Antonio Escohotado - Sesenta semanas en el trópico

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Pero seguir amando, más cada día, es lo único que consuela Hay trece horas de avión por delante, desde el ascua de luz parisina que vamos dejando atrás hasta los paisajes ignorados de Tailandia. Llevo el corazón muy maltrecho. Hace medio año me separé de una mujer a quien había prometido no dejar nunca. Antes de confesarle que hice un hijo con otra huyo a la cara opuesta del mundo, para no asistir al dolor causado por la confesión en mi antigua casa, un dolor que me resulta insufrible, desmedido, monstruoso. Tengo razones para romper ese matrimonio, desde luego, pero nada cambiará que podía haberme sacrificado y no lo hice. Es algo que repite el ánimo cada mañana cuando despierto, percibiendo el atardecer avanzado de la vida como una navegación diametralmente distinta de la previa. Siempre recorrí el filo de la navaja, guardado por una alegría estoica que repartía suerte en los peores percances. La propia estima quedó enganchada al dar el último salto, y ahora toca seguir con pasiones que gobiernan mezquinamente, como el metabolismo.

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Ajeno a ambos extremos, prolifera por estas tierras un estilo en buena medida paleto —oriundo del sur norteamericano—, que a los europeos e iberoamericanos no les vende hoy ni medio CD. El cartesiano apuntará como motivo la embajada norteamericana, un sólido edificio situado en el centro de Bangkok que fue construyéndose mientras crecía la guerra de Vietnam. Pero seguir a los Estados Unidos en gustos le pasa a casi todo el mundo, especialmente cuando somos adolescentes. Le debo a mi santa madre el primer giradiscos o picú; y le debo a Bangkok que los discos de aquel picú hayan resucitado, gracias a un trío que interpreta divinamente el estilo campero de los yanquis. Esa música dulce, pausada y casi siempre ñoña, impermeable a modas, tiene la virtud de otros tantos géneros sin pretensiones: más o menos inspirada, cada canción apoya su letra mediante una melodía precisa, reforzando la nitidez del conjunto con silencios más o menos prolongados. Sin velos coreográficos, practica un orden de intervención y pausa que el rock fue olvidando progresivamente, hasta dar con sus huesos en la cárcel del barullo.

10/8

Thai significa «libre», un adjetivo que no tienen ni los chinos ni los indios. Para un chino, pobre o rico, lo equivalente sería «firme y correcto»; para un indio, quizás «compasivo» o «sereno». Según las guías, para el indochino —y en particular para el tailandés— ser libre es sinónimo de dignidad y contento. Obligados a luchar contra birmanos y jemeres de Camboya, los thai se sienten más orgullosos de haber sabido torear las ambiciones expansionistas de esos vecinos que de haberles derrotado en campos de batalla. Por otra parte, «libre» designa —como en Grecia y Roma— a la persona que nunca fue esclava o que obtuvo en su día una carta de manumisión. Otra cosa es el culto a la libertad como valor político supremo, tan característico de sociedades avanzadas.

Eso sugieren los primeros datos sobre temperamento nacional, tomados de algunas guías voluminosas y del excelente Bangkok Post , un periódico con escasa tirada (en torno a 50.000 ejemplares) que recibe el papel gratis del gobierno. Albergo dudas sobre la existencia de temperamentos nacionales, pero acabo de llegar y debería parecerme lo más posible a una esponja. Paso los días sentado en la mesa de un café u otro, viendo pasar a la gente, tragando polución y comiendo los picantes alimentos que ofrecen, mientras apuro la History of Freedom de Acton. Su primera página contiene ya un pensamiento memorable:

Siempre fue realmente reducido el número de los auténticos amantes de la libertad; por eso, para triunfar, frecuentemente hubieron de aliarse con personas que perseguían objetivos bien distintos de los que ellos propugnaban. Tales asociaciones, siempre peligrosas, a veces han resultado fatales para la causa de la libertad, pues brindaron a sus enemigos argumentos abrumadores.

Semejante tipo de alianza pudiera estarse produciendo ahora en Tailandia, y no tanto porque el liberalismo pacte con gorilas autoritarios como porque tiene algo de mero barniz, aplicado sobre una sustancia que le es radicalmente ajena. En el proceso de mímesis —que venera objetos y gestos occidentales— nada les importa menos a pobres y ricos que aquello esencial para el liberalismo. Acton lo define con soltura en una de sus cartas: «Ninguna clase es apta para el gobierno. La ley de la libertad tiende a abolir el reinado de las razas sobre las razas, de las creencias sobre las creencias o de las clases sobre las clases.» Este concreto programa político podría tener aquí pocos adherentes.

