Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy
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Aquella tarde justamente. Extraordinaria contienda para los galleros de Santiago y de la nación toda. Habían venido unos extranjeros, en gira a lo largo del país, con gallos de la mejor ascendencia: Warold grandotes, resistentes, fieros; espigados asiles, huesudos y nervudos, gallos salvajes de la India.
De todo el país, llegaron delegaciones, hombres con cajones de madera cuajados de estrellas, maletas de mimbre. Algunos traían hembras para renovar sus crías. Y gallos. De los Andes, de Talca, de San Bernardo. Gallos porteños. De todas partes. De todo peso, porte y color.
Augusto no había descuidado el método. Quince días distendiose el gallo, holgando. Lo picó luego a cacho forrado. Conocía él ya su estilo de pelea. Y pulioselo. En el torín enarenado de la quinta, lo trabajó sin descanso. Sin tregua. Quince, veinte, treinta minutos. Embravecido, crepitaba de fiereza el gallo en los toreos. Luego la revolada, el otro gallo en la cadera, levantándolo de la pechuga. Metía bien las patas. Firme la caída. Bien granado con trigo candeal.
Y el Lenguaraz, gallo de don Amaranto. Y el Chercán, el de Trincado. Y el Peuco, de Monardes.
Un día le llevó un gallo, Abelardo, gallero flaquito y chiquito. Callado.
–No le hace, don. Lléveselo –los gallos tenían que ser buenos.
–Me dejó frío, ¿sabe?
–¡Aaah! –y se fue Abelardo chasqueado.
Augusto era uno de los pocos galleros que habían hecho de los gallos su profesión. En verdad, los dulces los trabajaba su mujer. Sin embargo, mantenía como especial rito el darle el punto a los caldos.
Requirió su cajita de cachos. Algodón y colapís. Y un cortaplumas. Puso cacho nuevo. Bota de cabritilla. Abrazaderas para la firmeza. Todo estaba bien. Bañoles de aguardiente la cabeza, la carne roja y nervuda, bajo el abanico del ala extendida; los muslos machos, las patas escamosas de musulmana estaca. Les suavizaba las plumas, pasándoles la mano por el espinazo hasta la cola, como peinándolos. Desató un brillo de joyas. Todo iba bien.
* *
Augusto había almorzado ya. Probó el té. Estaba caliente. Lo revolvió con calma, derramando líquido turbio de la cuchara colmada. Bebió una última gota de vino y vació en la taza el resto del vaso. Probó el té. Lo tomó de un trago. Y encendió un «Intimidad» cabeceado. Sentíase muy satisfecho. Se arrebujó con el humo de su cigarro para dormir, balanceando el pie de su pierna montada. El movimiento fue cada vez más lento. Quedose inmóvil.
Luz Dina rallaba unos choclos cuya masa liuda, espesa y lechosa, de olor astringente, caía en un lebrillo de greda.
Despertó bruscamente el gallero. Un automóvil cansino se detuvo en seco junto a la puerta. Resopló el motor con todos sus caballos. La bocina rasgó la somnolencia del aire amorrado de sol brumoso. Luego el ruido seco de las puertas del coche, cerradas bruscamente. Triscar de pasos. Cruje el mimbre de las maletas galleras, y los cajones con estrellas roman sus aristas en los adobes y las piedras de la acera. Vocerío de los hombres, sus carcajadas. Les abrió Luz Dina.
–¡Eso no es más que una rica cazuela! –y reían del gallo de Abelardo.
Entran todos, uno por uno, gravemente, en la pieza del gallero. Se acercaba la hora. Jugadores, galleros. Aficionados al viril deporte. Deporte de iniciados. Extraño. De cárdenos goces inéditos. Deporte de los reyes. Una nube de polvo de la calleja entró por la puerta entornada, deflocando sus copos de plata.
–¡Cancha, cancha, mucha cancha! ¿Un goto de vin? –cerró Augusto la puerta de madera podrida. Cogió su damajuanita de doble y medio y sirvió vino en tazas, jarros, vasos. Bebieron todos. Chascaron sus lenguas el otoño. Se miraron a los ojos y en el pensamiento: buen blanquillo moscatel.
