Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Narrativa completa. Juan Godoy: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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–¡Es un artista, che, es un artista! –exclamaban.

–Es que cuando uno agarra la roca y le da forma y la masca, es tan rebonito trabajar. La obra lo empuja a uno como si fuera su propia alma. Yo no hey trabajado nunca en fábricas, amigos, porque me gusta hacer la obra completa –explicaba el Pampino, saboreando sus recuerdos.

–Vos, Pampino, no comprendís aún la belleza de la obra colectiva, creada por las juerzas de muchos trabajadores. Todos dejan en ella una porción de sí mismos. Y la obra a todos les pertenece –habló el Patas de Quillay.

–Me gusta el trabajo de pala del Boca de Bagre –continuó Chano–. La palada de ripio o de tierra describe la más graciosa curva. Con el impulso, las piedras, la arena, la tierra, el ripio, el material que trabaje, salido disperso de la pala, se reúne en un punto en el aire, en redonda cabellera, para caer en la misma crestita del montón. ¡Cállate, tú, Narciso! –increpó Chano a un mozalbete aprendiz–. Tu palá parece col’e yegua.

Hasta muy entrada la noche, se oía la voz del Cara de Ángel, cantando tonadas chilenas. Todos estaban borrachos. Horacio exclamaba:

–¡Reputas, mi alma es una copa de raíces desbordada!– y bendecía las cosas y el sentido de las cosas. Y cavaba su lecho en la tierra caliente para dormir, su rostro humedecido por garúa de estrellas, echado boca arriba, sumida su alma en las charcas y los sapos, en las barrigas del vino y los gusanos, en el rojo paladar de las sandías y sus dientes de azabache, y lo maligno del ajo, y los piojos de la miseria como rubios, gordos granos de trigo, circulado de savias minerales, confundido, abrazado a la tierra y su pasado de tinieblas, resonaba en su corazón el latido del universo, como picotazo carpintero, agarrado a duro roble.

Por aquellas noches, echados en la tierra, Horacio narraba a sus hermanos canteros la historia de los grandes pueblos antiguos: la vida de los espartanos y atenienses, las campañas de Alejandro y César, la revuelta del esclavo Espartaco contra los soberbios romanos, la vida de los grandes profetas hebreos, las campañas de Aníbal, los trabajos de los egipcios y caldeos. Y sobre todo se ocupaba de América. En la cultura de los mayas, los aztecas, los incas, y los trabajos de los conquistadores españoles. La historia colonial de Chile.

–¡No tenemos raíces, no tenemos raíces! –exclamaba, olvidándose de su rudo auditorio–. Los españoles sembraron en cenizas de exterminio los gérmenes de su cultura afro-europea. ¡Somos instintos, poderosos instintos sabios, que rompen sus cadenas! Los imperialismos europeos nos impusieron su cultura, y son engañosas cadenas de plata con que las culturas extranjeras nos entregan a esclavitud y servidumbre, a dependencia espiritual con lazos de seda. ¡Somos una gran olla de bárbaros, bárbaros, indígenas, negros, rotos! ¡Prefiramos lo incierto de nuestra propia vida a lo cierto de vidas extrañas, porque esa certeza es, para nosotros, sumisión y esclavitud! Yo, tú, él, vosotros, ya arraigamos en nuestro propio barro cósmico. Nuestros instintos crean cauces profundos con su impulso en la tesitura de nuestra alma, en los cerebros lúcidos y despiertos de nuestro gran pueblo.

Y se hablaban a sí mismos largamente de Rusia. De América y Rusia frente a Europa. ¡Qué similitud! Los rusos volvían, penetrados de lo que fue la cultura europea, a su espíritu eslavo. América debería hallar su propia alma. Su unidad humano-telúrica perdida.

–¡Crearemos la gran Osa americana! –exclamaba Horacio, iluminado, mordido su untuoso rostro por los resplandores de la fogata–. ¡Ursa, en latín! – su pelo zahareño aleteaba en el risco huraño de su frente, la cara macerada de santo.

