Lo grande fue que, a base de llevar las cuentas, de prever remanentes, de planificar gastos e ingresos y de vigilar los convolutos, Francisco se encontró con que, a mediados de los ochenta, tenía ahorradas 3.227 pesetas. Las caminatas del verano (alguna hubo en invierno) y su indesmayable control de cada desembolso, su cuidado de los bienes y su pericia a mayores para los asuntos domésticos, algún hambre postergado y su conciencia de austero soldado, habían obrado el milagro. Se cortó de cogerse una manta de flores que tenía vista en un escaparate de la calle Jaén y, el martes dieciocho de febrero de 1986, decidió tirar la casa por la ventana, que para eso había cumplido años tres días atrás.
Hacía seis años que no estaba con una mujer. Habría sido peligroso. Las ansias se las pasaba como podía, pero había ido olvidándose de los momentos de besos, ya tan lejanos, y apenas conservaba en la memoria ninguna fotografía de cuando trató con chicas de verdad en el Grupo de Montaña «Pico Almanzor». Le faltaba el referente real que acolcha toda fantasía. Se decidió a pedir inspiración por correo y encargó un lote de seis películas de la colección «Pleasure Image» que ni hipnotizado habría podido comprar en el video club, como los ciudadanos desinhibidos de vidas normales. Se hizo con el cupón de pedido gracias a un Interviú que se encontró debajo de un coche y al que ya habían mutilado las fotos de los reportajes menos politológicos. El sello interurbano costaba dieciocho pesetas, el sobre cinco, y las producciones audiovisuales, novecientas noventa y cinco, incluyendo gastos de envío. Solicitó.
A los ocho días le llegó el aviso de Correos: el paquete ya estaba en la oficina de la calle Pinos Alta. Francisco trabajó a toda prisa el viernes y, con el rédito productivo obtenido, se tomó media hora de la mañana del sábado para ir a la estafeta. Mala idea, porque la afluencia de público era notable a pesar de que sólo eran las ocho de la mañana. Algo que ya de por sí era preocupante, estar con otras personas en recinto cerrado, devenía en sangrante ante la expectativa de que pidiera su envío y apareciera el funcionario con un paquete repleto de referencias al contenido: una pera con corazones, «Cine para ver solo», una lengua babeante, dos chicas poniendo caras, cosas así.
Francisco se colocó a la cola de la ventanilla de entregas, atendida por dos funcionarios. Uno de ellos era un necio de risa fastidiosa que había librado la semana anterior. El otro, aquel que le sufría.
—¡Que qué tal las vacaciones, me pregunta el hijo puta! ¡Pues cortas, joder, cortas! —gritaba.
El de Correos encontraba graciosísima su ocurrencia, se reía atronando la oficina de simpatía personal en el trato y le daba pescozones al de al lado, que se lo permitía porque tenía menos trienios. Despachaba jacarandoso y con celebración de los clientes, que le llamaban por su nombre y le decían afables «¡Desde luego, qué cabrón!».
—¡¿Eh?! ¡¡Cortas!!
La cola avanzaba. Francisco sudaba de apuro, componiéndose en la cabeza las cuatro posibilidades de vergüenza: inscripciones o no en el paquete; cartero asqueroso o discreto; y su combinatoria. El funcionario cachondo trayendo un envoltorio repleto de marcas era lo peor. El sujeto normal entregando un envío sin más mácula que el nombre del destinatario, lo mejor. Le tocó el payaso.
—Hola —dijo Francisco después de tragar la saliva que no quería que se le pusiera en la garganta cuando tuviera que hablar.
—El resguardo —exigió el chistoso.
Francisco dejó sobre el mostrador el documento y el dinero, que ya había separado en su cantidad exacta para abreviar un trámite que podía ser tan humillante.
