Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Narrativa completa. Juan Godoy: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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–¡Eres mi mujer, eres mía! No sabía lo que tú eras. No te dejaré jamás. No lo sabía, créeme.

Titina sonreía, al amparo de aquel hombre. Y lo apretaba hacía sí con ojos velados de placer; un crujir del matorral le aguzó a ella el oído, y vio al huacho Arturo y al Bayo que venían. El uno traía su cuchillo y el otro una estaca.

–¡Mira, Ñico, vienen ésos! –y se arrimaba al cuerpo del mozo como una gata.

Ñico miró a la mujer. Ya no la deseaba. Podía dejar el campo a esos hombres. Acaso se pelearían allí mismo. Mas hubo en ella una mirada tan tierna hacia él. Era tan suya esa mujer que comprendió que estaría siempre ligado a ella.

Esperó con calma a sus rivales. El Bayo le gritó:

–¡Ah, le rompiste la cachá e mote! ¡Aguanta la palá! –y le descargó un terrible golpe sobre el hombro izquierdo, saltando el palo hecho astillas. Se trenzaron a golpes. Por la espalda, se aprestaba ganoso a apuñalearlo Arturo. Una pedrada de la Titina lo derribó por tierra. Se alzó furioso el huacho dispuesto a matarla. Ella se escabullía en torno de los combatientes; pero una terrible bofetada alcanzó al Bayo en la quijada, derribando a Arturo el Bayo en su caída. Ñico los cogió, a uno en cada mano, y les dio cabeza con cabeza. Los arrastró del cuello hasta el desagüe, y los arrojó en la parda corriente del agua.

Después, con la mujer en sus brazos, se alejó por entre los matorrales hacia el camino. Arturo y el Bayo manoteaban, fluctuando sus cuerpos en el agua cenagosa. Desde entonces, la Titina fue una mujer honrada. Reía como una niña.

Edmundo los esperaba en el camino. Ñico lo miró avergonzado.

–No lo sabía –dijo–. Ahora lo sé; es mi mujer –y se la llevó a su rancho.

Edmundo se sintió muy desgraciado.

IV

Se ofreció desarmado a Augusto. «Vive nuestra chilena y broquelada intimidad» –pensaba entonces Edmundo–, guarnecida por una cota de mallas fisiológicas, que absorbe, una esponja, la vibración espiritual del prójimo, a quien acepta o repudia sin mediar nada. La timidez oculta la vida espiritual de estos hombres, y viven con los demás, una vida de superficie, cruzados los aceros de la sátira, esgrimida por la intuición de sus personas, enrojeciendo y penetrándose. Les falta el sentido de la amistad, y se rodean de penumbra para mostrarse profundos, como si temieran ser descubiertos en su vacío de tumbas. Zahieren porque nada tienen, y se acercan a los hombres, recelosos de descubrir algo en ellos y con el inconfesado deseo de saberlos vacíos y mediocres. Si husmean fuerza nueva y desconocida en ti, te asesinan en sus menguadas almas. ¿Cómo podrán ser tus amigos aquellos para quienes serás su perpetua zozobra?

Augusto quería arrendar el departamento. La madre de Edmundo arrendaba un departamento en aquella época, y confió a su hijo el encargo de cerrar el contrato con el nuevo inquilino.

–Me quedo con él. Aquí hay veinticinco pesos de seña –asintió el gallero–. Cójalos Ud. –vestía un traje azul, lustroso, y llevaba una caja de madera con manilla de bronce. Su dinero eran pesos fuertes. Parecía dudoso que llevase encima mayor cantidad.

* *

Silbó Augusto echando el aire por entre los incisivos apretados, sonriente.

–Luz Dina, sirve el té.

Vendía calugas, manjares, guatones, dulces de nueces. Los mercados de su pequeña industria: almacenes de menestras, emporios, etc., tenían como dueños a italianos. Los bachichas lo llamaban Augusto Caprioli. «Es estúpido ser chileno en el comercio» –vociferaba–. «Además, no hago cuestión de razas; eso no me parece bien».

