Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy
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Una noche sintió que algo se desgarraba en él y que una ternura suave lo invadía todo. Amaba a los hombres; deseaba acercarse a ellos, no para humillarlos, mostrándoles su superioridad, sino para oírlos, para saber de ellos. Convenciose de que no valían nada.
Altanero, egoísta, esperaba la victoria para resarcirse, con las desgracias ajenas, de sus propias miserias. Sus ropas raídas, el cuello lleno de sebo, los codos zurcidos, era agresivo hasta en su pobreza. Parecía hacer ostentación de sus miserias. Pero tenía una preciosa voz que, sabía, gozaban las mujeres, por eso le disgustaban los coros, pero cuando cantaba con los demás, los apagaba con la potencia de su voz rústica y bella. Y se reía de ellos en sus gestos, en sus palabras, en lo sucio de su traje.
Su borrachera era trascendente. Hacía discursos solemnes. Ceñudo como un mar. Alzando y frunciendo las cejas. El índice estirado. A veces decía frases muy bellas, simulando no concederles importancia.
–¿Acaso cree Ud. en la eternidad de nuestros amores concretos? –le dijo Wanda con desdén.
–Sí, creo. Soy la eternidad de todos mis amores. ¡Qué lástima! No obstante... así... es. Nuestro espíritu cambia y nuestra alma crece ¿no? –hablaba como un fraile–. Sí, ellos están allí, viviendo la agonía de la muerte que esperan…. ¿Cómo amaría hoy, con el alma inmensa de esta tarde, lo que antes amé? Así soy yo, Wanda –y no estaba borracho. Quizá así era él.
Revelación de las sombras apenas mordidas por la llamita de la vela. ¡Luz Dina, aquella mujer! La imagen de su cuerpo de piel mate, dorado de los vinos otoñales. Sus muslos finos, cosquillados de trémolos, como los de una corza, le conducían, camino de musgo caliente, a lo irremediable, a la araña roja de su sexo, a la angustia de sí mismo. Sus profesiones de dulcero y preparador de gallos le disgustaban. Desde niño había sido hombre de mar y luego herrero de una maestranza. Su complexión robusta de antaño le hacía gozar la voluptuosidad del fierro al rojo que atacaba como a un trozo de carne asada, sangrienta de jugos. Hoy, aunque amaba la vida con grave temor de perderla, no estaba en buena relación con el mundo exterior, y el suelo vacilaba bajo sus pies.
Cantaba. Estaba alegre. La tarde bebe estremecida su voz potente y grave del cuenco de las hondonadas agrias de yerbas:
Si quieres que te quiera,
te has de zahumar en romero
para que salga el contagio
de tus amores primeros.
Luz Dina se quedaba absorta, oyendo la voz de su hombre, y sufría sin palabras.
–Somos de la costa. Y ¡vaya si no somos unos carneros costinos! ¡Huasos de mente estrecha, apegados a la tierra! ¡Mente de terrícolas! ¡Abierto y libre espíritu costeño! Nuestra mirada cabalga horizontes sobre los potros salobres de las olas. No pido perdón a Ud. por mis palabras.
–¡Vaya una voz preciosa! ¡Costinas son las mejores voces chilenas!
–exclamó la muchacha entusiasmada–. Acaso…
–¿Estudios? No. No. Canto para mí. Si pudiera bailar –pero no pudo bailar…
Se miraba en Wanda como dos anclitas de un húmedo brillante. Y ella temía a ese hombre. Observaba que los gestos, el modo de hablar de Edmundo, el estudiante, a quien amaba, eran otros que los suyos, eran los de él, de Augusto. Y le daba lástima de Edmundo, y en él se daba lástima Wanda, como si en su espíritu anidara ese hombre de gestos reposados, largo y huesudo, la herrumbre de su calma abandonada.
¿Cómo volverle a sí mismo a Edmundo? Aquello era incomprensible para la muchacha; mas por los resquicios de su fina sensibilidad la vida penetraba gota a gota.
–«No me gusta ese hombre» –le había dicho Wanda a Edmundo. Entonces, una polvareda luminosa se levantaba al fondo del camino.
