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Cruzo por Royal Plaza después de cenar, donde todos los martes una muchedumbre venera la estatua en bronce del rey Chulalongkorn o Rama V, a quien ofrecen rosas, incienso, velas y botellas de whisky (más frecuentemente bourbon que escocés). Primer rey thai en visitar Europa, importó de nosotros e impuso con su ejemplo sillas y cubiertos de mesa, así como el pelo largo en la mujer. Bastó que se lo sugiriera a su concubina favorita, pues desde el periodo Ayuthaya era regla llevarlo muy corto. Siguiendo orientaciones de su padre Mongkut, este monarca encantador hizo lo contrario que Augusto y subsiguientes emperadores romanos: tras nacer divino (primogénito real) optó por hartarse de decir que era un mero hombre, satisfecho de vivir como tal. Entre sus fotos destaca un retrato donde viste como un parisino de clase media en la Exposición Universal. Allí vemos una frente muy despejada, ojos de profundidad serena, una nariz insólitamente enérgica para el estándar thai y el óvalo agraciado de su pueblo. El rostro compendia apostura, dignidad y e inteligencia.
No es extraño que algunos biznietos de sus súbditos —los hoy empresarios y profesionales— le hayan improvisado este altar en Bangkok, que prolongan efigies suyas en tantos hogares. El nuevo culto empezó tras el golpe de Estado de 1991, viendo la clase media instruida que ni los abades budistas ni el monarca se oponían enérgicamente al nuevo pucherazo militar. Venerar a Chula, como aquí le llaman familiarmente, es una manera de recordar a gorilas y dinosaurios sus logros de estadista, y a todos los demás hasta qué punto cabe hacer reformas benéficas. No menos simpático me cae que haya tantas ofrendas de whisky en su santuario. Las habría también de otras sustancias psicoactivas, si no mediara una inquisición farmacológica.
En 1874, cuando acababa de cumplir la mayoría de edad, Chula abolió la esclavitud en todo su territorio, adelantándose no sólo a toda Asia sino a las colonias de Cuba y Brasil, donde la abolición se hizo esperar hasta 1886 y 1888 respectivamente. Las deudas de juego eran el principal origen de esclavos en Tailandia —por autoventa del deudor, y mucho más a menudo por venta de sus hijos—, y cuando Chula emancipó a estos infelices quiso abolir también todos los lugares de juego, una medida bastante menos popular si se considera que indochinos y chinos son reconocidamente las gentes más afectas del planeta a actividades de apuesta. 2Los chinos tienen hasta un dios antropomórfico del asunto, lógicamente vestido con harapos. Si no me equivoco, esa normativa sobre casas de juego no afectó a la posibilidad de jugar en privado, pero además de vulnerar derechos adquiridos se opuso a costumbres muy arraigadas, y puede compararse (en ambición y reveses) con el experimento moral representado por la Ley Seca norteamericana. En 1940, cuando el monarca llevaba muerto tres décadas y sus descendientes proseguían con tesón la política que él inició, se calcula que un tercio de la renta percibida por pequeños propietarios agrícolas y colonos paga deudas de juego; lo mismo sucede a grandes rasgos en China y el Sureste. Esta pasión por el riesgo privado quizás compense la falta de pasión por el riesgo político, en cuya virtud la inmensa mayoría de estas poblaciones se conforma con el estatuto del súbdito.
