Charlie Jiménez - De viento y huesos

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Mario es un joven de 34 años que proviene de una familia adinerada. Aparentemente, nunca le ha faltado de nada. Sus padres regentan uno de los más prestigiosos bufetes de abogados de toda Cataluña, su hermana y amigos han sabido mantenerse cerca de él cuando lo necesitaban. Sin embargo, siempre ha descuidado el amor. Un día, Mario toma una trágica decisión que cambia por completo la vida de sus seres queridos. Viento y huesos no solo es un viaje a los paisajes más impresionantes y recónditos de Mallorca, si no a una mente quebrada por las fuertes pasiones, y el desconcierto que supone la falta de cariño. Charlie Jiménez, en su segunda novela, arriesga y sorprende por narrar de cerca los problemas con los que convive el ser humano.

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Mallorca era un paraíso. Siempre se lo había dicho a sí mismo. Pero mientras meditaba sobre el significado de aquella frase, sentía punzadas en el pecho. Quizás y solo quizás, no era el paraíso que la vida le tenía reservada.

Era su primer día de trabajo. Por la tarde, se vestiría de traje para servir platos en el mítico restaurante vegetariano de Plaza de España. Para recargar energías, necesitaba una buena charla con alguien de confianza. El primero que le vino a la cabeza fue Álex, pero lo descartó de inmediato, ya que apenas lo conocía de un día. ¿Por qué habría pensado directamente en él? Estaba claro que Mario había visto en él a una persona en la que se podía confiar. Cosa poco común, pero solía tener buen ojo para ese tipo de situaciones. Traspasaba a las personas más allá de su propia apariencia. El segundo fue Kovak, pero también lo descartó. Solía estar tan ensimismado en sus propios problemas que de poco servía que Mario le contase los suyos. Así que finalmente optó por alguien con mayor experiencia en la vida. Mario quería saber si su decisión había sido la más acertada para todos, así que acudió al consejo de su abuelo Matías.

Bastón en mano, Matías abrió la puerta de su casa, una planta baja situada en pleno centro de Palma. No hizo ni un amago de sorpresa al ver a su nieto, tan solo levantó levemente las cejas, una de sus tantas señas de identidad.

—Dichosos los ojos que te ven, Mario —saludó su abuelo.

—Yo también me alegro de verte, abuelo.

—¿Qué? —se quejó Matías—. Con el tiempo que llevas sin pasar por aquí, ¿te regodeas de mí?

—Abuelo… Que nos conocemos. No he podido venir antes. —Mario apretó los labios, incómodo—. ¿Vas a dejarme pasar o me vas a repasar la cartilla en la puerta?

Su abuelo se apartó y ambos se dirigieron al salón.

—Ve tú delante, que yo ya no tengo las rodillas como antes —comentó a su nieto—. Anda, pórtate como un buen nieto y sírveme un vermut.

—Abuelo, vas a comer dentro de poco. ¿No puedes esperar?

—No me seas rancio y sírveme. Con estos años encima uno no está para perder el tiempo.

Mario cogió la botella que siempre tenía preparada en la encimera de la cocina. Cogió un vaso pequeño y se lo sirvió. Observó a su abuelo. Un anciano con las arrugas suficientemente marcadas por el paso del tiempo y la experiencia, su vestimenta tampoco le rejuvenecía, vestía con un atuendo grisáceo y marrón, y una boina negra en la cabeza. Reposaba las manos en esa incipiente barriga redonda, mientras miraba la televisión. Su bastón estaba cerca de la butaca donde descansaba y se cubría las piernas con una manta de punto color granate. «Un anciano en una casa anciana», pensaba Mario. Aunque tenía un jardín con varios limoneros y múltiples plantas, y unas vistas impresionantes de la playa más concurrida de Palma, era mucho más acogedor estar dentro de esa casa donde almacenaba multitud de recuerdos de su infancia. Eso le hizo sonreír.

—Te echaba de menos, abuelo —dijo sin borrar la sonrisa de su rostro.

—Sí, claro. Se nota —se quejó el anciano—, por eso llevas dos meses sin verme.

—Han pasado muchas cosas últimamente.

—Ahora entiendo para qué has venido —dijo el anciano pegándole un trago al vermut.

—Vamos, abuelo. Solo puedo contar contigo. Eres el único que me entiende.

—A ver… —Matías recapacitó. El enfado siempre era algo provisional cuando se trataba de su nieto—. Cuéntame. ¿Qué pasa? ¿Otra vez problemas en casa?

—Algo así… La verdad, no sé por dónde empezar.

—Se empieza por el principio —dijo su abuelo con cierta sorna.

Mario no se hizo esperar.

