Respiró profundamente. Contó hasta tres. Necesitaba llamar a Carmen.
—Hola, Blanca —respondió—, ¿cómo estás? ¿Has podido descansar?
—Hola, Carmen —contestó algo más tranquila—. Sí, gracias por preocuparte. ¿Hay noticias de Mario?
—Nada… He vuelto hace un par de horas. Álex se ha quedado toda la noche.
—¿Está ahora contigo?
—No, hace un rato que se ha marchado, quiere hablar con su jefe para pedirle unos días libres.
—De acuerdo, voy para allá. Nos vemos en un rato.
Colgó con cierta desazón. Regresó al portátil y volvió a sucumbir al infierno que le provocaban aquellas fotografías. Álex… Solo Álex. Dichoso el día que llegó a su vida. «Todo esto es culpa tuya, lo sé», murmuró . Era cuestión de tiempo que se vieran las caras. Después de tanto tiempo, ¿estaría preparada? Si Mario le tenía en alta estima, era por algo, un algo que Blanca sabía muy bien.
Podría haber esperado un tiempo. Debería haber intentado disimular las ganas que tenía de salir de casa de sus padres y desconectar un rato. Carmen observó cómo su hermano se dirigía como un rayo hacia la puerta sin despedirse.
Discutió con sus padres una vez más. Lo habían contratado en un conocido restaurante vegetariano del centro de Palma y a sus padres la noticia no les había sentado muy bien. Mario solo quería ganar un sueldo con el sudor de su frente, sin tener que recurrir al ahorro de sus padres o tirar de la herencia de su abuela. Juan Antonio y María del Mar seguían insistiéndole a su hijo que debería retomar los estudios para ser abogado, tal y como su padre había hecho cuando era joven. No veían con buenos ojos que Mario hubiera adoptado esa postura bohemia y rebelde que no encajaba con la familia.
Cada decisión tomada por Mario era una decepción constante para sus padres. Sus planes eran totalmente contradictorios a los deseos de la familia. Si por ellos hubiera sido, Mario sería uno de los más reconocidos abogados de las islas Baleares, postergando el apellido Amengual generación tras generación, tal y como habían hecho sus padres, y los padres de sus padres… Vamos, que eran una familia adinerada y capitalista que lo único que le interesaba es que su apellido siguiera siendo uno de los más reconocidos de la isla. Bastaba con ver su hogar: un caserón en mitad de una finca rodeada de palmeras, higueras, limoneros y naranjos muy cerquita d’Es Coll d’en Rebassa.
Pero Mario nunca había querido ser abogado, sino traductor. Los idiomas era algo que le apasionaban fervientemente. Su afición le vino por los videojuegos, dado que, en España, la mayoría de ellos suelen llegar localizados en inglés con subtítulos en castellano, cosa que Mario agradecía ya que ayudaba a poner en práctica su aprendizaje. También disfrutaba de la mayoría de las series en su versión original, tal y como hacía con el cine. Le apasionaba. Sus dos diplomas de inglés tipo C2 y alemán tipo A1 lo demostraban. Su sueño había sido ser traductor de videojuegos, pero, por desgracia, era un trabajo con pocas salidas en la isla y que, en su mayoría, ya estaban ocupados. Así que decidió recorrer otra senda totalmente distinta: la noche. Otra de las cosas que Mario amaba con total devoción. Para él, era uno de los mejores momentos del día. Tener todo el silencio reunido para concentrarse en temas que reclamaban totalmente su interés como la lectura, la escritura, la traducción de escritos, documentación sobre civilizaciones perdidas… Se pasaba horas frente a su ordenador buscando información, indagando en blogs, páginas de Internet, periódicos digitales extranjeros y todo cuanto se le pusiera por delante con un simple clic. Pero Mario era realista. Sabía que no hay recompensa sin esfuerzo, y si aspiraba a ser alguien en la vida tendría que currárselo. Trabajar de verdad, no seguir soñando. Quería aprovechar parte de la herencia que le había dejado su abuela Isabel cuando murió cuatro años antes. Su objetivo: montar un bar de copas para costearse la oportunidad de ser… ¿naturalista? Tal vez. Lo único que tenía claro es que necesitaba viajar, vivir experiencias y absorber información de todos los rincones del mundo. Y para eso hacía falta dinero. Mucho dinero. Al fin y al cabo, era su meta a corto plazo.
