Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy
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De debajo del colchón sacó sus pantalones, planchados con la plancha de su cuerpo. Se vistió rápidamente y salió a la calle. Tenía aún cuarenta pesos de unas clases que hiciera. Y quería beber, emborracharse.
No obstante sus ideas, era muy supersticioso; en sus lecturas nunca se detenía en la página trece, ni en la veinte, que era el número de sus años, ni en la cuarenta y dos. A veces un temor irresistible le impedía toda acción para que no fuera lo hecho lo último que hiciera. Pero de atrás lo cazaba la vida. Fuerza irresistible lo empujaba a abandonarse a las cosas, a su ser y destrucción.
La mañana volcada, luminosa y fría, había acercado la ola de la cordillera, chispeante de peñascos, los cerros bajos.
Serían las doce.
Por el camino venía el huacho Arturo con una botella de mesa llena de vino tinto. El Caballo Bayo dormía apoyado a un tronco de acacia. Sus canastos deshechos hedían a pescado. Desperezose, bostezando largo.
–¡Saquémosle el viento, huacho! –gritó el Bayo, cogiendo a Arturo de una manga.
–¡Si te la tomay de un trago!
–¡Güeno! ¡Pásala! –y se la empinó pulsándola.
Arturo lo contemplaba muy regocijado, esperando que se tomara el doble aquel hombre. La boca del Bayo estaba blanda, goteante de vino la barbilla; los ojos amarillos, enrojecidos. Cuando le quedaba el concho, algo horrible ocurrió en el estómago de aquel borracho: vomitó el vino espeso sobre la tierra sedienta.
Arturo le dijo con rabia:
–¡Te pasé el vino pa que te lo tomaray; no pa que lo botaray! –y cogió su botella.
El Bayo quedó boca arriba, entre sus canastos, horriblemente borracho, roncando.
Arturo miró el vino perdido; miró su botella. Y siguió su camino silbando.
Este acontecimiento llenó de loca alegría a Edmundo. Así serían los dioses. Se sentía ágil y fuerte.
Otro borrachín se quejaba más allá:
–¡Yo mismo la vi a la vinera, echándole agua al vino. Si hubiese estado esa agua siquiera a la sombra de una parra!
Entró en un bar. En la mesita, de esmalte descascarillado, había unas gotas de vino y dos zancudos muertos. Los cuerpos traslúcidos de los insectos lo entusiasmaron:
–¡Bah, esqueletos de nostalgias! –y rió estúpidamente de sí mismo–. Lo que hay es –dijo al fin, bebiéndose la primera cañita– que disfrutan demasiados héroes sobre la tierra, y quienes faltan en ella son hombres. La idea de la personalidad es la más estúpida que han creado los intelectuales. Y algunos imbéciles hablan de su cultivo. Hombre-dios. Hombre-dios. Hombre-dios. Nunca como hoy ha hecho más falta un hombre a nuestra alma, para dispararlo hacia las estrellas.
De un rincón del bar brotó una sonora carcajada:
–Perdone, joven –dijo Mika, hombrecillo magro, de piel de aceituna, que enterraba y desenterraba cadáveres en el Cementerio Católico–, he recordado un incidente y no he podido menos que reír e interrumpir a Ud. en sus pensamientos. Es algo curioso.
Edmundo se preguntaba por lo que podía ser curioso para aquel hombre de sarmentosas manos y que hallaba deleite hincando sus garras en el barro de las vísceras o cuando descubría que en los huesitos aún había carnecita pegada.
–Anoche he visto a tres pelusas –prosiguió Mika–. Estos pelusas se acercaban cautelosos a un altar de la virgen María. Se quitaron sus gorras, se hincaron delante de la imagen. Se codeaban unos a otros. El más pequeño estiró su manita y arrebató una vela a la santa. Apagó la vela, metiósela en el bolsillo del pantalón y salió despavorido. Lo siguieron los otros. El más grande lo cogió de la nuca, golpeándolo cruelmente. Lloraba el pequeño. Y los tres se llenaron de injurias. Luego siguieron su camino. Lo curioso es que a unos cuantos pasos de allí hay un paredón, negro de sebo de vela quemado, con cortina de velas encendidas, y no robaron de aquí ninguna vela. Es que esos rústicos santuarios que llamamos animitas, simbolizan las almas de lo más vivo que hay en el país. Existen en todos los caminos, porque en ellos dejaron su vida los chilenos rebelados de las encomiendas, los primeros bandidos o cualquiera de los rotos que despanzurran la tierra arrancándole sus riquezas. El roto, joven, tiene origen campesino; pero es un producto de selección. No es un hombre de cerco. ¡Ah, señor, cuando el roto empuje al huaso a sus designios! ¿Ha pensado Ud. que esto de las animitas marca el origen de la sociedad patriarcal? Esto del culto a los muertos nos viene por lo céltico que hay en la raza española. Y de los araucanos, que también veneraban a sus antepasados. Nosotros, a los bandidos, a los escritores, a los que se aventuran solos por los caminos. Nuestro país será grande cuando arroje sus cadenas. Me voy a mi empleo. Salud –y salió del bar guiñando
los ojos.
