Santiago Lorenzo - Los millones

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A uno del grapo le toca la Primitiva. No puede cobrar, porque no tiene DNI. En los 90 días de plazo para intentar recibir el dinero del premio, conocerá a una mujer con la que compartirá un alto déficit de cariño y una pasión casi infantil por los trenes. Manual de supervivencia, retrato de la tiranía del dinero y de la búsqueda de identidad, el debut en la narrativa de Santiago Lorenzo es un clásico de culto de nuestras letras. «Metió toda la chatarra en una caja vacía de galletas Reglero. Luego, muy quedito, Francisco se echó a llorar. Se sintió pobre, como pobre se había sabido siempre. Pero ese día, con las piezas de su tren de plástico escondiéndose bajo los tres muebles de su piso sobrecogedor, su pobreza le cayó antipática. Por oír a alguien, habló él. „Para no haber creído nunca en la suerte, qué mala que la tengo“.»

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La locomotora, que recibía su primer impulso de vida con toda la potencia del flujo máximo, se embaló arrastrando sus tres vagones. Con tanta fuerza que rebasó la curva y cayó mesa abajo, golpeándose contra las losas del frío suelo. El coche de viajeros perdió las ruedas, el mercancías se quedó sin techo y al vagón-correo se le despegó la escalerilla de acceso. La mitad de los delicados enganches del convoy quedaron retorcidos, por lo que el ensamblaje no volvería a producirse correctamente. Aún así, la peor parte la llevó la locomotora. La carcasa saltó por un lado, la chimenea por otro y la bobina de cobre por otro más. Todos los engranajes de transmisión se salieron de sus ejes y dejaron de besarse. Una lengüeta que tendría su función llegó hasta la puerta de la cocina. La máquina no volvería a funcionar jamás.

Metió toda la chatarra en una caja vacía de galletas Reglero. Luego, muy quedito, Francisco se echó a llorar. Como se dijo en la plaza de Santo Domingo, nadie le iba a chafar su training day : en efecto, se estaba bastando él solo para destrozarlo a patadones. Ese día sí se sintió pobre. Después matizó sus pensamientos solitarios, refugiado del mundo bajo una manta: ese día sí se sintió pobre, decía, como pobre se había sabido siempre. Pero ese día, con las piezas de su tren de plástico escondiéndose bajo los tres muebles de su piso sobrecogedor, su pobreza le cayó antipática. Por oír a alguien, habló él.

—Para no haber creído nunca en la suerte, qué mala que la tengo.

4

En 1986, Primitiva García tenía veintiocho años. Nació en Bata, Río Muni, en la antigua colonia española de lo que es hoy Guinea Ecuatorial. Su padre, Bernardo, era un abulense de 1920 al que le cayeron encima todas las calamidades: la educación a palos, la alimentación escasa, el clima inhóspito. Sus dieciséis años, súmense a la fecha de su nacimiento, coincidieron con toda aquella alegría. Y sus diecisiete, sus dieciocho y sus diecinueve, pues con lo mismo. Había quedado enfermo de frío, y su anatomía se configuró para siempre enclenque por las hambres padecidas. A los veinte años entró de aprendiz en los talleres de la estación, donde todo era penoso. Y en 1941, para colmo de males, no le quedó más remedio que aceptar un empleo en la Guinea continental, lejos de su familia, donde el tráfico ferroviario se hallaba en incipiente expansión.

Entonces sobrevino el cambio. En el África colonial la comida colgaba de los árboles y correteaba por las laderas. El calor lo mecía todo, se bebía y se fumaba todo lo que se quería, las relaciones con las mujeres eran de una liberalidad impensable en la metrópoli, nadie parecía tener premura por nada, las lluvias caían benéficas para refrescar el aire y el hecho de estar lejos de su familia vetónica no hacía más que evitarle sinsabores. Siempre le asombró la largueza de sus primas por extraterritorialidad. Allí se infló a amar, a comer, a beber y a reír, se infló a salud y a camaradería, se divirtió hasta durmiendo y se emocionó hasta en el peligro.

Durante veintisiete años gozosos, Bernardo disfrutó de la vida como ningún compatriota, consciente de que tal felicidad no habría sido posible sin el cotejo de una infancia y una adolescencia miserables. Consciente de que las cuitas y las privaciones padecidas antaño estaban en la base mismísima de tanto asombro ante tanto desahogo y de tanto pasmo ante tanto placer. Se casó con una bella alemana en 1957 y en 1958 tuvo a su hija. La llamó Primitiva, fascinado por la naturalidad de la vida selvática a la que debía su siempre recién descubierta felicidad.

