Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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–Oye ¿hagamos opereta? ¿Quieres? (¿Por qué cuento yo esto?) –se preguntaba Augusto interiormente–. Yo no comprendía palabra de aquel juego–. Se había quemado. La Berta ni Edmundo tampoco comprendían mayor cosa; pero se empinaban en sus palabras como si de este modo se aconchara vislumbre, advirtieran en el fondo de sus propias conciencias el nacimiento de un brote potente y agrio.

–¡Hagamos, pues, opereta! –rogome un día Hertha y cogiome de la mano– tenía el gallero su hablar lascivo, la saliva ligosa, africaba las palabras.

«Ella era entonces una mocosita rubia, de ojos azules. Tenía la boca un poco grande.

–«Había una escalerica de palo de rosa. Trepamos por ella a un descanso de follaje, suspendido en dorados hilos de verdes arañas coruscantes, de patitas rojas en vientre de leche, abrazadas a los troncos de unos corpulentos manzanos. Hertha me hizo notar la diferencia que había entre una herida pequeña y rosada y un broncíneo gusanito; luego echose de espaldas. El cielo estaría hondo y su azul asaeteado de luces ¿verdad, Hertha? Sería una gran carcajada azul ¿verdad, Hertha? Ahora me gusta beber en copas azules, boconas... ¡qué fresco es un mate bocón! E insistía que yo, el pequeño Augusto, el nene Augusto, que tendría acaso cinco años, montara a caballito. Jugaba sin sospechar nada. Acaso ella tampoco. Bien pudo ser una de esas muchachitas que desde pequeñas tienen el cuerpecito infantil, los ojos y sobre todo la boca, preñados de presagios para los mayores.

«El encanto de aquel juego quedó deshecho por la brusca aparición de un hombre coloradote y esférico como un queso holandés, de pelo crespo y rubio como chicharrones recién sacados de la grasa. Me cogió a mí en vilo y dijo a Hertha unas palabras raras que no comprendí. Ya en la casa llegaron a mis oídos los gritos de la pequeña Wanda, de mi pequeña Wanda...».

Los ojos de Edmundo estaban brillantes con los sorbos de la chicha.

–De la pequeña Hertha, de tu pequeña Hertha, dirás.

–Imbécil…

–Sigue.

–Bien. Mi tía y Ramiro, un primo mío, me miraron, con sonrisa burlona en sus labios. Ramiro comentaba:

–¡Caracol, caracol, saca tu cachito al sol! Y te lo iban a prender con un alfilercito de gancho.

«Al llegar del trabajo mi tío Eduardo, tozudo de autoridad, quiso castigarme. Me empujó a la calle, cerró la puerta en el momento mismo en que venían arreando unas vacas. Augusto les tenía un miedo horrible a esos rumiantes. Hoy sabe que las vacas no son de temer… Me arrojé a los vidrios de la ventana y los quebré a manotazos. Me entraron a la casa, me pegaron y metieron en la cama.

«Yo no sabía discernir lo bueno o lo malo que había en el juego de la opereta. Pero supe que era maldad para los grandes que los chicos jugaran a ese juego. Mi perplejidad no buscó tampoco mayor solución; ni pedí que la dieran los otros».

–Oye ¿hagamos opereta? ¿Quieres? –exclamó Augusto, mirando rijosamente a la Berta. Asomado a sus ojos, se relame un sátiro en acecho; jadea bajo su mirada, oleaje denso de grupa henchida y salobre. –Yo no comprendía una palabra de aquel juego.

Acabando de un trago medio vaso de chicha, dejó caer la cara en la mesa pringosa y grasienta.

–¡Hagamos, pues, opereta! –y soltó los pesos fuertes de su carcajada. Palpole los muslos morenos a la moza y cogiola de un brazo para bailar. Una pulga le iba picando las espaldas.

