Juan Godoy - Narrativa completa. Juan Godoy
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–¡Rey, tú eres Ganímedes, perdona la comparanza, y vas a escanciarme el vino de los dioses, vinillo blanco, vinillo blanco, para ahogarlos en una dulce muerte, aromosa de viñedos! ¡Amarillos los choros gordos! ¡Negros los choros gordos! ¡Caquita-légamo, sus barros sagrados!
Llevándose el índice a los labios, recogiose Horacio en sí mismo, y en su apostura de fraile, bendijo al ángel de los mariscos; luego, fue depositando, uno por uno, hasta cuatro docenas de choros, sobre una mesa de cubierta de mármol quebrado. Triscaban los pies del choro contra el mármol.
–¡Ah, están vivitos! Los muertos entreabren las valvas, como sus piernas la hembra borracha –y los golpeaba a todos con el filo de su puñal.
Los que habían bostezado de fastidio en el cesto, heridos, cerraban a morir sus conchas, sin tobillos, los pies desamparados.
–¡Oremus, o Rege!:
Choro crudo con limón,
Choritos en salsa verde.
Sopa de choros,
Choros con arroz,
Choros asados en la concha.
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén.
–Este está lamadito, Rey –dijo Horacio, abriendo un hermoso choro dorado. Y en verdad, una lamita pintaba de un verde puro y encendido la amarilla carne.
–Es un pelecípodo, Rey, es decir, pie en forma de hacha. Su noble tubo digestivo – sine malitia –, resbala medio a medio de su corazón.
Penetrado el cuerpo del molusco, herida su entraña por el acero del corvo, soltó las valvas herméticas, deshecho en aguas como un sexo.
–¿Ves? ¡Su manojito de pendejos, y luego aquí el clítoris, la carne papilosa! –estrujó el jugo verde de un coquito de limón, y la carne se puso blancuzca. Lo despegó entero de la concha hasta el callito delicioso, y bebiose el jugo salobre y ligeramente amargo –voluptuoso– entre sus bigotes empapados. Se sorbió el choro entero. Crujía la carne cruda. Crujía el ávido diente.
–¡Ah, Rey, Rey, un suave y dulce anhelo de morir se siente! ¡Rey, Rey, he cogido la eternidad!
–¡Mira, Horacio –dijo la vieja Pistolas, reteniendo en la sumida caverna de su boca, la bombilla de su mate–. Vos gozay tanto cuando comís choro crúo, que no te fijay, niño! ¡Mira, si tenís el marrueco mojao! –y se quedó tan seria la vieja. Y todos soltaron la carcajada. La Chenda, con chapitas de rubor entre sus trenzas.
III
El sargento Ovalle fundió su ánimo en el ánima de la comilona. Acabose de reír en el corral, y atraído por la saliva de su boca, imantada de zumos de limón, codiciosa de mariscos, se llegó a Horacio y le pidió humildemente que lo admitiese en la cruda merienda.
–¡Déjeme, Horacio, darle palpitaciones a la lengua!
Horacio, sonriendo, lo bendijo. Concretándose todos ellos al goce crudo deleitoso. Horacio abría choro y choro, les estrujaba limón, mojados sus peludos y morenos dedos. Holgado de hartura, sentose, las piernas abiertas y estiradas, apoyando la cabeza en el respaldo de la silla. Un regusto a choro y vino blanco le venía del estómago. Rostro de aceitunado color; cejijunto de pobladas cejas; llena la cara de lunares negros como guano de ratas. Trabajaba Horacio obra fina de cantería desde muchísimos años. Sus camaradas lo estimaban y admiraban, porque era letrado y muy buen hombre el fraile Horacio. ¡Qué hermosos sus cristos macerados y aindiados, esculpidos en piedra viva! ¡O el grupo de araucanos, tocando la trutruca desgarradora en su triste e inútil clamor de guerra! ¡O la escena rijosa de la cueca! A menudo, cortaba adoquines y soleras. O usaba todas las herramientas: combos, pinchotes, barrenos, martillos, macetas, brocas, pulidores dentados y acanalados, etc. ¡Qué bien conocía la hebra de las piedras y su nervatura sutil!
