Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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El sargento Ovalle salió borracho del reñidero.

–¡Déjame besar tus pensamientos! –dijo, y besó en la frente al futre Matías. Besó una copa azulosa de plata bocona.

Matías llevaba el volante en sus manos delgadas y finas. Pálidas. Los árboles bostezaban esparrancándose en las sombras, y escuchaban la voz mellada y filuda del sargento Ovalle:

Todos me dicen no seas leso;

búscate novia y te casas ya,

y a mí estas cosas me dan vergüenza

por una corta genialidad.

En los cajones venían los gallos muertos. Deshechos. Los picos espesos de coágulos.

El bruto picoteaba la alfombra persa. Cantó con extraña alegría. Y escarbaba.

Trincado y Monardes, el futre Matías, Augusto y Abelardo, iban todos a casa del sargento. Se comerían al gallo bruto, y también los gallos muertos. Nadie pensó enterrarlos si vivían en su historia. El sargento había pasado noches en vela cuando el Condorito, pollón aún, estuvo enfermo de muerte. Ahora se lo comería simplemente. Vivía en su alma. Era en él.

–¡Ah, todos somos desgraciados, Matías, porque venimos de vientre de mujer. Los huachos que no conocen madre, como no saben de dónde salieron, entran en todas partes, sí, Matías!

Para el sargento sería un huacho especialmente don Juan.

El pavimento escurre río de luces.

Vistosos, luminosos, como peces pintados, guiñan los anuncios al viandante, en la ciudad silenciosa, conventual. Graniza; rutila el arbolado denso sobre los cauces. En el fondo de una tumba se divierten los hombres con sus entrañas. Los rieles retuercen sus piececitos azules y fríos. Rojizas las sombras de los parques, chamuscadas de besos, de sexos, de bocas. En el cerro Blanco, hay rebaño de cabritas. En el Oriente, gruta de carne derrama su piel musgosa y blanca.

* *

–¡Menche, hija, me rompí el alma! –gimió el sargento caído de bruces en el vano de la puerta.

Amarillaba de luz el cuarto. Luz de lámpara.

En el brasero hervían ollas limpias, saltadas, azules. Wanda se tejía una bufanda verde de seda partida; caería en cascadas sobre su pecho. Gaviotas pescando en el mar. Eulogio repasaba su música. Y Mercedes, la mujer del sargento Ovalle, menuda, bonita, ajada, cruza la habitación despavorida, con ágiles piernas bajo el vestido suelto, rameado.

–¡Pedro! –exclama temblando.

–¡Ay, hija, me rompí el alma!

Mercedes y el futre Matías ayudaron a ponerse de pie al sargento. El sargento gira sus ojos en las órbitas. Mira a su mujer y al futre Matías. Matías ríe con su diente de oro tenebroso.

Entran los galleros con sus cajones cuajados de estrellas y sus cajones de mimbre. Sacan los gallos muertos y los arrojan sobre la mesa de la cocina. Ovalle coge su gallo bruto, describiendo con él un arco de fuego en el aire.

–Para mí, bisteques de la molleja y de la cresta. Venga también para mí la morita de la sangre.

Abrió su cortaplumas y le entregó el gallo a Abelardo, quien le cruzó las alas, y maniató las patas, de las espuelas. Eulogio trajo un azafate con un puñadito de sal. La hoja de acero brillaba lamida de luz helada y delgada. El sargento cogió de la cabeza al gallo. Apartó las plumas de la golilla, y comenzó a degollarlo pausadamente. Chorro de sangre espesa y caliente caía en el esmalte blanco y frío del azafate. El corazón del gallo palpitaba con violencia. Abelardo quiso sentir, su mano puesta en el pecho del gallo, como escapaba la vida; pero tuvo miedo, no lo quiso sentir. Ahora goteaba concho de sangre negra. El gallo se agitó apenas. Luego quedó lacio y sin vida. El ano suelto ensució de excrementos al gallero flaquito.

Con cuidado extremo Ovalle cortó la cabeza del gallo, le arrancó el buche y dejó limpio el cuero del cogote, para llenarlo de sangre. Para su morita.

Augusto fue por un chuico de vino.

* *

–¡Menche, esposa mía! –acariciaba el sargento a su mujer, llevándola a sus rodillas–, tócame la guitarra, cántame aquella canción con que me anudaste a tu pie, como a un esclavo.