–Una vez lograda la unidad política y fraternal del mundo, es indispensable que cultiven los pueblos las fuerzas espirituales que les diferencian a unos de otros –(hubiese dejado aquella frase)–; pelear por la sangre o porque hemos nacido en terruños diferentes, es una tontería –vomitó Edmundo, ruborizado y ridículo para sí mismo. Siempre que expresaba algún pensamiento que estimaba seriamente, algo teórico, le sonaban sus palabras a retórica, a caja de resonancia, a pura oreja. Y aún cuando no estuvieran presentes sus compañeros, los buscaba de reojo, y éstos le obligaban a reírse de sí mismo.

–Yo aprovecho mi tipo extranjero, y he logrado la protección de los italianos –exclamó Augusto sarcásticamente–. Tengo mi historia de emigrante. Sin embargo, me dan la peor impresión esas gentes. Conozco a uno que se limpia la cara con escupos…

Después del té, fumaban silenciosamente, sumidos en sus propias reflexiones.

–¿Qué? –dijo el gallero–. Salgamos juntos. Puedes acompañarme si quieres, a ver a los clientes, y luego pasamos a servirnos una copita. Quiero beber unas copitas contigo.

–Una copa, sí.

Leve brisa tocaba el rostro con su ala de seda. Sol moribundo se ahogaba en su propia sangre y salpicaba el paisaje de mortecina luz. Los pardos castaños umbríos y los álamos sonoros y los nogales, sangraban de los rostros, y, atardecido, echándose sus sombras a la espalda, cogían el camino de regreso. A lo lejos, una carreta de tardos bueyes rechinaba por el sendero polvoriento. Les faltaban sólo dos clientes y se habían bebido ya dos cañitas de grueso vino tinto.

–¿Sabes, Augusto, por qué somos un pueblo triste? –dijo Edmundo–. Viene un inglés y nos dice: Uds. son un pueblo triste; viene un francés y nos dice: Uds. son un pueblo triste; viene un yanqui y nos dice: Uds. son un pueblo triste; vienen todos y nos dicen: Ustedes son un pueblo triste. ¡Y somos irremediablemente tristes hasta en la ironía de nuestros parques ingleses!... No se puede ser triste, Augusto, sin haber vivido antes una tragedia. ¿Cuál fue nuestra gran tragedia? ¿Depusimos las armas sin agonía, sin lucha? Los pueblos tristes son los pueblos de esclavos, el Quijote vencido que ya no quiere ser ni pastor. ¡Bien!...

–dijo golpeándole el hombro al dulcero– el roto ríe en las sombras… sin embargo, no tenemos consuelo. ¿Sabes tú lo que es tener alegría?

–¿Son ésas tus ideas?

–No. ¿Acaso es necesario que las ideas sean de alguien? Las mejores ideas son de la humanidad.

Al dulcero y preparador de gallos le hablaban de cosas que sabía desde antes, que llevaba en sus propios instintos. Le daba lo mismo que las dijese otro. Por otra parte, estaba satisfecho de su venta y, en consecuencia, tenía su opinión formada sobre Edmundo.

–No obstante –dijo– te impartiré una breve enseñanza: todo hispano-americano nace con una guitarra en su corazón. ¡Viva la guitarra anti-imperialista!

–Mis ojos, Augusto, son dos sudosas cucarachas reventadas. Con el alfiler largo con que sujetaba sus sombreros mi madre, he agujereado a una rata viva –exclamó Edmundo con gesto de gran agudeza mental.

–Yo he matado a un hombre –hubiera dicho el otro reposadamente; pero se limitó a decir–: El roto ríe en las sombras –y se calló.

* *

Estaban sentados a una mesa pringosa. Clavado a un álamo largo y angosto, aspa del viento y polvareda desangrando callejones criollos, había un letrero: «Quinta de Recreo las Delicias». Era un galpón espacioso, de vigas hollinadas y piso de tierra. Frente a la entrada, el mesón. En los anaqueles se alineaban botellas de cerveza como soldados alemanes. Grandes jarros de chicha cruda chispeaban sobre unos troncos su picardía criolla.

Canta un huaso en su rincón:

Chichita coloradita,

que ponís los pasos lentos:

a mí no me los ponís

porque te paso pa entro.

Con rojo crepitar de hogueras rotas, música de jazz giraba en la victrola. Una de las mujeres que servían a las mesas examinaba cuidadosamente las puntas de las agujas; la otra los atendía y estaba sentada al lado de Augusto. Acababa de humedecer sus labios grosezuelos en los bordes de su vaso.

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