En 1968, cuando la independencia, tuvo que volverse a la península. Con su familia y con toda la pena. Se encontró con un país en supuesto proceso de liberalización que a él le pareció un monasterio en plena novena mortificativa. Ahora, a sus sesenta y seis años, asistía perplejo al hecho de que toda una sociedad quería autoconvencerse de estar descubriendo la esencia misma del deleite. A Bernardo, con todo lo que llevaba en la piel, el pretendido hedonismo de los ochenta en España le parecía puro espartanismo, el del más sacrificado de los ciudadanos de Esparta.

Primi tenía diez años cuando sus padres se mudaron a Madrid. La familia se instaló en un piso de la colonia de ferroviarios de Villaverde. Su experiencia fue la contraria a la del Bernardo que llegó a la otra colonia. Hecha al clima delicioso de la costa ecuatorial africana, los rigores del invierno y del verano madrileños desconcertaron su fisiología. Estudió la primaria en cierto colegio de su barrio. El centro era un lugar rabiosamente triste, como tantos de los de una ciudad en la que el de El Pilar, que parece el internado lúgubre de Jane Eyre , era ya entonces el colegio más apetecido.

Primi, de natural tímida, no salió ganando con el cambio. Cuando los niños se enteraron de su pasado africano comenzaron a llamarla «negra», primero, y «sucia», después. Ella no entendía nada, pero se le quedaron para siempre un sentido de la prudencia y un exceso de prevención con los demás que, lo sabía ella, en muchas ocasiones no le valía más que para perder oportunidades de pasárselo bien.

Lo escribía todo desde siempre. No satisfecha con cumplir con el suyo, llevaba los diarios de su padre y de su madre. Así que cuando acabó el bachillerato ya había pasado dos veranos como meritoria en un periódico, el Ya , que acometía vacilante la recta final de su existencia. Durante los tres años siguientes alternó trimestres esporádicos en el diario católico con temporadas atendiendo en una droguería de la calle Embajadores. Al fin entró en plantilla en la gaceta de sus eventualidades. Pero a los dos meses, víctima de las reestructuraciones que jalonaron el declive del periódico, Primi volvió a quedarse fuera. Fue cuando le propusieron fichar por un nuevo proyecto editorial. Aceptó y en octubre de 1983 ingresó como redactora en la revista Actual Noticias , chapuza prensaria que nadie habría echado en falta si un día se hubieran suicidado a una las linotipias del orbe. Firmaba sus reportajes como Azucena García, por lo feo que era su nombre de pila y, sobre todo, porque le daba vergüenza aparecer en tal publicación cochambrosa con su verdadera identidad.

Primi se casó con Blas Sáez en agosto de 1984. Vivían desde entonces en la calle Guillermo Pingarrón, en el barrio de Palomeras, en un piso pequeño y rancio heredado de un abuelo de él. La casa vencía para un lado. De entrada, era un desnivel que apenas se notaba en la percepción consciente. Pero meses y meses de tomar sopas de bordes excéntricos respecto a los del plato, de no poder meter en casa un balón que no se pusiera a evolucionar él solo, de que lo fregado del suelo se secara antes por el este que por el oeste... Meses y meses de volver locos a los líquidos del oído habían hecho mella en el ánimo de ambos.

Blas era profesor de Economía en la Universidad Complutense de Madrid. Suena muy bien, pero aquello era un cuerno podrido de marca mayor. Como profesor adscrito, sólo se le requería durante cuatro horas a la semana, con lo que sus ingresos tampoco eran gran cosa, y su centro de trabajo no podía estar más lejos de su domicilio. Con eso y todo, lo peor era que impartía su docencia en la Facultad de Ciencias de la Información, Rama de Imagen, donde el programa académico contemplaba asignaturas tan descolocadas como esta suya. El alumnado despreciaba estos planes de estudios, porque no entendía qué pintaba materia tan prosaica en enseñanzas que ellos querían tan líricas.

Barruntándose esta animadversión, que era cierta, pero a la que Blas quiso ganar por la mano con excesivo celo, el profesor se presentaba ante sus pupilos revestido de una más que postiza antipatía, una actitud de escéptico de recia dureza con la que anticiparse a la previsible hostilidad que pensaba encontrar. Con su forzada mirada torva pretendía infundir un miedo que cercenara por la base el más que posible amotinamiento de los cientos de alumnos que en aquellos días cursaban estudios de Imagen.

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