Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Narrativa completa. Juan Godoy: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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Apestante humareda de cigarros. Olor de suelo mojado y barrido. Los labios salivosos de las copas.

Los espíritus de los galleros habían creado, por sobre sus cabezas, fundiéndose, un alma colectiva. Y hablaba cada cual con la intimidad de un yo con su alma. Embriagándose de palabras.

Abelardo contaba la historia de su gallina.

–«Vaya pues. Compré unos huevitos para cría bruta. De esa parvada salió la gallina. Era negra, delgada, parecía fina. Como me estuviera picoteando la hortaliza, la eché en el gallinero de las inglesas.

«–¿Qué tienen las gallinas, que arman tanto alboroto? –me preguntó la mujer. Curioso, fui a ver lo que pasaba: la gallina negra tenía a seis gallinas aturdidas en el suelo, y estaba moliendo a la última que le quedaba. Me interesó la gallina. La eché a pelear con otras, y con gallos de su peso a cacho forrado. Ninguno le aguantaba mucho. Sería de cruza con faisán. O de pato, hijo de gallina.

«En aquel tiempo yo era joven, tendría veinte años. Le llevé la gallina a don Santos de la Cristala, que tenía reñidero en la calle Ñuble».

Los galleros se quedaron silenciosos. Un hombre mediano y gordo, de tez morena y bruñida, descendió en medio de ellos y, sentado como un buda hindú, quedose, en medio, contemplándoles.

«Entonces se peleaba al peso y porte. Se amarraban los gallos al cerco del ruedo. Había que ser ducho pa sacar ventaja. Si no se atrevía uno levantaba su gallo y cedía el lugar a otro gallero. Eso era todo.

«Le gustó la gallina a El.

«Esta gallina no te la llevas –me dijo–. Puedes llevarte, sí, esa castellana con estacas, con sus doce pollos.

«Fui muchas veces por mi gallina. Siempre me traía algún pollo; pero nunca la gallina.

«El ganó muchas peleas con mi negra. Gallinas o gallos con cacho forrado, era igual. Pero no había caso de crías. La negra no se entregaba a ningún gallo.

«Muchos galleros estaban envidiosos de mi gallina. Una noche se metieron en el gallinero de don Santos, y echaron en una java a mi gallina negra, a un pollón muy rico que tenía El y a un gallo probado. Don Santos les habría quitado la vida a esos miserables. Todas las mañanas El iba, apenas levantado, a ver a la negra. Esa vez la encontró que le faltaba un ojo, el oído, la mitad de la cara a la negra. Una pata quebrada. El gallo probado estaba tendido en la tierra, cegado, sin quijada. Entre la gallina y el gallo mataron al pollón.

«Ustedes. recordarán lo hábil que era él para operar a las aves.

«Le cortó la pata a mi gallina. Y le puso una muleta. Así pudo entregarse la negra.

«Vaya, pues. Hermano de la negra era mi gallito que Uds. me conocieron, que era de 3-15. También era fino. Se crió huachito. Yo no le quise cortar la cresta ni las mollejas, ni la golilla. Lo llamaba yo a mi gallo y extendía mi brazo izquierdo. El gallito trepaba a mi brazo como un lorito, y cantaba. Pero un día ¿No me lo ojiaron? Se murió de mal de ojo».

Irresistiblemente Trincado soltó la carcajada. Rieron también Monardes y Matías. Aprovechando la coyuntura, el sargento Ovalle salió al patio a orinar; escalofrío del humo gira en el cuarto. Cerrada la puerta sin ruido. Bruscamente se aislaron los galleros en discordancias, y discutían.

Matías acariciaba en sus rodillas la rubia morbidez de la guitarra. Su estremecimiento se acalló en notas, vino a hacerse música. Hoja helada y delgada penetró en las almas con un silencio de muerte. Se sintieron los gritos de Mercedes, la pobre mujer, a quien pegaba el sargento Ovalle, por haber bebido vino.

De pronto saltó la puerta con marco y todo, y apareció, en medio de las tablas, entre las astillas rotas, la cabeza del sargento.

