Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Narrativa completa. Juan Godoy: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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En el cuarto, Luz Dina seguía rallando sus choclos; leche seca escamaba sus brazos morenos. Matías contemplaba de nuevo los muros desconchados y las vigas grumosas de hollín.

–¿Sabe, Augusto, que estamos escupiendo cortito? –dijo Trincado. Los galleros rieron cogidos en su sed. Se bebieron al seco el estribo de las manos morenas de Luz Dina.

El futre Matías requirió el automóvil. Con el zumbido del motor se asustaron los gallos. Echó a andar el vehículo sobre el polvo y los hoyos de la calle. Un gallo cantó en la avenida Chile. «El Condorito» –se dijo Luz Dina, en la puerta, secándose las manos con el delantal. Santa Laura. El Guanaco. Nubarrón de polvo ocultó el cacharro. Sol vidrioso en los ganchos de los árboles y los cogollos. Independencia. San Diego. Para la Gran Avenida. Camino de San Bernardo. Lo Ovalle. Paradero 23. Castaños de rostro untoso. Eucaliptus llenos de la luna de los tísicos. Manzanillones para jugar al amor. Y maravillas del diablo. Allá, en medio, luce el redondel sus banderolas de fiesta, entre los cebollinos.

Todo ello lo sabían las mujeres de los galleros. Y eran crueles en la ausencia de sus hombres. Y temblaban del vientre, por el hambre de los críos. ¡Ah, los gallos a quienes sacrificaban sus hijos los galleros! ¡Maldita pasión!

–¡Te morirás y me he de comer todos tus gallos! –exclamaba en el colmo de la desesperación Mercedes, la mujer del sargento Ovalle. Muertos sus hombres, las mujeres de todos los galleros esperaban comerse los gallos.

–¿Por qué para hacerlo suyo al hombre es preciso que lo desangren?

–exclamaba Augusto el gallero. Veía Augusto en los gallos un símbolo que las habría humillado. Viejas, ensalzarían las beatas el cuello grueso del cura y la cara recién afeitada, tinta de ladrillo fundido.

* *

Paradero 23. El kiosco del reñidero entre los cebollinos. Castaños de untoso rostro. Eucaliptus llenos de luna de los tísicos. Agua rugosa de peñascos. Los pastales y el matorral, las viñas y las vegas, precipitan su verdor a esta agua mustia, peinada de totorales y cola de zorro, en los torrentes espumosos del sauce llorón. Banderolas de la estrella solitaria. Y de estrellas como espigas del granero del mundo.

Las riñas habían empezado.

–Nos tocó el lado del sol –pensaron nuestros galleros. Bajo las galerías yacían caponeras rebosando cacareos y gorjeos. Y las espadas llameantes de los cantos. El reñidero rojo hervía de gente en sus anillos abiertos hacia lo alto. Bocina al cielo de la hornaza. Caían las apuestas de grada en grada. En el ruedo, batíanse gallos menudos, dándose encontrones en el paño rojo del circo. Bebían los galleros, en grandes vasos, chicha cruda. Los yanquis no bebían pero fumaban impasibles. Brotaba el sudor en el rostro de todos. Media hora de pelea y los gallos no se ganaban.

–¡Voy cincuenta pesos a que no se ganan!

–¡Cuarenta al colorao!

El juez, en su caseta, seguía la pelea calmosamente. Relucía su calva socrática. En su faz arada y cetrina arremansábanse todos los vicios que su razón ha vencido. En su cara de viejo macho cabrío. Moriría de pie y conversando. Y sacrificaría un gallo a Esculapio. A su diestra, colgaba la balanza, y con la siniestra mano, cogía un reloj piramidal con péndulo de bronce. Nada le inquietaba. No bebía en su puesto. Ni fumaba. Y no se crea: ni tenía los humores equilibrados.

Se detuvieron los gallos acezando con áspero ronquido de sangre, apuntalando sus cuerpos en el enemigo pecho. Se aprestaban a embestirse; pero el tic-tac del péndulo de bronce los distrajo: uno, dos, tres, cuatro, diez segundos. A los treinta segundos sería tabla la pelea. Pero el malherido buscó a su adversario y le dio un encontronazo, precipitando su propia ruina. Cogiolo el colorado, hirviendo de rabia, y lo clavó en estertores de muerte.