Lo agitaban demasiados alientos creadores para soplar su propio barro. Pero, súbitamente, le ahogaba la más negra tristeza. Huía entonces a los prostíbulos misérrimos. Cogía a cualquier puta, y se perdía, días y días con ella en hoteluchos tenebrosos. Se hundía en todos los excesos. Volvía después, lleno de harapos, a pata pelada, sonriente, al campamento. Liberado, trabajaba de claro en claro y de turbio en turbio. Bautizaba a los hijos de las mujeres que lo habían menester. O colocaba la extremaunción a quienes estaban en trance de muerte. Para consuelo de vivos, que los muertos, bien muertos quedaban. Le brillaba la tonsura, la tonsura suya de quizás qué rito incomprensible, que cuidaba como a una joya.

IV

Todas las tardes, a la oración –narraba Horacio–, regresaban a su hogar Celso y su espectro de mujer. Él había agostado la agreste belleza de Herminia, su pobre hembra borracha.

La miseria y ese tejido de hábitos de la convivencia enyugaron sus cuerpos y sus almas, haciendo de ellos un solo ser miserable y cansado.

–¡Mi catedral, vos sois mi catedral! –gimoteaba borracho Celso, acariciando a su mujer–. ¡Las otras son capillitas no más pa mí! –y en su catedral crujiente de huesos, calmaba sus dolores de macho triste y desamparado.

Comían sus cebollas en escabeche y su pan con ají en cualquier parte, y donde quiera los hería la sed bebían el vinazo.

En un rincón que hacían las derruidas murallas de una casa de piedras abandonada, arrojaban al sueño su montón de huesos enfermos, entre latas mohosas, sacos viejos, olla grasienta, apestando a hollín.

Un hoyo abierto en la tierra, rodeado de ladrillos y piedras renegridas, humeaba, por las noches, unos humos de bosta de caballo y plastas de vaca, preservando sus cuerpos de los zancudos, como el mosquitero de la alcoba.

Celso voceaba por última vez sus servicios de gasfíter al penetrar al callejón de Salto, donde él y su esposa habían ubicado su domicilio. Herminia recogía bostas y plastas en los potreros o trapos viejos y vidrios rotos por los caminos y en los basurales. En llegando a su rincón, ella haría hervir agua, con astillas y ramas secas, en su saltada y abollada tetera para tomar té, el té turbio y desgraciado de los miserables. Luego penetrarían en las sombras y en su mundo, donde había luz, la dorada luz de sus años

de mozos.

Arribada la pareja a su rincón, a esa hora, los carretoneros galopaban por el Salto, arreando sus bestias a los potreros. El tieso galopar de sus caballos los ponía alegres, y cambiaban algunas groserías con el matrimonio, riendo a carcajadas de las respuestas de la mujer.

* *

Herminia había preferido quedarse en casa esa tarde. Junto al cequión que por ahí escurría sus aguas cenagosas, bajo un sol sediento, Herminia despiojaba su cabellera greñuda, gris, grasienta. El cequión le traía a veces algunos regalos flotando en sus aguas sucias: peras, duraznos, mojones, zapatos viejos, bacinicas... Se aburrió de exterminar su fauna de miseria.

–¿Si me lavara los pies? –pensó. Y arremangándose los vestidos hasta los muslos, muslos de carne sucia y traslúcida, no obstante hermosos, redondos y gozados, amodorrada, metió unos finos pies al agua mugrienta, de una deliciosa frescura. Jugaban sus pies con el agua de aliento fétido.

El sol envolvía un paisaje calcinado. De las ramas polvorientas de los árboles se desprendían frutas podridas.

Herminia se llevó las manos a sus blandos y pequeños pechos, y se abandonó de espaldas, cara al sol, los ojos cerrados, El cequión lamía sus muslos entreabiertos se rebasó de agua. Erguida presto, Herminia avistó, fluctuando en la corriente, una gallina castellana muerta, detenida entre el estiércol y unos alambres mohosos. Un vuelco le dio al corazón. Cogió a la gallina y comenzó a examinarla pausadamente como a una joya. La cabeza de la gallina colgaba lacia, lleno de cieno el pico abierto y quebrado. Fue en busca de su olla, y empezó a fregarla con arena y ladrillo que arrastraba la acequia, hasta dejarla pulcra, azulita y brillante con sus saltaduras.

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