Edmundo había conseguido su naufragio, su verdad. Y como era su propia verdad, la tuvo que hallar muy extraña.
II
Ni una nube en el cielo al rojo, pulido y brillante. Una gallina, acezando de las agallas, flojas las alas, sesteaba bajo unas matas. Corolas de radiche como velloncitos de lana sucia, se enredaban en los zarzales. Olor penetrante de los paicos.
Frutitos de clonquis, amarillando de espinas, viajaban prendidos a la bastilla de los pantalones de Edmundo, quien, borracho, había abandonado el bar. Miraba lejanías. Rechinaba los dientes y gesticulaba ridículo. La lija reseca.
A dos pasos del depósito de vinos de la Tarifeño, resudaba sentado el Cojín. Edmundo le vio su pierna enferma, con rama tensa, rematada en pulpa, roja de pus, de su dedo gordo, gangrenado. La barba, sedosa y negra, moruna en la tez cetrina.
Con habilidad de mujer, se hurgaba la ropa, despiojándose .
–¡Eh, Cojín, echa un trago! –lo invitó Edmundo, empinada y rebalsada su humanidad, como si las fuerzas todas, bullentes y reidoras del mundo, brotaran en él, y él mismo pisara racimos morados, y sangre destilaran sus labios y sus pies, y su corazón, tremendo en la cólera de su cariño, estrujado de vinos sangrientos.
Se alzó el Cojín para caminar. Apoyaba su cuerpo de bruces, en tronco de membrillo que le servía de cayado y sobrada defensa de perros y de hombres. Iscariote, cuando atardecido, una burra dulce, retoñada, ungía el paisaje de olivos y viñas y castaños, de unción evangélica.
–¡Medio pato de tinto! –alborotó Edmundo el depósito de vinos de la Tarifeño, alargando al Cojín un puñado sonoro de chauchas de níquel.
–¡Gracias, patrón! –dijeron una boca gruesa, unos ojos reventados de lágrimas.
Edmundo no era un patrón. Había tal deificación suya, pisador de lagar sobre rubios racimos de su carne de humanidad, exprimiendo el divino jugo, hasta llegar a Él, Dios, y no ahogarse en su ceño, sino ceñudo visitarle, y desafiarle exhausto.
En la curtiembre trabajaba aquel hombre. Allí había quedado cojo el Cojín. Acaso en una riña. Traía los pesos y los entregaba a su mujerona lustrosa y juanetuda, con dos críos pintados por su hombría. ¡Carne de perros! Eran hembras. Ahora estaban grandes y lindas sus dos hijas, y vivían en aquella casa rodeada de jardines, con naranjos valencianos de gajos rojos de coágulos, de raíz bermeja, agarrada al corazón mismo de los muertos, y limoneros, reverdecida de yedras de los goces. Tras los cristales, se besaban parejas insulsas, muchachas lindas, casi niñas, con hombres de cráneos coronados, brillosos y untosos, comidos de calvicie. «Huevos sin sal» –decían las viejas.
Ganas le daban al Cojín de beberles la sangre que les diera a esas malas hembras. Acaso no eran hijas sino de su mujer que servía allí mismo la cocina.
Aquella su pierna tiesa y podrida. Bebía por eso. Y se emborrachaba. Y llegaba borracho a su casa, huroneando. Ella le hurgaba los bolsillos para hallar las boletas de empeño de sus ropas interiores de mujer y sus vestidos. Sus amigos estaban todos en la calle contemplándole: Ramón, el de cara fofa, tiritona, de carne recocida; el huacho Arturo, aquimbado y armado de quisca en la oreja quebrada, el Caballo Bayo, tirero y huesero, de andar marino. La mujerona lo amarró a un tronco de guindo seco, y lo cubrió de cardenales como si machucara a un membrillo, salpicándose las ropas de los acres jugos. Se quedó allí sentado llorando el Cojín. Dejaba la casa en su corazón. Alzose. Y convulso de llanto, caminaba pespunteando lo andado, con su flaco colchón tripudo a las espaldas, e iba por la calleja polvorienta, orillada de curiosos. Un sol cansado brillaba en la boca del camino, crinado de luz muja y volcada en los cardos bordosos con piel de lagarto. ¡El Cojín! Su cuerpo de bruces, apoyábase en tronco de membrillo que le servia de cayado y sobrada defensa de perros y de hombres.
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