Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy
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–¡Tanto que t’hey querío, mujer. Y vos no me habís correspondío! –se quejaba a gritos el Cojín entre sollozos. Y regaba de lágrimas su sendero de escarnio. En el hueco que dejaba la lluvia también lo imaginaba Edmundo. Un puñado de sombra que cayera en los charcos, goteando el canto de
los chunchos.
–El Cojín vive de sus rentas –dijo la vinera, cabeceando con el chuico que vaciaba como si se vaciara ella. Y el Cojín agradecía el veneno que le daban, los injertos de su propia carne que, de tarde en tarde, le hacían en el hospital San Vicente, para curarlo, brotando su pulpa llagada, de una pierna a otra pierna, anegado su cuerpo de espíritu.
Las ollas hervían toda la huerta.
Dormidos de sol los matorrales, el Cojín se expulgaba y despiojaba la fauna de los pobres. En invierno, chorreando las lluvias, le trenzaban una manta el pulguerío y la piojada, los vahos calientes del vino. Dormía su corpachón, encogido, en huequito de suelo, tan chiquito, en cualquier parte, como un quiltro arestiniento, hostigado de rasquidos.
–Y bien, Cojín. Reflexionemos –le dijo Edmundo, hipando su borrachera–; dime cumplidamente y de una vez por todas ¿cuándo te vas a matar?
–¿Yo, patrón?
–Sí, tú– exclamó el joven, clavándole ojos acerados. –Comes, bebes y te refocilas, y no haces nada. ¡Vaya una excrecencia! ¿Cuándo? Di.
El barrio lo quería al Cojín. En todas partes tenía su sopa y su pan. Vino en los depósitos. Vino barato de los conchos. Y le temblaba su mano, al coger la medida mohosa y vaciarla en la boca suya, de mellada sonrisa, como un tesoro o brasa que ardiera sus humores.
– ¿ Cuándo? Di –insistió el joven.
Se le quebró la voz al Cojín. Nadie nunca le había dicho eso. Él vivía como un pájaro volado, cediéndolo todo a todos, y aunque su cuerpo de gigante se ovillaba en un jeme de tierra, temía ofender con su cuerpo porfiado de vida, siempre de pie.
–Déme un rególver o un cuchillo y me mato delante de Ud. mesmo, patroncito. Todos me pisan como a un finao seco al sol y me huelen mal. Pero vea Ud., mi estudiante, tengo mi mujer y mis hijas, y las mamas dicen a sus niños cuando me ven pasar: «Chitón, que ahí viene el Cojín». Y los niños buscan el regazo de sus madres, mirándome asustados, sus caritas curiosas, sucias del barro de las lágrimas, en el carrillo de las frutas. Y yo les sonrío bondadoso. ¡Bah, mi estudiante, soy el cuco de los niños! Y adivino el gesto de los padres, hombres maduros, mostrándome a sus muchachos, ya güainitas, para que no sean como yo, un ejemplo del vicio, y cojan su camino, pues, el mal está pa que si haga el bien, patrón. Lo pior pa que si haga lo mejor, y viceversa. Aún no ha terminado; sí, patrón –y lloraba y reía con risa de ventrílocuo.
Se limpió las lágrimas con los dorsos de sus manos huesosas, de largas uñas enlutadas. Y se amarró los pantalones, para vivir, con soga de ahorcarse.
En la esquina, la Pichanga, con su tacón torcido, golpeaba impaciente la tierra apisonada. El Cojín miró a Edmundo con cara de degollado.
–Oiga, patrón, me faltan dos pesos –dijo, con voz que le brotaba de la podrida entraña. Y miró hacia la esquina donde la Pichanga cimbraba las nalgas, provocando.
Edmundo metió los dedos en un bolsillo del chaleco, y entregó los dos pesos al Cojín.
A lo lejos, resonaba la voz de Lucho, el hojalatero de cara ácida, marido de la Pichanga:
–¡Tetera, cafetera, cacerola, escupidera, lavatorio, jarros, recipientes, palmatorias, que componeerleee hum! –placenta de guturaciones seguía al pregón interminable. Más lejos aún, Lucho seguía ganándose la vida.
Caminaba el Cojín, detrás de la Pichanga, postremos pasos, hilvanando a la vida su cojera.
Después, todo se llagaba de luz tibia y morada: la cordillera lejana, los cerros bajos que ciñen la hondonada, los breñales y trigales de yuyo maldito, y el paisaje de olivos, y viñas, y castaños, con burra dulce, retoñada, que ungía el paisaje moribundo, de sauces llorones, vidriosos, implorantes, de unción evangélica.
–¿Cuándo me mataré yo, Dios mío? –se preguntó Edmundo.
¡Masa de peras verdes!