Pero Chula hizo más que abolir la esclavitud formal, pues dicha institución deriva en última instancia de sacralizar autoridades fácticas. Hubiese sido incongruente emancipar a esclavos y esclavas sin abolir un sistema de satrapías que en Tailandia se remontaba al siglo XIII, con la dinastía Sukhothai, 3y el joven monarca sustituyó a esos autócratas regionales por una administración a la europea, donde en vez de comprometerse a levar tropas y cobrar tributos —como buenamente quisieran— los gobernadores cedieron poderes a delegaciones de educación, agricultura, comercio, industria, guerra o interior, áreas convertidas en ministerios. Chula se aseguró de que su hijo y heredero Vajiravudh (Rama VI) estudiara una carrera en Europa, y si de él hubiese dependido los thai serían hoy como los singaporeños, tanto más amantes de sus tradiciones no despóticas como volcados sobre la construcción de una sociedad abierta. No basta querer para lograr, sin embargo, y sus herederos han tenido dificultades, a veces insuperables, para ser modernos y al tiempo clásicos. Me da la sensación de que este estadista gigantesco se adelantó a su hora, y que su proyecto de reforma quedará en proyecto mientras los propios thai no desarrollen más movilidad social. Menos cuna, quiero decir, y más merecimiento en la elección personal de destino
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El gentil saludo budista —juntando las manos delante del pecho e inclinando un poco la cabeza— precede a todo contacto verbal, y los thai pasan por ser maestros en refinamientos. Escaseando el don hospitalario, Tailandia se enorgullece de gastronomía, textiles, piedras preciosas y parajes naturales, si bien 'su fuerte podría estar en el protocolo. El último rey del periodo Ayuthaya, por ejemplo, un general que había conseguido expulsar a los invasores birmanos en 1769, tuvo la desdichada ocurrencia de considerarse feliz o iluminado ( buda ), cuando es dogma del budismo sureño o teravada que semejante cosa no cabe antes de morir, con lo cual fue depuesto y ejecutado sin demora. Pero la ejecución resultó exquisitamente protocolaria: metido en un saco de terciopelo del color adecuado a su rango, se le mató a palos allí dentro, evitando que una sola gota de sangre real tocase el suelo. El rey Mongkut, primero en abrirse a Occidente y padre de Chulalongkorn, fue también el primero en «mostrar la egregia faz» a su pueblo. Antes sólo podían verla (sin hacerse reos de sacrilegio y subsiguiente ejecución) los nobles de su entorno. Tuvo la amabilidad adicional de suprimir la postración genuflexa para quienes departiesen con él. Tras importar sofás, y desterrar la pompa del rey sagrado, la finura diplomática se convirtió en confort para los embajadores, obligados antes a tener las posaderas sobre el suelo, arrodillarse para decir algo y no mirar nunca a su interlocutor.
Mongkut fue también el primero en hacerse fotografiar, cuando rondaría los setenta años, y cuenta el fotógrafo John Thompson que el jefe de protocolo le hizo serias advertencias previas, pues rozar siquiera al monarca o su vestimenta le acarrearía morir allí mismo. Sobrecogido, Thompson decidió tirar las fotos a distancia, sin aproximarse para retocar detalles ni correr el riesgo de que un tropiezo le acercase demasiado al Intangible. Pero Mongkut —que primero había aparecido con un sayal de impoluta seda blanca, y luego prefirió inmortalizarse vestido de guerrero— le dijo que omitiese ceremonias. Con un inglés que había aprendido leyendo a Shakespeare y Milton, añadió:
—Haga lo preciso para asegurar la excelencia de su retrato.
Cuentan también que se interesó por las entrañas del proceso (negativo, emulsiones de revelado, lente). Siempre le fascinaron los inventos occidentales.
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Esta sociedad donde todo el mundo parece licenciado en diplomática es también uno de los países donde más difícil resulta mantenerse monógamo. Y quizás el milenario auge de la compraventa sexual contribuye a explicar un desparpajo contenido, con rostros y cuerpos dotados de cierta dimensión angélica, Los varones son aún más delicados de rasgos que las mujeres. Ellas, como las vírgenes de Lippi o Botticelli, tienen labios muy llenos, grandes ojos rasgados y un óvalo elegante, a lo cual añaden la expresiva pupila negra y una piel de color canela oscuro, ajena al vello. Al revés que en África o Europa, los rasgos sexuales secundarios se insinúan más que explayarse, y ni ellos tienden a lo hercúleo ni ellas a las curvas, sino a una generalizada contención de formas, con talle escurrido, senos y nalgas pequeñas. Basta mirar desde los cristales de un café, mientras las personas pasan por la calle, para ver que se trata de un pueblo básicamente hermoso. Si hacemos lo mismo en Delhi toparemos con montañas de fealdad, como en Manchuria o Corea. Gracias quizás al mestizaje, la población indochina parece bastante más guapa que la india y la china.
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