–«Es un sensual –se decía Edmundo–, es egoísta y cruel. Ser egoísta es reducirse a la mínima cosa que es uno. Tenía dos caminos; éste, no; es el otro el que interesa: el que no ha vivido. Es largo y huesudo como su fracaso. Lo presintió él mismo, escondiéndose en el fondo de la casa cuando iban a comprarlo unos marineros holandeses.

–¿Quién es la madre del chico? –dijo uno de los marineros. Parecía una brasa entre los carbones de la familia; y pensaban hacer de él un hombre. Pero ya estaba apegado a la tierra. Es un sensual. Sin duda, no se merecía las buenas intenciones de los marineros holandeses».

Agarró de un brazo él, Edmundo, ahora, a la otra muchacha. Quería bailar, y soltó también los pesos fuertes de su carcajada. Dócil, la mujer se dejó llevar como una chicuela por su patrón. Estaba manchado de Augusto, y escupía la misma risa.

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Duros, largos, gordos, goterones de lluvia. Un olor de sexo exhalaba el cuerpo moreno de la tierra.

Riñas de gallos

I

Estrujaba sus senos como racimos de luz el alba arrebujada de montañas. Hila sus mieles rubias espumando en el estero y el maizal, en alamedas y nogueras, en el verde aceituna de los paltos, los castaños y el olivar, en naranjos de raíces bermejas, agarradas al corazón mismo de los muertos, y el pastizal donde cayeron todas las estrellas, en los labios morenos de los surcos. Las diucas picoteaban su rocío, y los zorzales, en las higueras, la gota de miel que guardan los higos maduros en su carne con papilas de sexo. Madura de intuiciones la tierra, ávida, ardiente, borracha, la baña de su semen el sol.

–¡Condoriito, Condoriiitooo! –grita el gallero. Su paso es castizo y corto, alzando los talones y la rodilla, despabilándose en los gérmenes vivificantes de la mañana. Un tiuque voraz cruza el espacio de cielo derramado, con alas húmedas de sol. Los gallos gimen en la gallera crueles nostalgias de vuelo al paso del ave rapaz. Avanzan con paso lento en sus jaulas. Tuercen las cabezas delgadas, vivos los ojos, de un lado a otro lado, como si escucharan el raudal espumoso del viento en la cauda del ave de surco, de afilado pico corvo. Picotean un poco de maíz de la merienda pasada, y estremecen la cuncuna multicolor de sus cuellos de recortada golilla. Escarban. Malatoas, giroscenizos, cenizospintos, colorados, castellanos, girosrenegridos. Se asustan. Baten potentes las alas. Cantan. Gorjean las agallas rojas tonos desgarrados. Beben agua.

El Condorito yanta su trigo candeal remojado, y bebe el agüita de este trigo de mucho fósforo. Se queda de pronto, tragando, ensimismado. Inmóvil. Se pilla estático, mira en torno, asustado, su mundo circundante. Lo reconoce. Y vuelve a pasear en la java. Es cenizopinto. Su dueño, el sargento Ovalle, lo pelearía aquella tarde.

Y el Sargento, aquel girorrenegrido –también de Ovalle–, aguza el pico en tronco de maitén y sigue a la gallina assel. Y la cubre. Ella se sacude, erizando sus plumas de un rucio malatoa, esponjada y fecunda.

Tres veces te lo pedí;

no me lo quisiste dar;

dame siquiera a probar

a ver qué tal lo tenís.

La carcajada del gallero riza el vivo cristal del aire. Augusto le hace castañuelas con los dedos al Condorito.

–¡Ah, canalla! Te repasaré las plumas.

Cogió al gallo como quien coge una joya. Le extendió las alas cenizaspintas. Alzole el ramillete tornasolado de la cola, y soplolo.

–¡Quinientos pesos al japonés! ¡Qué ricas patas!

Mojándose de saliva los dedos, enhebra la aguja, le recompone las alas al Condorito, que era el tiempo de la pelecha, de la caída de la pluma, a fines de la temporada de riñas.

–¡Bah, ganando el gallo, no le hace! –le correspondía al gallero la quinta parte del premio de los gallos que él presentara en la rueda; la décima, a la cancha.

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