¡Zorra de las uvas!
¡Olmo, olmo, olmo!
En las barrigas del vino
I
El paisaje de pocito azuloso del amanecer desperezaba su blando sueño, su lago alado, rizado, azul. Aire azuloso-pálido, sabroso de zumos de luceros. Los tragaluces bebían el cerúleo claror del alba, azulando lívidamente el cuarto y las cosas del cuarto y los rostros dormidos.
El sargento Ovalle roncaba sentado en su silla de mimbre, medio derribado sobre la mesa, en cuya cubierta, brillosa de bermejas escamas, las copas yacían volcadas, con sus vinos derramados. Restos de comida, ensaladas y carnes mustias. Los huesos roídos y chupados de los gallos de la cazuela de la víspera, amontonados en el azafate. Los platos, uno sobre otro, con sus servicios mohosos de grasa y de bazofia. Las ropas impregnadas de un hedor de tabaco quemado, de las colillas apagadas.
En el aire azul, que envolvía y penetraba la sustancia de las cosas nacientes, goteaba el canto de las diucas, almibarando de su rocío el rojo y vinoso abdomen de los higos. Bajo los hinojos suaves y húmedos, cantaban las acequias de viva luz escurrida, tras el herbazal. Y los zorzales en el manzano frondoso, al fondo del huerto áureo y aromado de las dulces sangres de las frutas.
El sargento Ovalle bostezó, rumiando su bostezo. Su lengua gruesa, pegada al paladar, seca y muy áspera. Se restregó los ojos; se frotó la cara con ambas manos, dándose ablución de los cristalinos de agua de la vertiente azul de amanecido. Pero el nuevo día de su conciencia apagó su destello en otras aguas dormidas. Y estaba lleno de presencia suya. Algo habíase trasegado a su conciencia de su alma no sabida. Muchos de sus actos, cuando borracho, habían caído a insondables abismos. Los presentía vagamente como en nieblas fronterizas. Y de todo ello venía una tensión de alma y miedo. Y su odio, a causa de la bondad de los otros.
A pequeños trazos, se había dibujado su acción de la víspera. Mas, el ser suyo de lo recóndito estaba preservado.
–Si hubiera un hombre de inteligencia sutil vería nuestras trasparencias –pensó él– y mejor que nosotros mismos. Aquí tiene su origen la maldad.
Su mujer dormía en un diván, abrigada con una manta de Castilla. Wanda lo hacía también. Y Eulogio.
Oscuramente, el sargento tuvo la impresión de haber trepado la escalera hasta su dormitorio. Como otras veces, se habrían esforzado ellos, estando él borracho, en conducirlo a la cama. Veía a su mujer, tan pequeñita y ágil, esforzándose también, teñidas las mejillas, sacando la lengua, apretada entre los menudos dientes, como solía hacerlo cuando levantaba algún objeto pesado. Y todos lo habrían visto dormir, y roncar, y ahogarse en su sueño. ¿Lo querrían? ¿Lo odiarían? Acaso le guardaban piedad. Y hasta se sintió feliz por ello: necesitaba de su piedad.
Había soñado con una muchacha desnuda, que lo atraía y le repugnaba a un tiempo mismo, tallada en carne de lirios blancos, de venillas azules, cuyos senos, de níveas sales, asomaban apenas entre los cabellos deshechos, color de antiguos bronces. La orejita mordida y nacarada. Y los pies desnudos, pequeñitos, de duras uñas de caracolas. Pero el sexo y los muslos chorreados de un excremento amarillo y clarucho, como de guagua. Y él estaba tan triste, sus manos podridas, el vientre seco
y reventado.
Largo rato contempló a Mercedes en su sueño tranquilo. Los cabellos caían revueltos sobre los hombros, y eran rubios como los de la mujer con quien había soñado. Algunas hebras de plata. Tras aquella frente comba y blanca anidaba un alma que él no comprendería jamás. ¡Cómo estar en ella, y mirar diáfanamente! Dormida la mujer sonrió y quejose en un desmayo de carne penetrada. Esto lo llenó de angustia, a sus propios ojos rebajándolo. Y pensó en el otro a quien su mujer se había entregado y de quien naciera Wanda. El otro que la había disfrutado. ¡Ah, si él pudiera hallarlo sobre la tierra! Iría en su busca. Sería su amigo. Pero no; su hija Wanda le daría el acre matecito de ella que él no gozara. Y este pensamiento gestado en qué limo del subconsciente cruzó raudo como un pez escurrido en la lengua golosa de las algas. Después, bebió a grandes tragos vino tinto, en la misma botella de mesa. Enjugose los labios con los dorsos de las manos. Y sigilosamente salió a la calle, al camino de su propia vida y de su muerte.
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