Gruesos fajos de billetes pasaban de mano en mano. Lentamente los perdedores iban a los puestos de sus rivales a entregarles el dinero de las posturas. Nunca vale más la palabra de los hombres. Se hizo el silencio. Cuchicheo de los galleros previno la llegada de Rojita el Guatero, hombre gordo y moreno. De rapado bigote. Y ojos celestes, ribeteados del rojo de piure de los párpados. Ahora sí que subirían las apuestas.

–¿Y el puro?

–Ha de ser grandazo ahora.

Rojita el Guatero miró a los hombres desde lo alto de su fama. Y quitaba sin prisa el papel de seda a un puro gigantesco.

–Tendremos peleas hasta las diez de la noche –dijo un gallero–. Rojita trae un puro largo –lo encenderá con la primera postura. Por de pronto pidió un «ginger ale» con limón al mozo. «Estoy abutagado» –dijo.

–Tengo un gallito de cuatro-doce –gritó el sargento Ovalle, desafiando a los gringos, desde el medio de la rueda–. ¿Tienen, ustedes, místeres, algo semejante?

Yeas, my dear, sure. –y dijeron otras cuantas palabras a arcadas cómo si fueran a vomitar.

–¡Quinientos pesos!

¡Okey! ¡Yeas! –y la pelea quedó concertada.

Inscribieron los gallos en el Registro, después de pesados en la romana del juez.

«El Condorito». Gallo cenizopinto. Cuatro-doce.

«El Quentucky». Gallo girorrenegrido. Cuatro-doce.

«Apuesta: Quinientos pesos». Estampose también el nombre de los dueños.

Entretanto, los galleros discutían la calidad de los gallos. Algunos habían visto batirse en el norte al gallo de los gringos. El Condorito del sargento, gallo corredor, había cantado su triunfo varias veces en este mismo reñidero. De igual peso y porte. El cotejo sería, pues, rudo y sangriento. No había por cual decidirse. Habría que esperar los primeros palos.

Agudizose la atención de los hombres cuando los .gallos fueron puestos en guardia por los preparadores.

Sonó la campanilla.

El Condorito cayó bandeado, a pasitos cortos, libidinosos, prendida la pupila de cauterio en la cabeza verrugosa de su adversario.

Gladiador de raza, el girorrenegrido lo esperaba, picoteando las arenas sangrientas.

Súbitamente erizaron la recortada golilla, y alargaron sus cuellos, sacudidos de temblores.

Con vacilaciones de llama, aguzan su furor las cabezas temblequeantes. Subía y bajaba la guardia de los picos ávidos. Mirábanse fijamente. La pupila hostil, acerada de cortante brillo.

–¡Cien pesos secos al girorrenegrido!

-¡Pago!

–¡Cincuenta pesos al gallo giro!

-¡Pago!

–¡Quinientos pesos al gallo giro!

-¡Pago!

Rojita el Guatero pagaba todas esas posturas. Sin embargo, la plata siempre estaba al gallo de los yanquis.

En algunos tiros falsos, los gallos acortaron distancia. Trabáronse los picos en floreos cortos y rápidos, de cascoteo córneo. El primer tope sonó como patada de mula. En el aire tibio, unas plumas navegaban su trasvuelo.

Frescos aún los gallos. Sanos los muslos, la cabeza, el pescuezo.

En el buche del giro se extendía, como de aceite, una mancha de sangre que advirtió Matías.

–¡Topo a ochenta con el japonés!

–¡Pago! –dijo un secuaz de los gringos.

El Condorito arremetió con denuedo a su adversario, infligiéndole varias heridas, y empezó a correr en torno del ruedo. Tal era su estilo de pelea. Hilillo de sangre resbalaba por un muslo del giro que lo seguía agostándose, la pierna tiesa y prendida. Pero el puntazo no era profundo. El giro golpeaba de atrás con torpeza.

Sintiéndose cogido, el Condorito zafábase, tirando hacia abajo, torciendo el pescuezo. Las puñaladas cortaban el aire sin tocarlo.

La plata estaba ahora al japonés.

Los gringos seguían la contienda ensimismados. Sin gestos. Nada reflejaban sus rostros. Sus pupilas grises, eso sí, cogían los detalles como cámara de cineasta. Y apostaban grueso ahora que los galleros se cubrían.

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