–¿Qué tiene de particular? Es un buen muchacho. Las mujeres temen a los hombres recios, viriles. Les son muy simpáticos esos hombrecillos de pecho hueco, correctos, banales, cuidados de sus personas con deleitosa feminidad. Las mujeres se aman a sí mismas en esos muñecos relamidos. Me temo mucho de aquellos que se avienen muy bien entre las mujeres. Los hombres como Augusto desconciertan las ideas femeninas –borbotó Edmundo, deteniéndose bruscamente para encender un cigarrillo. ¿Por qué lo quería Edmundo? Wanda no podía comprenderlo, recelosa en la presencia de Augusto.
–Yo admiro a ese hombre. Necesito conocerlo mucho. Saber de él. Ya sé algo. Había dos caminos en su vida: éste, no. El otro es el interesante, el que no ha vivido.
En cierto modo, Edmundo se hallaba superior al gallero. Podía mover la vida de Augusto como con un hilo. De tanto pensarlo, era ya un engendro suyo.
–Adiós –le respondió la chiquilla, y, con aquel saludo, comprendió Edmundo que le defendían muy débilmente en el corazón de Wanda.
Augusto, a través de Edmundo, se le iba incorporando a ella a su ser habitual. Y algún movimiento suyo le traía ya la imagen de aquel hombre. Su propio gesto sorprendido.
Eulogio, bastante fastidiado, hubiese pegado a su hermana. El gallero envolvía el cuerpo de la muchacha en candentes oleadas de sangre. Y Wanda le dejaba, lo dejaba, y Eulogio tenía miedo de sí mismo por Wanda.
El calor sofoca, sofoca el calor, y ritma el hormiguear de la sangre al zumbido y revuelo de las moscas. Este hervor descoyunta los miembros. Un olor denso a leche y azúcar quemados da al cuarto sensación de invierno, como el sudor una sensación de frío. Un mosco azul bordonea azotándose en los vidrios sucios de sarro. Por las murallas desconchadas, a través de las grietas, fíltrase, en rayolas de sol, la espesa modorra de la tarde, y en los charcos de luz tostada sobre el suelo, en la plancha de mármol, en los moldes de palo, negreaban las moscas, afilando con sus patas delanteras sus caras de viejas intrusas.
Wanda contemplaba una fotografía del fotógrafo Stoltze, que la madre de Augusto había conservado. Esta fotografía fue para Augusto su primera noción real de cómo era cuando niño. Su madre estaba allí sentada en una silla de palo; él, como dormido en la falda. Coágulo de fuego en blancas cenizas apagadas. Las figuras inmóviles cobraban calor de vida cuando él lo deseaba. Había nacido en Ancud.
Gotitas de sudor brillaban enhebradas en dos hilillos de oro pegados en la frente alta y luminosa de la muchacha.
En la cocina seguía la mujer revolviendo la olla con la cuchara de palo, la habitual actitud pensante sin pensar nada.
–¡Ya está, venga a darle el punto! –grita la mujer desde la mediagua. El punto es la clave de todo el arte de Augusto. Una nimiedad resulta a veces ser la cosa más importante del mundo. Al ir a dar el punto, el gallero toma un aire digno; pero el caldo rubio y espeso finge pechitos de chiquilla. Ya está dado el punto. En sus manos, estilando el agua de un balde, volteada su lengua como látigo lascivo, puede verse sólo la roja yemita del dulce como habría de quedar. Es el secreto de la profesión. Y no hay más que decir.
Afuera, en el solar de vientre vaciado por la saca de arena y ripio, ya no estaban los borrachos. Sólo Alejandro, el hojalatero, dormía, boca abajo, sobre la yerba reseca. ¡Si las milongas no lo dejan! ¡Si lo habrán dejado las milongas!
–¿Verdad que sí, que me admitirán en su religión? –inquirió acucioso el gallero–. Canto en la parroquia de nuestro cura; pero también puedo alabar a Dios en su iglesia y cantar.
–A todos se les admite –respondiole Wanda o Carmencha, la canutita, como le decían cariñosamente en el barrio. Y cuando al saltar Wanda la acequia que bordeaba la calle, Augusto vio lo bonitas que eran sus piernas.
II
Se oía a intervalos el mugido de unas vacas. Una campanada volcose en el aire turbio como en un charco, tufando hedor amarillo de estiércol, olor vinagre de vegetales podridos, que venían del establo cercano. Algunas muchachas pasaban riendo, con sus jarros colmados de leche espumosa. El rojo revuelo de una falda mostrole a Edmundo una rodilla carnuda de un color goloso y duro que lo llenó de bochorno.
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