Santiago Lorenzo - Los millones

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A uno del grapo le toca la Primitiva. No puede cobrar, porque no tiene DNI. En los 90 días de plazo para intentar recibir el dinero del premio, conocerá a una mujer con la que compartirá un alto déficit de cariño y una pasión casi infantil por los trenes. Manual de supervivencia, retrato de la tiranía del dinero y de la búsqueda de identidad, el debut en la narrativa de Santiago Lorenzo es un clásico de culto de nuestras letras. «Metió toda la chatarra en una caja vacía de galletas Reglero. Luego, muy quedito, Francisco se echó a llorar. Se sintió pobre, como pobre se había sabido siempre. Pero ese día, con las piezas de su tren de plástico escondiéndose bajo los tres muebles de su piso sobrecogedor, su pobreza le cayó antipática. Por oír a alguien, habló él. „Para no haber creído nunca en la suerte, qué mala que la tengo“.»

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El suceso de Correos le devastó el ánimo. Pero a mediados de marzo, quizá por la insatisfacción de la pornocuriosidad frustrada, Francisco se encorajinó. El viernes catorce, día de cobro, mientras volvía a casa por la tarde en el 49, Francisco cayó en la cuenta de que, a una mala, conservaba sus 3.227 pesetas intactas. Se encontró guapo viendo las cosas por el lado bueno. Confortado por el descubrimiento, dejó pasar una parada, y otra, y otra. En Plaza de Castilla cambió el 49 por el 147, y cruzó medio Madrid mientras valoraba la belleza del optimismo.

El autobús llegó a Callao, su fin de trayecto, y Francisco se sintió capitalino. Bajó, compró un Bony, se lo comió y, eufórico quizá por el azúcar, decidió del todo que iba a regalarse un tren eléctrico.

Cogió Gran Vía, un Bravo Murillo a lo bestia, y, por la acera de los impares, llegó al Bazar Mila. Avergonzado por su afición infantil, se asomó al escaparate con cara de estar mirando los puzzles para adultos. De reojo, vislumbró dos equipos de trenes en exposición, con máquina, transformador, circuito en óvalo y tres vagones cada uno.

El embalaje del de la izquierda traía sus rótulos en alemán. A través de su ventana de acetato, Francisco podía distinguir los remaches de la caldera de la locomotora, las tampografías de los vagones de mercancías y los manillares de las portezuelas de los coches de pasajeros, tal era su grado de detalle. La caja del otro, una referencia española de marca Magic-Tren, daba idea de un trabajo mucho más basto. El plástico de sus unidades parecía más gordo, las vías eran más toscas y las inscripciones ferroviarias de los vagones eran pobres pegatinas impresas con colores excesivos.

Podía comprar el alemán sólo si cosía casi cinco mil ochocientas camisetas más durante la próxima semana, lo que mandaba la caja al infierno de los apeaderos. El precio del tren nacional era de 4.445 pesetas. Decidido a no quedarse sin regalo de cumpleaños, pues llevaba ya suficiente desaire del destino con el episodio del «Pleasure Image», despreció los peligros de dedicar al ocio todos sus ahorros (más otras 1.218 pesetas que habría que arañar del resto de partidas) y entró en la juguetería. Con su cartera en la cazadora, con su bolsillo en el pantalón. Con su dinero.

Como le apuraba todo este infantilismo, explicó al dependiente que el juguete era «para un hijo de un hermano», sin caer en la cuenta de que, de haber sido verdad el comentario, habría dicho que el tren era sencillamente «para un sobrino». El tendero del bazar lo pasó todo por alto, porque el MagicTren llevaba dos navidades sin hallar ni sobrinos ni tíos que se lo quisieran llevar.

—Pues ya verá como acaba jugando con él toda la familia —le dijo el tendero para ayudarle a pasar el trago.

Francisco soltó todo aquel chorro de dinero, en gran parte en calderilla, sudó de emoción durante el tiempo que tardó el dependiente en envolver el tren y meterlo en una bolsa gigante, y salió a la calle en estado de excitación, con 2.747 pesetas para toda la semana (el Bony le había costado siete duros).