Mercedes se estremeció; sabía lo que le esperaba. Ovalle se había casado con ella para taparle su falta. Wanda era sólo hijastra del sargento. Y ahora la muchacha estaba grande y linda. Eulogio sí que era hijo suyo. El sargento Ovalle amaba a Mercedes, y era cruel en sus celos, celos imposibles. No estaba colmada la apetencia de aquel hombre. Y aquella mujer le engañaba siempre en su pasado. Y la odiaba a ella horriblemente. Se pensaba humillado él, un hombre fuerte.

Sentados en rueda los galleros bebían y charlaban. Mercedes templaba la guitarra española, sin adornos, de caja amarilla, de limón. Su rasgueo era pausado, armónico. Las voces de los hombres se apagaron.

Mercedes tenía una voz ronquita y bella, acariciante.

–Guarda esta flor, Metiche, y piensa que es mi vida. Esa es la canción –apuntó el sargento

Ella cantaba:

¿Que no te puedo amar?

eso es mentira;

sólo tu imagen ocupa mi memoria.

Yo sin tu amor no quiero ni la gloria;

quiero la muerte si te pierdo a ti.

Una araña de copas de vino –poto colorado-– movió las patas viscosas hacia la mujer. Ella no bebía. Se negaba con firmeza a beber. El sargento la miró sañudo:

–¡Bebe! –le dijo con voz áspera–. Te lo mando –ella humedeció sus labios en la copa que el sargento le tendía. Miró a los ojos a su marido. Y salió de la pieza disparada y nerviosa, hacia la cocina donde Wanda y Eulogio pelaban los gallos con agua hirviendo. Enrojecidos, llorosos, los ojos azules. Húmeda la boca roja y carnuda. Sus cabellos rubios, de miel recién cortada, trenzados en alta moña.

–Estoy alegre, mis amigos, estoy alegre. En posesión de todas mis fuerzas. Bebamos –el sargento contaba cómo salía con Valdebenito, un compañero de armas, arrastrando el sable, por la cañada de Maule abajo, y cómo dejaba a los pacos azules de taco en las acequias.

«–El huaso Moraga sí que era hombre. Zarco, rojizo, de grandes manazas. Amansador de caballos en el regimiento, aturdía a una mula de una bofetada.

«–Guarde, mi sargento, que yo lo mato, me decía el hombronazo, y rifamos la primera guantada. Ganó el zarco.

«–¡Aguántese, mi sargento!, me dijo, con su voz lenta. Era reposado como los hombres de gran fuerza; ño Caliche le decían al huaso. Pescaba a un hombre de los muslos, le daba una vuelta en el aire, y lo dejaba después colgando de cualquier litre.

«Lo esperé. Vi venir la bofetada que me pasó por la oreja derecha y arrancó una ventana de la cuadra, con marco y todo. Me agarré de sus hombros; me empiné, y cuatro horas más tarde despertó Moraga en la enfermería, medio aturdido aún de mi cabezazo.

«–¿Qué hubo? –le decía la tropa–. ¡No se enoje, mi cabo, que llamo a mi sargento Ovalle!».

Los galleros rieron a carcajadas. ¡Vaya con la historia del sargento!

–Salud, entonces, pues –exclamó Abelardo. Reía dudoso el vino en las copas.

El sargento trepó las escaleras a la siga de Wanda. En el dormitorio la cogió. Llevola de una mano a un rincón del cuarto.

–Mira –le dijo golpeando con el pie la tabla del guardapolvo–, eso que está ahí es tuyo. A ti te quiero yo no más. Eulogio será un canalla como yo –y estrujaba en sus manos los pechos duros de la muchacha. Wanda lanzó un gemido y bajó la escala, despeinada, tiritándole el corazón como un pájaro herido. Crujieron las escaleras. Atrás venía el sargento. Un vacío inmenso desolaba su alma. Se bebió dos copas al seco, y sus ojos se quebraron de lágrimas.

–Los hombres que lloramos muy pronto somos todos unos canallas –dijo Ovalle, dejándose caer en una silla, la cabeza hundida sobre el pecho. Augusto lo miró fijamente, y sin decir palabra se salió de la casa y penetró en la noche. Su frente bañose de un frescor de plata que venía de las estrellas. Croaban las ranas en las acequias dormidas bajo la yerba. Un chuncho goteaba su canto en la poza fría del cielo.

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