El funcionario leyó el resguardo. Por un momento pareció que iba a poner las pegas que inventa el que quiere prolongar la charla para ahuyentar su aburrimiento. Pero optó por meterse en el almacén sin dejar de soltar sus chorradas, que llevaba horas desgastando pero que seguirían pareciendo recién concebidas mientras continuaran llegando nuevos parroquianos como público renovado.
—¿O dónde has visto tú si no unas vacaciones que sean largas?
Francisco empezó a temblar. Podía imaginar todas las gracias que le iba a dedicar el saleroso como encontrara motivo para pasar un ratillo divertido a su costa por los cromos de su paquete. «Te ha escrito la prima del pueblo, que te manda los videos de la comunión», «Mira qué cine-fórum te vas a marcar, con debate luego», o, matando dos pájaros de un tiro, espetándole al de al lado: «Aprende de tu hermana. Ella haciendo películas y tú un puto cartero».
Intentó subir el ánimo pensando que, como le había parecido oír en la radio, la sociedad española andaba mucho más suelta últimamente con lo de follar («es por la democracia»), pero Francisco no había notado nada. Le habría sido imposible tratar con aquel bocazas todos los detalles sobre que si «firme aquí, ponga la fecha de hoy, no ponga la de mañana que mañana es domingo y no estamos, ja, ja» delante de un paquete que llevara por fuera todo lo que Francisco se quería meter para adentro.
Pero todo fue bien. El funcionario regresó con un bulto muy discreto: una caja de cartón kraft con una ancha banda naranja y el bendito rótulo «Promociones Postales, S. A.» como todo remitente. El de Correos miró el paquete por abajo, para que pareciera que la suya era una ciencia inasible, y luego se dirigió a Francisco.
—Deme el DNI.
El enlace clandestino e indocumentado respingó. Recogió su dinero y su resguardo, por no dejar señas, y se fue a la carrera sin decir nada, pero absolutamente nada, dejando al cartero guasón demasiado perplejo como para ponerse a componer chistes nuevos. Ya a la una de la tarde, al funcionario se le ocurrió otra lerdez a cuenta de la anécdota con el cliente que se escapó por piernas («¡Si es que van como locos¡ ¡Si es que van como locos! ¡Si es que van como locos!»), con la que llenó otra media hora de tedio. A las ocho y diez de la mañana, sin embargo, y mientras las suelas de sus zapatos levantaban polvo en el enlosado de Correos, Francisco sintió que terminaba sin empezar su sueño de amor, porque no cabían caricias con alguien que, como él, no existía.
Con las manos vacías, llegó tristísimo a la marquesina del autobús para que el 49 le llevara de nuevo a la nave. Había fantaseado con una mañana de anhelo en el taller, una labor morosa y unas horas alargadas como un cable, un fin de jornada un poco adelantado y un regreso a casa sin paradas. Un vaso de agua para ver el espectáculo y un calcetín viejo para lo suyo. Muchos Rex muy cerca. Poner la tele, dar a los botones, mirar a las intérpretes... No iba a haber nada de eso.
Encendió un pito y miró hacia Bravo Murillo en sentido norte. Volvió a ocurrir lo que le pasaba siempre: nada más prender el cigarro, el 49 apareció grandón, obligando al despilfarro de tabaco. Le daba vergüenza descapullarlo para fumárselo después, porque iban a pensar los demás que era un rata. Miró a ver si había gente en el entorno de la marquesina, porque si había poca, animado por la contrariedad recién sufrida, le pensaba echar audacia, apagarlo y guardárselo para cuando llegara al taller.
Sólo había un señor. Que, tan serio, llevaba bajo el brazo una caja de cartón kraft con una ancha banda naranja y el rótulo «Promociones Postales, S. A.», impreso en el anverso. Una caja tan discreta, sin marcas, que el paisano llevaba con la confiada naturalidad de quien saca a su nieta a pasear. A Francisco le entró un poco la risa.
—Mira ese. Qué llevará ahí, dentro de esa caja tan poco elocuente —se decía a mala baba mientras se deshacía de la brasa del Rex.
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