Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy

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Narrativa completa. Juan Godoy: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro reúne, por primera vez, las novelas y cuentos de Juan Godoy, escritor chileno de la generación del 38. El autor se interna en los arrabales de la ciudad, para abrirse a la vida y al habla urbano-popular marginal.

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* *

En verdad, un reventón de oro inundó el valle carnoso y jugoso de viñedos maduros; de maizal barbado, de apretados blancos dientes. De frutales jibosos de pomas. Y hortaliza de repollos pavos en celo, metálicos, vegetales. Y encrespadas, verdes aguas, en riña detenidas. Sol de abejas de olor de mar, sobre el trabajo sudado y calloso de los campos, las fábricas, la obra de ladrillos.

* *

El sargento Ovalle desembocó en el callejón del Salto por una callejuela tortuosa y polvorienta. Ante sus ojos abríase un campo de viñas y vegas, de melonares y sandiales. Verdura de zanahorias. Y maizal. De ajos cojonudos trepándose en las eras. Melones escritos y de rosada carne. Las sandías maduras hozaban en la yerba, la colita enroscada, como marranos verdes. Íbase bordeando el camino de nogales con troncos de plateadas escamas. De álamos azules y élitros sonoros. Castaños de encendida corpulencia. El campo todo bullía su verdor a borbotones en los sauces de bruces y moqueando sobre el caz de aguas corrientes y cenagosas. Y la luz era de un verde agrio de limón entre las ramas.

Esta visión de campo abrió un claro de alegría en el ánimo sombrío del sargento. Sobre su cabeza, en la majestad del cielo, volaban, trepidando, unos tiuques de la tierra, en rogativas de la lombriz de los campos, abiertos como rasgada pulpa. Sus chillidos de agua mellaban la rubia sonoridad de la mañana.

Un rumor de farfulla circulaba en su alma. No distinguía las voces, sino más bien un duro pesar lo aplastaba, como si hubiera entregado su intimidad donde sufría a solas. La alegría de los otros lo poseía de pronto; luego, poco a poco, perdía la noción de sí mismo, siendo en su pureza, manchada de resentimientos, quedando sólo un vacío de vida reflexiva, donde aullaba su ser interior desconocido. Los hombres agrupados eran, igualmente, bestias gozosas, en su pequeño placer y voluptuosidad incoloros. Entonces, él se armaba de sí mismo, y les mostraba aquella parte de sus personas que ellos no veían, ridícula joroba, rebajándose, pisoteándose, para rebajarlos y pisotearlos sordamente, ¡Qué espectáculo más repugnante mostraba el sargento en la consideración de aquel monstruo de mil cabezas! Deseaban estrangularlo allí mismo, matarlo, porque ellos eran lo mínimo de sus «personas» aunado. Algunos rostros enrojecían de furor, queriendo recuperarse y avanzar hacia el desalmado; pero les retenía el estupor y su masa indecisa. Había creado en torno su soledad. Cada cual lo había asesinado en su propia conciencia. Y estaban ya todos

tranquilos, olvidándolo.

Llegó a un varón donde se rascaba el espinazo un caballejo flor de habas. Saltó una pirca. En el potrero, junto a un rincón de zarzamoras, un burro, espíritu pesado, rebuznó en pergamino, afilando su desesperanza; después, dio en retozar, derribando sus gafas de aguas turbias. ¡Idiota, en su babel de lenguas!

Al fondo, a dos carrillos, gruñía un horno encendido. Al lado de este ogro, cobijada por un sauce corpulento y retorcido, humeando, mostraba sus adobes y calaminas el rancho de la vieja Pistolas, donde tenían su pensión los canteros del cerro. El sargento Ovalle atravesó una cerca de alambres de púas. Había en su conciencia ahora un oscuro terror. Su crisis apacentaba de la agonía de su yo íntimo frente a los valores morales, sociales, confusos, que iban lamiendo y bañando su alma, como una perra pariendo lame limando a su recién nacido. La parte más noble de Chile vive fuera de la ley, porque no vive su ley y la teme. Los otros se hicieron su ley, amparando bajo ella su mediocridad. Hacen cumplir al pueblo algo que no conoce el pueblo, ajeno al pueblo, sin su deseo. Ahora esa red de tiranía está goteando el moho de su carcoma. ¡Pues bien, que se pudra!