Carmen no lo entendía. No apoyaba a su hermano. ¿Tan difícil era comprender que Mario era un inconformista? Cuando le dio la noticia a su hermana de que el fin de semana entraría a trabajar en aquel restaurante de camarero casi le da un patatús. Decepcionada, mostró su disgusto. E incluso se hizo la sorprendida. Claro, como ella estudiaba en el colegio privado de mayor prestigio de Palma y, presumía de ello, no estaba en sus planes que tuviera un hermano que quisiera ser un simple camarero. ¿Qué pensarían sus amigos? ¿Su familia? Mario estaba cansado de aguantar la misma historia una y otra vez. Juan Antonio, su padre, le había reprochado una y otra vez que era la oveja negra de la familia; por otra parte, María del Mar, su madre, siempre había apoyado a su marido. No aceptaría que tuviera un hijo con las ideas tan claras. Pensándolo bien, era normal, nunca había tenido la oportunidad de elegir por ella misma. Sus padres también provenían de familias acaudaladas y ya se sabe, de la mentira, comerás, con la verdad, ayunarás.
¿Por qué debía aguantar tanta crítica y tanta estupidez de su familia? ¿Cuándo recibiría Mario un poco de apoyo? Era inconcebible. Mario estallaría en cualquier momento, pero, mientras tanto, lo mejor era huir a un lugar mejor.
Por eso no disimuló su enfado cuando cerró la puerta de un portazo. Se puso los auriculares para evadirse de la realidad y comenzó a caminar.
Recorrió el casco antiguo de Palma en dirección al Paseo Marítimo. En una de aquellas rurales e intrincadas calles —cerca de la plaza de la Mercè—, observó a una anciana sentada en cuclillas vestida con traje oscuro y pañuelo con flores estampadas envolviéndose el cabello, ambos muy sucios. En una mano sujetaba un vaso de plástico y en la otra… Bueno, en la otra no tenía mano, solo un muñón. La anciana vagabunda presentaba arrugas en cualquier recodo de su rostro, y observaba con ojos atormentados a Mario, que se mostraba reacio a ese tipo de personas. La señora susurraba algo que Mario no lograba entender, quizá por el hecho de llevar los cascos con su música preferida puestos, o bien por el hecho de que aquella anciana no hablaba español a la perfección. Aunque el que agitara un vaso de arriba abajo para hacer sonar las monedas que había dentro lo traducía directamente en lenguaje universal. Mario leyó el lema del cartel de cartón que había improvisado la vagabunda y que rezaba así: « Echa monedo para comer. a tu sobra, a mi falta. Mi familia agradece, tus sonreír todo el dia ». A Mario le invadió la melancolía. ¿Qué historia ocultaba aquella anciana? ¿Sería cierto que necesitaba monedas, o sería una pantomima más de personas que se hacen pasar por vagabundos? Los tiempos habían cambiado, y Mario no se fiaba ni de su sombra. Sin embargo, se rascó el bolsillo y le depositó tres monedas de dos euros en el vaso. La señora le dio las gracias con un guiño y Mario sonrió. El lema había funcionado.
Corrió durante dos horas por el Paseo Marítimo. Uno de los grandes paisajes que regalaba Mallorca. Dio un tour por la Almudaina y La Seu —o también catedral de Santa María de Palma de Mallorca—, enormes edificaciones que custodiaban las antiguas murallas romanas y renacentistas de la ciudad. Sin embargo, era el templo gótico levantino lo que embelesaba a Mario. La belleza de la catedral no tenía parangón, podía pasarse minutos contemplando cada una de sus esquinas mientras escuchaba Tubular Bells de Mike Oldfield por los auriculares.
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