–¡Un trago, un trago! –bramó riendo a carcajadas. Los galleros, espantados, no atinaron a complacerle. Sacó el sargento su cabeza de entre las maderas, bebió, y un deseo irresistible de pegarles a todos lo invadió entero. Quiso cerrar las puertas para que ninguno se le escapara. En este mismo momento, un cansancio mortal lo desplomó sobre una silla. Miró a todos, atontado, y se quedó profundamente dormido. Todo quedó silencioso. En la calle, los galleros oirían siempre su ronquido enorme.

Olmo, olmo, olmo

I

Edmundo no supo cómo se halló tendido en la cama, boca arriba, los ojos abiertos, oprimidos y denegridos por los piececitos humosos de las negras sombras de su cuarto. Quedaba tras de él vacío de silencio, de vida. El dormía allí. No reconstituía nada. Un miedo absurdo le invadía entero como si navegara su yo por ignorados abismos. Prendió luz. Era su cama justamente. En el estante se le ofrecían sus libros. En el techo, las vigas de su cuarto tocadas de hollín. ¿Y si no fuera él? Porque en circunstancias extrañas y macolladas espigas posibles retornaría su ser reminiscente. ¿Cuál de sus yos en los mundos infinitos? Si alguien entrara en su pieza en este instante, como al espejo donde se miraba para rasurarse, le incrustaría su imagen sobre la tierra. Y le dirían: «Edmundo, ¿cómo te va?». Y él miraría a los lados, buscando, y dentro de sí mismo. Tenía ganas de que lo llamaran por su nombre. Se reiría, sujetando en las sábanas el chorro de su risa.

Sombra blanda, sedosa, en ángulo de tinieblas –fósforo verdoso de los ojos–, desenvaina la garra retráctil, rasca las tablas del piso. Sin tierra ni ceniza ni hojas para tapar sus huellas, lento, metódico, rasca. «Decididamente los gatos y los chinos pertenecen a una civilización muy antigua… ¡Oh, que no se me olvide esta intuición maravillosa del sueño y su licor! Los gatos como los chinos pertenecen a una civilización muy antigua. La luna se adelgaza en sus gargantas. ¡Ved su música!».

Rasca la garra retráctil, tapando sus huellas.

Abrió ojos desmesurados. Mana de vaca negra, de las ubres de las sombras, como si le mordieran un pezón al misterio, claridad lechosa, donde posa su pie el mundo de las imágenes. Rostro de mujer, gris perla, muslo derramado. Grupa de ola, bañando de carne falo espolón de roca. La imagen la sostiene él, y la expulsa como en un juego. Pero una se le queda fija y le oprime y opaca su ojo abierto y desnudo, como si la luna se cayera de pronto muerta en la pupila del cielo. Tiene miedo y se estremece y grita. Su voz es su voz. Le dañan las objetivaciones. Las objetivaciones quieren un altar. Imponen ellas y son tiranas. Se nutren del que las crió. A expensas de él. Agostándolo.

Despertó cansado, dolorido. «Todo me es igual». Era él simplemente un mediocre desquiciado. Pero ¿la comprensión no supera a la realidad? ¡Ah, si él no se hubiese planteado a sí mismo como problema! ¡Ahora no había para él sitio sobre la tierra. A veces, rebalsado de goces cenestésicos, descubría en sí mismo algo muy bello y profundo que criaba él dentro de su alma! «¡Vivid en peligro!». Esta frase dicha por un atormentado le quitó la firmeza sobre la tierra. Creyó ver en esas palabras un amor inmenso para la vida, para la tierra, para el cieno semillero. Y anduvo como un niño; pero no era él un niño. Pendía de la tierra que lo sustentaba con lo religioso. Y le había dejado de pronto sólo. Y se llenó de angustia. Tenía ya un alma de suicida.

Un hombre no puede ser un héroe amputándose; no es el héroe algo individual sino colectivo con un hombre fundamento. Aquí estaba el error del gringo Nietzsche. El héroe huye del arco tenso de sangre disparado por el alma colectiva; por ello deshumanizado, deificado. El error fue confundir al niño pagano, animador de la tierra, con el adolescente religioso, que ya no puede ser niño y que depende de la tierra porque tiene un Dios.

Se aburrió de tales problemas.

La red de sus pensamientos había cazado varios mosquitos. Dio un manotazo en el aire. Lo disipó todo.

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