En las noches de estío, se le juntaban hasta unos doce canteros a charlar sobre cosas de la vida. Una luna guatona, en pelotas, venía asomando detrás de los cerros. Platicaban sentados en torno de un gran calabazo acinturado, lleno de vino tinto y un azafate arrebozando de un causeo de patas, aliñado, con ají cacho de cabra, por la mano maestra del rey Humberto.
El Cara de Ángel pulsaba la guitarra, ejecutando marchas de la guerra del Pacífico, que las había aprendido de su padre, el viejo Eleuterio. Estaban el fraile Horacio, el rey Humberto, el Boca de Bagre, el cabro Eloy, un estudiante que venía a ganarse unos pesos en las vacaciones, acarreando material en los camiones; el Cara de Ángel, el Patas de Quillay, Arturo, el que mató a Eloy por la Chenda; el negro Hormazábal, el Chano, Juan Tres Dedos, el Pampino y Narciso.
Una hoguera de bosta de caballo espantaba a los zancudos con sus humos picantes y agrios. Los que zumbaban en las orejas, los mataban a palmazos. Croaban las ranas de la laguna del Salto. Bruma de plata azulenca espolvoreaba la luna en el follaje de los árboles. Frutas, pudriéndose de maduras, desprendidas, reventaban con fofo golpe en las sombras. Gorgoriteo del agua en las acequias. Desde un álamo muy alto y dormido, se desgranó la risotada de un chuncho, la garganta madura, tenebrosa de augurios.
–Mira, Angelito; cántame el Pajarillo Errante –suplicó el rey Humberto, y quedose silencioso.
Los acordes de la guitarra los cogió a todos en su abandono. Ellos eran huérfanos en su propia tierra, y andaban perdidos y nada tenían. Por lo demás, cuando se montaban en el macho de la tristeza, cualquier día agarraban sus monos y echaban a andar por los cerros. Leguas y leguas. De mineral en mineral. En campamentos de la más espantosa soledad, donde trabajaban sus días hombres herméticos, atenaceados de dolores, vividos, con la historia sorda de la tierra chilena a cuesta. De cantera en cantera. Ellos no iban a pudrirse en un solo lugar, se ahogaban en esa atmósfera cargada de visiones.
–Chile es un largo caminar por los cerros; más largo que la esperanza del pobre –decía Juan Tres Dedos–, pero cuando uno está lleno de m... por dentro, no tiene más que agarrar sus monitos y… ¡hasta más ver, amigazo! En la pampa, en los cerros, en todas partes, cualquier día lo dejan a uno con la mierda vagueando.
Bien templada la guitarra, el Cara de Ángel empezó a cantar:
Soy pajarillo errante,
que ando perdido,
por entre la enramada,
en pos de abrigo.
Su voz era aguda, metálica; como filo de corvo iba mondando la tristeza.
Alzo mi vuelo,
me traicionan mis alas.
¡Ay, volar no puedo!
El rey Humberto se empinó la calabaza, plantándose un taco del vinazo. Se limpió los labios con las manos. Y rompió a cantar con su potente voz rústica y espléndida:
Si el cazador me busca
por mi guarida,
defenderme no puedo,
suya es mi vida.
Bochorno de pelos y poros erizados escalofriaba los cuerpos de los hombres. Corría una brisa helada. El Pampino escondió la cabeza entre las manos. Y tuvo la misma angustia de su choque de adolescente cuando mató de miedo a un viejo perverso, malo, de la pampa salitrera, viejo vagabundo, sin corazón.
Se acallaron todos los murmullos de la noche. Un chincol alucinado preguntó por su tío Agustín, perdido entre unos arbustos. En un tarro parafinero, hervía el agua de la Choca, el té de los trabajadores, de agradable sabor de hojalata.
Y luego, todos los canteros, como una sola alma, penetraron la noche, titilante de estrellas, con su canto:
Alzo mi vuelo,
me traicionan mis alas.
¡Ay, volar no puedo!
El fraile Horacio, Chano, el rey Humberto, el Pampino, habían trabajado en la Argentina, contratados para una gran obra de cantería.
–¡No habiendo como el cantero chileno! –exclamaba Chano–. Los únicos que nos hacían algo de collera, eran los canteros italianos. ¡Y cómo gozaban los cheyes, viendo trabajar al Pampino!
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