El televisor de la habitación, ininteligible por lo que respecta al idioma, es otra fuente caudalosa de información. Con un tamaño muy parecido al de España, y casi el doble de habitantes, Tailandia tiene 18 canales de alcance general, tres de ellos dedicados las veinticuatro horas del día a enseñanza, gracias a profesores que llenan pizarras sin parar con ecuaciones, caligrafía y gramática. El resto de la programación se asemeja notablemente a la nuestra: informativos donde ante todo vemos al equipo gubernamental, variados culebrones, algunos documentales y continuas películas rodadas en Hong Kong, muy truculentas. Una severa censura corta cualquier desnudo o procacidad, y cuando la escena es larga —como en Instinto básico — desdibuja la pantalla en el sitio donde aparecen senos y nalgas, o cubre esas vergüenzas con un disco opaco. Alta tecnología al servicio de fines pretecnológicos.

Mientras el totalitarismo de derechas o de izquierdas aún conservaba visos de viabilidad y justicia, allá por los años sesenta, la opinión pública soportó de mala gana la masacre de vietnamitas apoyada sobre superfortalezas volantes B-52, que partían de bases tailandesas. «Estudiantes e intelectuales» —titulares de toda protesta en aquellos tiempos— entregaron vidas y haciendas por la causa de echar al ejército norteamericano de Siam. Pero los generales no soltaron su presa, y en esta ocasión —como en otras dieciocho del presente siglo— volvieron a protagonizar golpes de Estado, casi siempre incruentos, hasta acabar inventando un partido de sospechoso nombre (el NPCP o Partido Nacional para la Conservación de la Paz) que se reservó hasta hace poco la mayoría en el Senado del país. La esperanza actual es el TRT (Thai Rak Thai, rak significa «amar») del magnate Thaksin, una formación de corte nacionalista —para variar—, que promete abolir la pobreza y no seguir pidiendo préstamos ni moratorias al FMI. Como una de las características del discurso político local es el estilo indirecto, algunos leen en ese programa que —cruelmente agraviada por las acusaciones de corrupción e inmovilismo económico— Tailandia ha decidido no pagar los próximos vencimientos de su crédito. Eso no cambiará que sea —por orden de importancia— el séptimo deudor del Banco Mundial.

Es estimulante que todavía no haya un partido político llamado Españoles Aman Españoles, aunque el País Vasco lo tenga a punto de caramelo.

11/8

No es fácil estudiar historia de Tailandia, y las dos guías que manejo ofrecen una versión algo distinta de la que evoca el CD de la Encyclopaedia Britannica. Según las primeras, en este país el reformismo democrático viene del rey Mongkut o Rama IV (1851-1868), de la dinastía Chakri, un hombre muy notable que pasó tres décadas como monje, aprendió entretanto varias lenguas, diseñó una interesante reforma de la regla hinayana (todavía muy minoritaria) y tuvo tiempo para reinar como un ilustrado, haciendo casi cien hijos con docenas de esposas y concubinas. Le correspondió un periodo de revoluciones sin guillotina, como la Meiji japonesa o La Gloriosa en España.

La herencia de Mongkut se sostiene sobre monarcas educados por europeos o en Europa, y llega hasta el actual Bhumibol el Grande o Rama IX, un hombre de setenta y tantos años, entre cuyas iniciativas está una gran red de piscifactorías. Siam, llamado Tailandia desde 1939, fue —con Birmania— la fortaleza más tolerante y próspera de su zona hasta que el intento de sustituir al monarca absoluto por un rey constitucional disparó disputas crónicas entre realistas (militares) y demócratas (empresarios), por ahora resueltas con un reparto desigual de poderes. Mediadores entre ellos, los Chakri simbolizan una tradición que empezó aboliendo la esclavitud y la corvea o tributo de trabajo, y que acabó estableciendo elecciones generales, escolarización obligatoria, salario mínimo y otros logros occidentales, aunque la mayoría de estas instituciones se mantenga en el plano del buen propósito, sin impregnar la realidad de todo el territorio.

La Britannica añade algunos detalles de color, como que en los años treinta el país experimentó una fiebre imitadora del fascismo italiano, culminada poco después con la larga dictadura autárquica del oficial de artillería Phibun Songkhram, cuya férula abarca en realidad desde 1932 hasta 1995, pues si bien cedió el testigo —a otro autócrata del estamento militar en 1957, que se lo cedió más tarde a otro, y éste a otro—, el primer gobierno propiamente democrático llega en 1993, y es sustituido (según dicen, gracias a un tremendo fraude electoral) por el partido Nueva Aspiración del general Chavalit Yongchayudh en 1995. Otro detalle omitido por las guías es que Tailandia declaró la guerra a los aliados, se alineó resueltamente con Japón e incluso invadió Laos y Camboya al amparo de esa alianza.

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