Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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Matías ocultaba entre sus manos una cara tenebrosa. Y el sargento Ovalle, con los brazos cruzados sobre el pecho, afirmado en la caseta del juez, manejaba, en su mente, los movimientos de su gallo. Habría que cansar al contrincante y contragolpearlo, aprovechando la caída de sus tiros sin fuerzas por la carrera. Y, luego…

Los gallos peleaban de frente. Las cabezas carmíneas, teñidas de sangre. El giro atacaba violento, metiendo los cachos hasta las mismas patas. Le deshacía el cuerpo a su adversario que le cruzaba el pescuezo. El Condorito se le escabullía habilidoso; su cabeza pelada, como de buitre, la ocultaba debajo de las alas flojas del giro.

Rojita el Guatero fumaba su puro, fija la mirada en el jadeo de la riña. Su bocanada azulosa precipitábase hacia un chorro de sol que inundaba de costado el kiosco, con hervores de plata, yedreciendo.

Los picos trabajaban pertinaces. Los movimientos eran ahora más pausados y exactos. La descarga nerviosa escurría libre por cauces perfectos. Trabajábalo el giro al Condorito, empujándolo con su pecho audaz y duro. Se aferró a un desgarrón de pellejo y plumas sangrantes. Golpeó al Condorito sin largar. Le zurcía el cuerpo a puñaladas.

–¡Lo torció el giro! –gritó el futre Matías, enrojeciendo hasta los cabellos.

El Condorito se fue de lado, torciéndose, la pierna rígida; en tanto, el giro buscaba rematarlo.

El sargento Ovalle dejó caer la cabezota sobre el pecho, su cara estragada y surcada de pliegues agrios. Sus pensamientos tensos sostenían al gallo en la caída.

Con los revuelos, advirtiose una terrible puñalada en el muslo de Condorito. La sangre le encharcaba todo el costado, goteando por las plumas de las alas. Empezó a correr. Lo traicionaba su propio estilo de pelea.

–¡Cien pesos secos al giro! –gritó uno del ruedo, envalentonándose.

–¡Pago! –exclamó Abelardo, con desprecio. Algunos galleros lo envolvían en irónica sonrisa. Abelardo se concentró en la pelea. Tomó aquella postura como un gesto de rabia ante la impotencia, como si diera una bofetada en los morros a aquel canalla vendido. El Condorito estaba deshecho. Su respiración era penosa. Una degollada afiló el silbido de su respiración. Se ahogaba con su propia sangre.

El cansancio apuntalaba el cuerpo de los paladines. Augusto se bebió de un trago un vaso de chicha.

Después de cuarenta minutos de lucha, raleaban los tiros, asegurando botes de muerte.

Rebotaban los picos en las rugosas cabezas.

El Condorito cogió una picada y metió las aceradas espuelas en el oído del giro que irguió el cuello, picoteando el aire como si cazara un mosquito invisible, el cráneo deforme como vaciado y acribillado de dolores. Batíase siempre. Moriría batiéndose. Cegado, buscaba con el tacto a su adversario. Batiríase en tanto quedara un gallo de pelea sobre la tierra y más allá de la muerte.

El Condorito mordió otra vez.

De pronto se rehízo el giro. Tomó una picada, y clavó sus puñales en un delirio de rabia.

Atravesado de los ojos, como una pelota hirviente de plumas, picos y garras, el Condorito cayó desde lo alto, azotando el cuello en la arena como un gusano loco. La cabeza triturada era un grifo de sangre.

* *

El sargento Ovalle recogió una masa de plumas sanguinolentas, de patas rígidas. El cuello del gallo colgaba lacio, el pico entreabierto. Apretaba el sargento contra su pecho esa masa de plumas blanduchas, viscosas, y saliose del ruedo desencajado, los hombros caídos, fijos los ojos en su gallo destrozado y ensangrentado. Ni oyó la campanilla del juez. Sus camaradas lo miraban alejarse. Todos ellos habían perdido su dinero con el Condorito. Los gallos de los yanquis eran invencibles. Sucedía lo que en todas las ruedas. Una larga y angosta guirnalda de triunfo para los gringos. Sonó la campanilla del juez. Se batía ahora el Lenguaraz, el gallo de don Amaranto. Todo sería igual. Lo mismo con el de Trincado. Y un deseo incontenible de venganza recaló en su pecho. Salió al camino.