—Hace meses que ando barajando ciertas posibilidades. Hoy es mi primer día de trabajo como camarero en el restaurante vegetariano que está en Plaza de España. Debería estar contento o nervioso, sin embargo, no siento nada. No dejo de pensar por qué mis padres siguen desaprobando mi decisión. He estado ilusionado desde que me llamaron para decirme que había sido seleccionado, hace ya dos días, pero hoy… Cuando se lo he dicho a mis padres, no se lo han tomado nada bien. Mamá me ha mirado con una cara de «te voy a matar como aceptes» y papá… papá me miraba fijamente a los ojos y me hace sentir la peor de las personas instándome a llamar al restaurante para decirles que no quiero ese puesto. No lo entiendo, abuelo. ¿Sabes qué es lo peor? —le preguntó más con la mirada que con la voz—. Carmen. Es mi hermana, sí, pero me saca de quicio. No puede evitar darle la razón a papá en todo. Claro, ella quiere ser abogada como papá, así que hace todo lo posible para ser su ojito derecho. Mamá, como siempre, calla y asiente, eso es lo peor, pero no se da cuenta de que así hace más daño que si dijera algo. Carmen se ha convertido en una persona muy estúpida. Ya sé que está mal que hable así de mi hermana, pero es lo que pienso. Quiere conseguir a toda costa ser la mano derecha de papá, postergar el apellido Amengual. Llevar el bufete cuando papá se jubile. Lo sé, se le nota en la mirada. Yo soy la oveja negra de la familia, está claro, pero es que, abuelo, yo no sirvo para ser abogado.

—Eso es cierto, no lo puedes negar —opinó Matías.

—¿A qué te refieres con eso de que «no lo puedes negar»? —preguntó su nieto con cierta desazón.

—Que no sirves para ser abogado porque estarías aceptando ser algo que no eres. Tú estás hecho de otra pasta. ¿No lo ves? Aunque hayan pasado dos meses desde la última visita, sigues viniendo. Tus padres llevan medio año sin pasar por aquí. Siempre envían a alguno de sus criados cuando me hace falta algo. Con Carmen es distinto. Carmen es una persona muy influenciable y se deja pisotear por tu madre. Esa arpía. No sé cómo mi hijo decidió casarse con semejante insulto. Pero bueno, todavía habrá que darle las gracias, si no, no hubierais nacido vosotros dos. A lo que iba, que me ando por las ramas. Tu madre solo piensa en conseguir más poder, y está demasiado ocupada pensando en el qué dirán, por eso pisotea e intenta influir sobre las decisiones que toma tu padre. Hace lo mismo con tu hermana. Si por ella fuera, la empresa la llevaría Carmen. Pero tú no eres como ellos.

—¿Y cómo soy? A veces ni yo mismo lo sé…

—Ambicioso. Soñador. Elocuente. —A Mario le sorprendió la rapidez con la que contestó su abuelo—. Aunque a simple vista no lo veas, está todo relacionado. Si tú llevaras el bufete Amengual te sentirías encerrado en esas cuatro paredes de tu despacho. Y no me cabe duda de que serías el mejor abogado de todos. Inteligencia tienes de sobra; entereza, también; decisión, quizá un poco. Pero seguirías buscando algo con que complementar tu vida.

—¿Crees que eso es malo? —Mario no disimuló el temor de formular la pregunta.

—Nunca hay que temer lo que uno siente —contestó su abuelo sin apartar la vista del televisor. Mario le acarició el brazo e hizo un ademán para que lo apagara. Su abuelo cedió y continuó consolando a su nieto. Esta vez sin la interrupción constante de los anuncios televisivos—. Voy a ser más claro: nunca dejes de soñar. Que nadie te robe los sueños, ni tampoco te los dejes robar.

—A veces me siento tan perdido…

—Estar perdido es sinónimo de ser inconformista. Eso nunca puede ser malo.

—Entonces, ¿crees que he tomado una buena decisión?

—Mario, te voy a contar una historia y quiero que me escuches con atención. Si tras escucharla decides que has tomado una mala decisión te la volveré a contar, pero narrándote otro final. ¿Estás preparado?

Mario asintió, ansioso por escuchar la historia de su abuelo.

—Bien, allá va:

»Mallorca también estaba en guerra. Puede que la Guerra Civil asolara toda la península ibérica, pero aquí en Mallorca, la guerra se sentía por igual, hasta diría que con más intensidad. No olvidamos nuestras raíces, nuestros antepasados, los payeses que labraban la tierra para darnos de comer ya las pasaron canutas. Cuando las milicias desembarcaron en las costas de Mallorca mis padres se temieron lo peor. Siempre habían tenido un sueño: regentar una cafetería en pleno centro de Palma. Un sueño que se vio truncado por tropas, bombarderos y los cañones que asolaban cualquier fachada que se cruzara en su camino. Hacía apenas tres meses que habían inaugurado la cafetería. Una cafetería reformada con cariño y con los ahorros que les había aportado trabajar de sol de sol en las tierras de la isla labrando para cosechar patatas. El Bar Nacional. Así se llamó durante un período de tiempo muy corto.

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