El sargento Ovalle se enjugó los labios con– la manga de su chaqueta. Pidió otro trago. Tiró su sombrero de anchas alas. Alto y obeso. Colorado. De doble papada. Vestía traje plomo de paño grueso y traposo. Se alisó los cabellos lacios y castaños de su cabezota redonda, rezumosa de sudor como porongo de greda mal curado. Dio recios golpes de contera en el suelo con su bastón de chonta con cacha de pierna de mujer en bronce caliente, furiosos sus ojos comidos de tracoma, verdosos y miopes, y dijo, dirigiéndose al futre Matías:
–¡On Mata, si habla Ud. lo reviento!
Todos miraron al futre Matías. Hombre muy delgado y muy alto, de gran cabeza y grandes ojos saltados. Partido al medio, su pelo negro le caía displicentemente a los lados y hacía muy blanca su tez cetrina. Constantemente se llevaba las manos a los puños de su camisa de seda cruda, acariciando el broche de oro de sus colleras, entrándose los puños en las mangas. Sus zapatos puntudos brillaban como espejos.
–¡Che, qué me va a reventar a mí, che! ¿Los huesos? ¡Ah, cuando me mande los huevos desde Buenos Aires el doctor Quiroga! –todos se consternaron. Aquel doctor era dueño de los últimos ejemplares de los famosos gallos «quebrahuesos». Con cacho forrado, le quebraban el esqueleto a su contrario de un solo palo. Saltaban los sesos hechos chicha.
–Acabaríamos con todas las ruedas –susurró Monardes.
–¡Nada de visiones, señores! ¡Aquí está la realidad! –gritó el sargento irritándose (Este hombre se irritaba cada vez que tomaba la palabra)–. Al Condorito, mi gallo, ponerle firme. Claro que no es el mejor gallo. ¡Ah, si hubiéramos preparado al Sargento! –y dirigiéndose al futre Matías–: Che, en boca cerrada no entran moscas.
–Sí, Matías, sí.
–Sí, on Mata.
–Sí, Matita, sí.
–Sí, señor Matías –Matías miraba los muros desconchados, el cielo de vigas grumosas de hollín, y enrojecía hasta los cabellos.
–Es mi debilidad, che. ¡Bah, no puedo! Se me sale sin querer.
Matías no apostaba jamás. Pero muchos, casi todos, ganaban a causa de él. Le gustaban las riñas de gallos por algo que había en sus propios instintos, y gozaba con los detalles que él sólo cogía. ¡Qué vista la suya! El menor rasguño lo captaba él. Seguía las vicisitudes de la contienda con tal precisión de los hechos que apuntaba al ganador mucho antes que obtuviera la victoria y su canto estentóreo se alzara como oriflama en el reñidero. Pero tenía alma de speaker.
–¡Lo torció el Peuco! –y en verdad, el otro gallo se torcía–. ¡Degollada del Paloma! ¡Lo cegó el Peuco! –y el gallo picoteaba lento en el aire como si cazara un mosquito–. ¡Ganó la pelea! –las apuestas oscilaban con el ritmo de sus palabras. Al salir de la rueda quedaba agotado como si saliera de guillatún, como una machi.
–En el Perú, México y Colombia, en los países del Norte usan navaja, señor Matías. ¿Qué piensa Ud. de eso? –le preguntó Abelardo, el gallero flaquito, chiquito, callado, quedándose silencioso como si otro hubiera hecho la pregunta.
–Nada de medias lunas, Abelardo; eso no es más que una echona para segar pasto, ¿me cree? –rubio alfanje moro afianzado a una pata de cada combatiente.
–¡Guarde, on Matías, que me ofende! –dijo Trincado, cogiendo la alusión, hombre moreno, mediano, agitando los pedruscos de sus puños; desaliñado como un tiuque de la tierra–. Mire que el corvo es pico de cóndor, se le mete a Ud., lo raja, lo destripa y le vacía el vientre. Le tiritan las carnes ¿no?
–¿Es que va el cura don Amaranto a la pelea? –preguntó Monardes a Augusto.
–Sí, va con el chófer, en su auto. Yo le llevaré el gallo, el Lenguaraz. ¡Claro que va de civil!
Entraron en la quinta. La gallera abrió su granada rebosante de gorjeos y cantos, bajo el emparrado y el torrente de frescura de un sauce llorón. Colorados, giroscenizos, castellanos, malatoas, cenizospintos, girosrenegridos. Imposible describir la suavidad y lo delicado en el gallero al coger su gallo entre sus manos curtidas o finas. Cojines blandos en el sentido de la pluma. Cosquilleo de la buchita de aire que adormece el nervio. La mano que lo peina y lo hunde en el cajón gallero o la caja de mimbre. El piso de alfombra persa.
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