Deseó hacer el deporte por la Gran Vía —aquello sí que era un estadio—, volvió a Callao, cogió el tramo corto de Preciados, sospechó de un patillas con pinta de chivato, lo despistó deteniéndose ante el escaparate de Corinto Marisquerías (donde era muy habitual ver a gente quieta mirando las nécoras) y siguió hasta desembocar en la plaza de Santo Domingo. Comprobó otra vez que tal área, dominada por el parking a cielo abierto pintado de azul, era todo un muestrario de estilos arquitectónicos del siglo. Se fue a oler La Alicantina, que vendía turrones y helados todo el año y, para su sorpresa, el patillas reapareció por San Bernardo. Francisco, el de «el deporte» y el de «huir estándose quieto», se metió en la administración de lotería del frontal del parking, lugar lleno de personal papando moscas, y tomó un boleto de la Primitiva que empezó a rellenar por disimular, pendiente en realidad de lo que ocurría fuera.

El patillas merodeó, Francisco pintó aspas y el sospechoso acabó significándose como paisano a lo suyo cuando apareció su novia y se fue con ella tan campante. Francisco respiró. Cuando iba a romper el billete, sin embargo, la lotera le conminó impertinente:

—¡Traiga pa sellar!

Francisco vaciló, pero la lotera quería fomentar el nuevo juego de la Primitiva que el Organismo Nacional de Loterías y Apuestas del Estado, entonces llamado ONLAE, había lanzado hacía seis meses escasos.

—¡Óigame! ¡Que lleva ya aquí un rato como lelo! ¡Que si no va a jugar no se puede aquí permanecer! ¡Que aquí no se puede sin jugar!

A Francisco no le quedó otra que dar el boleto a validar. El destrozo sobrevino cuando la lotera le pidió los cinco duros que valía la columna. Por no significarse, Francisco pagó. Recogió el boleto sellado, lo guardó en su cartera y salió del local con el tren eléctrico en su bolsón. Había perdido veinticinco pesetas de la manera más tonta, pero aquel era día de despilfarro y se sentía contento. Aquella era jornada de locura. Para rematar la ruina, entró en el bar-restaurante De Prado de la calle Silva y se pidió un café con leche y una magdalena. Nada le iba a estropear su training day . Que en inglés significa «día de entrenamiento». Pero que para Francisco comenzó a referirse ya para siempre al día en el que se compró el train y anduvo por Santo Domingo con él a cuestas, dándose al turismo, zafándose de supuestas vigilancias y perdiendo dinero con la alegría de un inconsciente.

El 147 le devolvió a casa. Sacó el equipo de la bolsa y abrió el paquete, conservando ambos envoltorios de buen plástico y mejor papel, respectivamente. Levantó la tapa de la caja, con su ventana de acetato pegada al cartoncillo. Aquello olía a nuevo. Extrajo las instrucciones, lo primero, y les dedicó un rato. Luego comenzó a sacar tramos de vías, doce curvas y dos rectas. Pensó que sería mejor establecer el circuito sobre una mesa en vez de sobre el suelo. De esta forma los raíles cogerían menos polvo y la perspectiva del convoy, si se sentaba, reproduciría mejor la ilusión de realidad.

Una vez compuesto el óvalo se ocupó del transformador. Era todo muy sencillo: dos guías, una por raíl, una por polo, una por ranura. Tal y como recomendaban las instrucciones en lo referente a mantenimiento, Francisco repasó las vías con un trapo limpio humedecido con Nenito, porque alcohol no tenía, para eliminar posibles partículas de suciedad que entorpecieran el flujo eléctrico. Luego tomó el libro de Julio Verne y lo colocó abierto boca abajo sobre el tendido, componiendo un túnel esquemático.

Dejó para el final la extracción de los vagones y de la máquina. Sacó el material rodante a las doce y seis de la noche, cuando ya debería llevar más de una hora en la cama. Un tanto burdas sí que eran las unidades, pero tiempo habría de ir ahorrando para comprar más elementos de mejor fabricación. Al principio no se percató, pero luego descubrió con placer que al vagón-correo se le podían abrir sus puertas deslizantes, y que la locomotora venía equipada con un pequeño faro.

Francisco colocó la máquina sobre las vías y le fue añadiendo a mano los tres coches. Era prodigiosa la facilidad con la que se enganchaban entre sí, sólo empujándolos con suavidad. Luego se fue al mando y giró la rueda de marcha. Muy poco. El tren no avanzaba. Lo sopló, no supo muy bien para qué, y volvió a darle. No se movió. Toqueteó el culo al convoy, por ver si así, con la ayuda que se debe a todo primer paso, la locomotora echaba a andar. Puso el mando a tope. Pero nada. Luego se sonrió muy aliviado, cuando cayó en la cuenta de que no había enchufado el transformador a la red. Se aseguró de que el aparato funcionaba a 125 voltios, tomó el macho y lo insertó en la hembra, sin acordarse de restituir el mando a su posición de parada.

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