2002). Ha publicado las novelas El cielo de Capri (2007), Un olvidado asombro (2014), Esta casa vacía (2017) y La luz inesperada (2018). Es también coautor del manual de escritura expresiva La imaginación escrita (2016).
En 2018, Esta casa vacía lo hizo merecedor del Premio Nacional de Literatura, en la categoría Novela.
© Marco García Falcón, 2018
© Grupo Editorial Peisa s.a.c., 2018
Jr. Emilio Althaus 460, of. 202, Lince
editor@peisa.com.pe
Diseño de carátula:
Renzo Rabanal Pérez-Roca / Peisa
Diagramación: Peisa
Primera edición, 2017; primera reimpr., agosto de 2018
ISBN edición impresa: 978-612-305-107-5
ISBN edición digital: 978-612-305-155-6
Registro de Proyecto Editorial N.º 31501311700706
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º 2018-12730
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Para Nicolás
Ars
Escribo
Porque
Me gusta el
Silencio
Si no, gritaría.
LIZARDO CRUZADO
El escritor es una persona que
tiene esperanza en el mundo;
la gente sin esperanza
no escribe.
JOYCE CAROL OATES
PRIMERA PARTE
Cuando Tadeo nació, era de madrugada y yo estaba en mi casa, tratando de dormir un poco, porque la dilatación estaba demorando demasiado y el médico me había sugerido descansar. Pensaba entonces en mi hijo, pero también en qué flores le iba a llevar a Micaela cuando amaneciera. Un timbrazo en la oscuridad me sacó de esa duermevela inquieta. Tadeo ya había llegado al mundo, pero algo había pasado. Cuando lo vi, estaba en Cuidados Intensivos, los ojitos cerrados, amoratado, cubierto de cables y agujas y respirando a duras penas a través de una máquina. Uno de sus pulmones no se había desarrollado bien y había que operarlo de inmediato. «Uno de cada diez», me dijo el médico, «se salva en estos casos».
Aniquilado, sin otra alternativa, firmé la autorización. Y yo, que desde siempre he sido una persona vieja, un alma vieja, salí de aquella sala llena de tensión e incertidumbre con cuarenta, cincuenta años más. Yo mismo tuve que darle la noticia a Micaela (al bebé solo se lo habían mostrado un instante para proceder a auxiliarlo) y no sé qué fuerza misteriosa, qué segunda naturaleza me permitió mantenerme en pie en aquellos momentos de irrealidad.
Tadeo resistió. Y lo que vino después es algo que quizá no todos puedan comprender. Cada avance, cada progreso que para otro niño es natural e impensado, para él ha significado un esfuerzo, un desafío y una victoria que celebramos con una algarabía silenciosa. La asistencia profesional puede llegar a ser cara y yo por eso nunca, en el tiempo que estuvimos juntos, rehuí ningún trabajo, ni siquiera aquellos que, me decían mis amigos, ya no eran para mí.
A veces, en medio de mis jornadas interminables, pensaba que me iba a morir, que me desintegraría en mil pedazos mientras me movía, pero no sé por qué tenía la certeza de que mi cuerpo era tan solo una cáscara sin importancia y que me sobreviviría una energía impetuosa, un fantasma de humo que rompería todas las barreras del aire y cumpliría con todo lo que había que cumplir.
Muy tarde, a las nueve o diez de la noche, lo que quedaba de mí llegaba a casa y entonces Tadeo –mi Tadeo– me recibía con un abrazo y con regalos que se ponía a hacer apenas me veía: dibujos de sus juguetes favoritos o libros inventados envueltos en papel bond pegados con cinta scotch y dedicados para mí. Yo casi no tenía energías para jugar y, sin embargo, un nuevo aliento me sobrevenía y me acercaba diciéndole –sin decírsela en verdad– esa frase de aquella otra niña especial que también se inventaba mundos y que tanto me gustaba leer en la universidad:
«Te ofrezco lo mejor que hay en mí, que eres tú».
Eran tiempos difíciles, terribles, en los que la esperanza se iba diluyendo con las horas y había que sacarla a flote cada mañana para poder continuar. Pero, ahora, es peor: Tadeo ya no está, Micaela ya no está y yo solo soy un desesperado fantasma que habita un departamento medio vacío que no le pertenece.
¿Puede haber algo más doloroso que luchar por que el último bote no se hunda y darse cuenta, de pronto, de que este ha desaparecido? ¿Que estamos solos en la oscuridad?
Siempre pienso en mi hijo. Cuando escribo su nombre o pronuncio en silencio sus cinco letras es como si lo estuviera viendo. Uno de los hábitos que más extraño de la época en que todavía éramos una familia, es ir los dos solos al mercado de Surquillo. Allí encontrábamos los alimentos orgánicos que eran los que mejor le venían. En el carro él me hablaba de las cosas del mundo que le interesaban y yo de las mías: era un intercambio provechoso. Pero había también una conexión sin palabras. Un día, mientras salíamos del estacionamiento, lo descubrí esforzándose en abrirse la casaca que con mucho esmero le había cerrado su mamá: quería llevarla exactamente como yo. Y dos domingos después, antes de salir, me preguntó, como si fuera una cuestión de estado, qué cosa me pondría: si zapatillas o zapatos. Ambos nos calzamos zapatos. Cada vez nos sincronizábamos más y a la semana siguiente, en nuestra competencia por ver quién se cambiaba primero, me pilló a medio vestir. «¿Qué es eso?», me miró sorprendido. «Unos boxers», le dije viéndole esa carita que ponía cuando aprendía algo que no se olvidaría. Salió disparado donde su mamá a preguntarle si había boxers para niños y ella le contestó que no había visto y que si había, tal vez no tendrían dibujos ni diseños para niños. Tadeo se quedó en silencio, a lo mejor derrotado o desencantado porque había llegado a un punto donde no podía ceder, pero al rato se oyó su voz firme y clara. «No importa», dijo.
Esta no es la primera vez que me propongo escribir un libro. Mi primera (y única) publicación la hice cuando tenía veinticinco años, esto es, hace diecisiete. Un conjunto de cuentos que compuse muy lentamente, poniendo lo mejor de mí, y que por allí algunas personas recuerdan.
Y es que un libro es como una botella arrojada al mar: algunos la cogen y algo les dice; otros la ven y la dejan pasar; y hay quienes no están en situación para su encuentro. Y una vez que partió, con seguridad vendrán otros. Acaso lo más importante de escribir sea eso: un mar que rebulle, que se abre silencioso ante nosotros y que nos llama, un horizonte al que uno quiere llegar dando brazadas en la oscuridad, ofreciendo todo lo que se tiene, movido por el miedo y una fe misteriosa, porque la promesa de seguir adelante no se alimenta de lo ya conocido sino de lo incierto, de lo que no tiene nombre y de lo que no está.
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