Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy
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Desplumó a la gallina con agua hervida, chamuscola en la llama de unos papeles sucios. La destripó y despresó, lavando la carne mustia y blanca en un balde de agua limpia. Sentó la olla al fuego.
Estaba hirviendo la olla rumorosa, cuando regresó ella de pedir en el vecindario algunas papitas, zanahorias, unos dientes de ajo, y puñadito de arroz y sal. Armó la comida. Al destapar el milagro de su olla, un agradable tufillo de cazuela de ave inundaba el rincón de su vivienda, la envolvía entera. Se dejó caer en el pasto a contemplar la cordillera lejana. El ajado rostro iluminado, Herminia deseaba, vivamente, el arribo del atardecer.
–«Las tinieblas nacen de la propia tierra, de las cavernas, de los huecos de las piedras, de las tumbas sonoras de los muertos, cuando el sol se desangra. Las sombras en bruma se revuelven y levantan de los pastales, del agua, desde su lecho a los pies de las montañas, junto a los árboles, aposentadas en el corazón del hombre» –acaso pensaba en su silencio Herminia, la esposa, en el camino, esperando a su marido. Nunca fue más conmovedor el pregón de Celso al penetrar en el callejón del Salto. Se cogió del brazo de su hombre y los dos desharrapados, subhumanos, se llegaron a su rincón, donde un tufillo de cazuela de ave ponía la nota de abundancia de los campos chilenos, les evocaba los buenos tiempos en que mantenían una casa llena de un todo, antes que Celso perdiera su taller de gasfitería y rodaran en la miseria.
–¡Ya venís de medio día pa bajo! ¿Traís algunos cobrecitos pa vino, pa pan? ¡La comida ta lista!
Celso abrió unos ojos asustados. No se atrevió a preguntar qué comida era ésa que estaba lista. La realidad, había tomado los traguitos de siempre. ¿Qué tenía de particular? ¿Acaso no era él un borracho, un desgraciado? Plata, sí traía, unas chauchas. A su mujer le pasaba algo. Pero él sintió también desperezarse en su alma un sentimiento adormecido, de otros tiempos. Se sintió alegre. Por lo demás, había aprendido, sin saber cómo, a vivir lo que brotara en él. Eso era todo.
Celso olía, olía, se hubiera comido su propia nariz. Salió corriendo en busca de vino. ¡Carajo, la vida había que gozarla! ¡De esta no hay otra! Recordó que apenas contaba con ochenta centavos y que no tenía nada que despilfarrar.
–¡Bah, empeño las herramientas, el cautín!
Los carretoneros pasaron arreando sus bestias al talaje. Como siempre cambiaron algunas groserías con la pareja.
–¿De dónde habrán sacao la gallina?
–¡Pa mí que se la han robao! –comentaban los carretoneros, de regreso a sus covachas.
Marido y mujer comían en la misma olla, con la mano.
–La presa de ave y la mujer hay que cogerlas con la mano –exclamaba Celso, alborozados sus ojos azules. Recordó Celso que con aquella frase daba confianza a sus invitados, cuando él era dueño de casa. ¡Qué sabrosos los tutos, la rabadilla, las alas, la pechuga!
–Toma, pa ti, Celso, la presa de la reina. Roían morosamente los huesos. Una cazuela, no es mentira, es verdad. Una cazuela de gallina, auténtica.
–¡Salud, Herminia! ¡De esta vida no hay otra!
–jSalud, Celso! –chocaban sus tarros de duraznos, a media vela ya
los esposos.
Herminia cogió del basural una mata de hoja, y rasgueándola como a una guitarra, la pareja rompió a cantar cuecas, tonadas, canciones.
Detrás de los cerros, asomó una luna grande como un sauce. Había un extraño silencio detenido en las piedras, la montaña, los árboles, las aguas, el vuelo musgoso y blanco de las lechuzas.
Un borracho se murió
y dejó en su testamento
que lo entierren en la viña para chupar el sarmiento.
