Dotado de una gran retentiva para el vocabulario, no perdía oportunidad de desplegar su palabrería a poco que viniera a cuento, por parecer listo. Así, su habla devenía en un esperpento semántico que lo acercaba a ciertas fases del deterioro mental por consumo de estupefacientes —que él, cobarde para todo, ni cataba. En este empeño por arrollar con lindos vocablos, a Toharia le pasaba lo que le ocurre a quien lanza al ataque todo su material a las primeras de cambio en una partida de ajedrez: que siempre sale perdiendo. La gente lo despreciaba porque siempre estaba en mate.
El lunes diecisiete de marzo de 1986, Emilio salió de su despacho e irrumpió en la zona central de la redacción con la tranquilidad nerviosa de cuando se indignaba.
—¿Quién me ha empleado la máquina de escribir mecanográfica?
Todos los presentes respingaron porque todo indicaba que sobrevenía un nuevo, estúpido enfado. Los tres de la vocación novelera prepararon los lápices y afilaron las orejas.
—¡Que ya os lo tengo reiterado, joder! ¡Que para mí es contrariante que me la toquéis!
—Toharia, si sólo hay cuatro máquinas de escribir para nueve personas —terció Patús, intentando racionalizar el suceso—, pues es que es normal que tengamos que echar mano del poco material...
—¡No hay cuatro! ¡Hay tres, más una cuarta fuera del tiesto que es la mía, fuera de inventariado porque es para uso y disfrute mía sólo!
Los literatos copiaban al vuelo, por no sufrir la regañina al parecer que laboraban y por sacar provecho al torrente. Continuó Toharia:
—¡Que me da mucho asco! ¡Que os ponéis a disponer de ella, os quedáis en blanco, y a meteros el dedo en la nariz! Y los deditos, luego a posarse a las teclas. ¡Y luego, a tocarlas yo! ¡Coño, qué asco!
Lo mejor era dejar que acabara de oírse. Ya volvería a su despacho, a hacer llamadas inútiles y a juguetear con el fax. Pero se fue a Primi, que remataba un reportaje de refrito sobre el mudéjar en Teruel. Ella, que no acababa de adaptarse ni al medio ni a su director, se rogó calma a sí misma.
— Oyes —así decía—, una empresa de recursos humanos ha organizado un cursillo para ejecutivos con pánico al avión, o miedo. Les reproducen unos videos, les propinan unas charlas y el sábado se los llevan de Barajas a Cuatro Vientos con unos psicólogos-psiquiatras. Vete y les haces un reportaje. Este es el teléfono de Luis Ortiz, que es el de prensa de la empresa.
—¿Tienes el teléfono de inscripciones? —preguntó Primi.
—¡Pero que tú no te tienes que apuntar, que tú vas de prensa!
—Pensaba que ibas a decirme que me inscribiera. Que se trataba de que se creyeran que yo también soy de los que se acojonan en el avión. Para que no se me corten los ejecutivos. Ni los psicólogos, ni los de recursos humanos.
Toharia cayó en la cuenta de que la idea era buena. Pero se empeñaba en disimularlo todo, y en hacer como que siempre estaba al cabo de la calle con su extraño castellano.
—Claro, claro. Vale. Eso es más óptimo. Luego te dispongo el teléfono.
—Gracias.
Por evitar silencios, Toharia se irguió dinámico y se lanzó a hablar de cualquier cosa.
—¡Qué ascoso lo de la máquina! ¡Ahora, hasta que no acuda la de la limpieza, a escribir con mitones de látex!
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