Se hinchaban de dinero los canallas. Perdió también el Lenguaraz. El de Trincado y el de Monardes. Los galleros bebían aturdidos. ¡Ah, si siquiera ganara un solo gallo!

De pronto, enmudeció atónito el reñidero. El sargento Ovalle volvía, hecho otro hombre, con el más espantoso gallo del país. Se había encontrado a sí mismo, sin zozobra. Lo adquirió de manos de un huaso que venía por el camino a la sazón. A cualquier precio. Le quedaban sólo algunos pesos, su comida del mes y la de su familia. Consiguió algunos préstamos de galleros que ayudaron su designio, y soltó el gallo en la arena.

–¡Seis libras y seiscientos pesos! –gritó desafiante.

El gallo bruto cayó de media costilla, a pasitos cortos, rijosos. La cresta enorme, de largas mollejas flotantes; las patas escamosas, con calzones de plumas; las estacas como astas de buey embotadas. Era de un rojo de llamas. El gallo hizo la rueda a quizás qué gallina de sus sueños. Levantó una nube de polvo. El ala al borde de la pata; las patas agarradas a la tierra. Se oliscaba olor de macho de la región. Alguien creyó oír como un tañer de cuecas y tintineo viril de rodajas triunfadoras. Las mollejas flameaban pañuelos encendidos.

En el alma del sargento, la ironía grotesca de la venganza, bañábase de un cálido amor de la tierra que despertaba el gallo en el corazón de los galleros chilenos, recogidos de silencio. Después hacían bromas sobre el gallo.

–Y d’ey –habló Trincado–, déjenlo no más. Es un gusto. El sargento quiere perder su plata.

Los galleros rubios ríen y ríen, y no se les cae la pavesa a sus cigarrillos. Ellos complacen al sargento, ¿por qué no? El sargento bromea, ¿eh? Ellos quieren agradar. Complacen a todo el mundo; pero... ¿sabe? ¡Bah, al fin y al cabo y como siempre, nos llevaremos el dinero!

Los galleros alargan sus cuellos, viendo de picarse. La encendida gorguera del bruto, de largas plumas erizadas, de un rubio rojizo y retostado, ocultaba el pescuezo, volteado como un látigo. Las mollejas eran barbas de coral, zarcillos de gitano o revuelo de vistoso poncho.

El cenizo de los gringos lo miraba clavado en su sitio, alargado el cuello bobo.

–¡Quinientos pesos al gallo bruto! –gritó Abelardo, soltando la carcajada.

–¡Cincuenta pesos secos! –exclamó el futre Matías estremecido.

Pero el gallo de pelea se quedó con el cuello alargado y los ojos fijos en el gallo bruto.

–¡Se chupó!

¡¡¡Se chupó!!! –gritaron los galleros. Y arremete un remolino de patas, picos, alas, plumas. El gallo de pelea, el de los rubios galleros impasibles, salió huyendo del redondel, cloqueando, cloqueando: «cao, cao, cao».

–Ido el gallo cenizo, señores –dijo el juez calmosamente.

El sargento recogió su gallo, heridor hirviente de músculos, con vivo ademán. Lo cogió del velludo pecho, llevándolo a su cuerpo, peinando el brillo de fuego de sus plumas.

–Los gallos brutos son como los huasos: tienen la arremetida no más. ¿No lo sabrían los gringos? –soltó el sargento un chorro de risa quisquillosa–.

No se le escapó a este roto.

Encaróse a los yanquis:

–¡Místeres, también los gallos andan viendo visiones! ¡Mozo, empanadas y chicha para todos! ¡Yo pago! ¡Salud!

Tiró a lo alto su sombrero de anchas alas, hacia el cielo libre.

II

Hogueras de musgo seco erizaban su fuego en las crestas de los cerros cercanos. La pata de la espesa sombra, escamosa de estrellas, blandía la luna, espuela de azulosa plata.

A la hora de la fresca, el viento arrancó el cabello al sol, dejándolo calvo y mondo, buscando a un hombre dentro de sí mismo, tiritando. El horizonte irguió más tarde, rojiza frontera de rescoldo. Escupió la pajita de su ojo, y quedó limpio el cielo, llenándose de un rebaño de tinieblas ramoneando.

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