Celso, con su voz de bajo, desabrida, una bolsa de vino, respondía a su mujer:
¡Qué borracho tan diablo,
tan bebedor,
le sonaba la guata
como un tambor!
Cantaron hasta muy entrada la noche. La noche muy alta, el callejón del Salto, río de luna, alargaba sus voces.
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El fogón cerró sus párpados de ceniza.
* *
El sol había salido ya. Tiritaban las piedras, el agua, los árboles. Lentamente las sombras se habían echado al pasto, a las cuevas, a los pies de las montañas, dormían en el fondo del agua.
Los carretoneros regresaban con sus caballos a uncirlos al trabajo diario.
A esa hora, la pareja roncaba envuelta en sus sacos. Detuvieron sus cabalgaduras. Algo anormal había sucedido. Celso, hincado ante el cuerpo de su mujer, permanecía inmóvil, los ojos fijos. Los cabellos de Herminia pegados de cieno, todos sus harapos estilando agua sucia. Avanzaron hacia el hombre. Celso miraba, concentrado todo su espíritu, a su mujer muerta, a quien había sacado ahogada del cequión. Examinó a los carretoneros con mirada de sonámbulo. Cubrió los flácidos pechos de su mujer. Hurgó los harapos, tocó los cabellos, el corpiño. Cogió algo diminuto con fino cuidado, lo puso en la palma de su mano tiznada.
–¡Muerto!–dijo, y lo sopló. Miró a los carretoneros, la cara tirante, y rompió a reír a carcajadas, apretándose los ijares, presa de la más extraña agitación.
–¡Se ahogaron todos! ¡Se ahogaron todos! –y huyó al camino.
–¡Vengan a ver –gritaba, abocinando los labios– la miseria, la miseria, ya se ahogaron todos, todos! –corría desalentado a la ciudad.
–¡Se ahogaron, sí! –dijo a un desconocido casi derribándolo. –¡La verdad, la verdad! –gemía. Extenuado, cayó contra las piedras de la vereda, rompiéndose la cara. Requerido por el bastón de carabinero, rodeado de curiosos, abrió unos ojos extraviados, habló sollozando, mordiéndose las manos, y fue lo único que dijo:
–¡Dios mío, l’Herminia se ha vengao! ¡Se ahogaron todos los piojos!
V
Horacio compró todo el cesto de choros. Rogó a la vieja que se los guisase conforme a su oración. Bebía copiosamente.
La Chenda requirió el arpa; sus dedos picoteaban las cuerdas, como gaviotas pescando en el hervidero de plata de las olas.
–Canta La Perdiz, niña. Yo, la burra adelante, y el rey Humberto te ayudaremos –aquella canción la había aprendido la vieja en su rincón de campo natal. ¡Que de recuerdos sabrosos le traía! Ella se la había enseñado a la Chenda, reclamándola de la graciosa muchacha cada vez que empinaba el codo de la alegría.
–Siempre cuesta empezar, niña. Después se va una como por pendiente, y paga sus gustitos, Chenda. No todo es gozar.
La Chenda arrancó los más preciosos sones al arpa. Enseguida, empezó la tonada, olorosa a campo chileno. Voz velada, ardiente:
Una perdiz hizo nido,
a orillas de un pajonal,
por hacerlo tan arriba
perdió su marido.
Y respondió la voz cascada, de bruja, de la vieja Pistolas:
Por hey andará,
por hey andará,
viendo a sus amigas.
Terció la voz profunda y magnífica del rey Humberto:
No me hable
que vengo muy mojao,
hey pegao un trompezón
y me hay embarrao.
Enojada, celosa, lo reprendió la Chenda; contrapunteándose con el rey:
Eso decís, mal agradecío,
que con mi trabajo
te tengo vestío.
Y el rey, con el puño en alto, acercándose airado a la arpista:
Calla, Perdiz, atrevía,
te doy un chopazo
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