Bajo el emparrado, conversaban y tomaban café dos parroquianos canteros: el fraile Horacio y el rey Humberto.

El sargento Ovalle se introdujo en el rancho por detrás de las casas. Una vieja, pequeña y enteca, pero de recio carácter varonil, lo recibió zalamera. Conocía Ovalle a la vieja Pistolas desde muchos años en vida del finado. Ambos recordaban siempre el asalto de que habían sido objeto la vieja Pistolas y su difunto marido.

–Creyeron rico a Eulalio por el despacho y el depósito de vinos que trabajábamos. A mí me dejaron por muerta. Pero pronto sanaron mis heridas. –y ahora ahí en el cinto cargaba su pistola. Y su puntería era escogida. Bien lo sabían los hombres cuando se picaba de trago la vieja. Entonces, a balazos, le arrancaba el cigarrillo de la jeta, como una prueba de cariño, al parroquiano mozo, que por macho admiraba la vieja, sin quererlo para ella, porque en el decir de todos, la vieja había sido sólo de su marido. Y era garbosa, a mujeriegas en su alazano, no como las gringas que, a horcajadas, muerden el lomo del caballo, cuando iba de compras al poblado. Y sin menoscabarse, disfrutaba de la simpatía de las gentes, cómica con sus botines de hombre y su sombrero calañés, atravesado sobre su pequeña moña encanecida.

–¡Un caldo de cabeza, que eso engorda, para don Pedro! –ordenó a la cocinera. Y ella misma, la vieja Pistolas, sirvió unos matecitos de chicha para el sargento y para ella.

En la otra pieza, en el dormitorio de la vieja, alguien arrancó una risotada al arpa dormida. Acaso la Chenda, muchacha que habían regalado, pequeñita, unos pobres inquilinos a la vieja, para consuelo de su soledad y que tan graciosamente pulsaba la alegría de los rudos canteros.

Sorbiendo su caldo, Ovalle contemplaba el cerro pajizo de pasto, cuyo vientre mostraba la profunda herida de la cantera. Los faldeos, cultivados a trozos, y en lo alto, vestido de espinos y pinos. Al otro lado del San Cristóbal, el río Mapocho, como un cristal detenido entre piedras. Más lejos, el Manquehue, duro de uñas y huellas. Después, diose a mirar de reojo a los parroquianos canteros y a escuchar su habla sabrosa.

II

El fraile Horacio y el rey Humberto, platicando cosas de la vida, bebían y fumaban. Alguna historia que relataba Horacio hizo soltar una carcajada bigotuda y de recios dientes amarillos al rey Humberto. Le había dicho Horacio:

–Al gordito burgués, a ése que se estaba construyendo un mausoleo en el Cementerio General y requirió de mí dos ángeles labrados en piedra, le gustan las tunas. ¡Carajo... Quería que tú, Humberto, le echaras el resuello por la nuca!

El rey Humberto reía a carcajadas, sacudiendo sus poderosos hombros. ¡Qué excelente macho! Las mujeres se ponían babosas de ganas. Haciéndoseles agua, se mojaban todas. Era de esos hijos rubios que suele dar el campo chileno, erguidos de sangre goda. Y se daba mañas el rey. Conocía su tierra: los rincones de campo, los minerales, la pampa salitrera, las estancias magallánicas. Y en todas partes retoñaba un corazón con los recios golpes de su sangre. ¡Vaya con su fatalidad!

–¡No te chinchocees con el rey Humberto, niña –le decía la vieja Pistolas a la Chenda–; mira que nadie te despinta el huacho! Se va a lo facilcito no más; él planta la lechuga y los tontos se comen la ensalá.

–No te vayay a creer, Horacio –respondió el rey, secándose las lágrimas de su risa–; esos jutres buscan a los delincuentes. ¡Era tan redisimulao el capón! Pero al descuido meneaba la cuna pa despertarme el niño. ¡Este roto no está pa trancar maricones, amigo!

Por el camino venía el casero, todo vestido de blanco, guiando su mula torda de árgüenas repletas de mariscos y pescados.

–¡Eh, Rey, choros, el manjar de los dioses!

Jueves, viernes, sábados santos, los choros llegan al mercado con sus lentos pies oceánicos; bivalvos, fundidas sus conchas en metales antiguos, color negro-rojizo, como cascos de barcos.

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