Tras crear consciencia de la situación, se frotó los ojos y se puso en pie con cierta dificultad. Mientras se tambaleaba por el pasillo se acercó al salón y se dejó caer en el sofá. Aquella casa le recordaba demasiado a él. Tenía su presencia impregnada por todas las paredes y muebles. No sabía muy bien por dónde empezar. La situación era la siguiente: podría encender el ordenador personal de Mario —ya que sabía la clave— y empezar a investigar los sucesos de los últimos tres años que quedaron registrados en sus redes sociales. O bien, poner la casa patas arribas para encontrar alguna pista que le ayudara a comprender el contenido de la carta. Pero, en ese instante, Blanca no se preguntaba qué método era el más eficaz, si no, ¿cómo era posible que Mario hubiera cometido un acto tan egoísta? No era propio de él. Tampoco había secretos entre ellos. Se lo contaban todo. Es más, Blanca ejercía de psicóloga terapéutica y ayudó a su novio en todo lo que pudo y en lo que se dejaba ayudar. Pero, en cualquier caso, la terapia no habría surtido efecto, porque Mario se intentó suicidar. Entonces, ¿en qué demonios había fallado? Su pareja siempre había sido propensa a caer en ciertas tentaciones, pero siempre lo había hecho con cabeza. ¿Por qué le habría escrito aquella carta? ¿Qué razón se perfilaba detrás de todo ello? Esa pregunta traía de cabeza a Blanca.
Se acercó a la cocina y se preparó un café. Por desgracia, cada paso que daba a cualquier parte de la casa, le recordaba alguna escena vivida con Mario. Eso hacía del trayecto un gran esfuerzo. Taza en mano, y habitación tras habitación fue desgranando cada detalle que le venía a la mente, buscando algún comportamiento extraño de los últimos días que le ayudara a comprender algún detalle que le había pasado desapercibido. En su habitación todo estaba tal cual la había dejado el último día. No era capaz de volver a dormir en la misma cama si no estaba él. Cuando inspeccionó el aseo, descubrió algunos pelos de barba en el lavabo, también encontró restos de pasta de dientes cerca del desagüe. «Se afeitó y se cepilló los dientes antes de tirarse por la azotea, ¿por qué lo haría?», se decía. ¿Tendría algún sentido aquel detalle para ella? Claro que no, nada tenía sentido. Volvió a la habitación y recogió el portátil. Se sentó de nuevo en el sofá del salón y encendió el MacBook Pro. Puso la contraseña: «viento&huesos». El escritorio le dio la bienvenida. Pegó un sorbo al café que ya comenzaba a enfriarse. Indagó entre las aplicaciones para encontrar alguna pista, pero lo descartó rápidamente. Le fallaban las fuerzas. Se volvió a frotar los ojos, los tenía rojos de tanto llorar. Se reclinó en el sofá para reposar la espalda y cerró los ojos. Miles de imágenes volvieron a bombardearla. Era necesario volver a abrirlos, no se podía permitir dormirse por muy cansada que estuviera. Eso no iba con ella. Siempre había sido fuerte, ya se lo había demostrado a ella misma durante todos esos años. Desde que Mario le confesara parte de las verdades que se mencionaban en la carta de despedida. Ella lo había aceptado y asumido. Las personas son como son y no puedes cambiarlas. Blanca, como psicóloga que era, lo sabía muy bien. Mario era un torbellino de emociones, pero siempre se habían ayudado entre ellos ante cualquier adversidad. Siempre se confesaban cualquier secreto. «¿Qué secreto, Mario? ¿Tu depresión? Tú me pediste que no se lo contara a nadie», recordó. Aunque pensándolo bien, lo único que preocupaba a Blanca en esos instantes, era comprender. Comprender. Comprenderlo.
Se fijó en la barra de tareas. Había una página abierta en Word. Maximizó la ventana y leyó las primeras líneas para volver a llorar…
Blanca, cariño:
Sé que ahora estarás como loca intentando comprender los motivos de mi suicidio.
Te pido de todo corazón que no lo hagas. Sabes muy bien que esto era cuestión de tiempo. Tarde o temprano iba a morir, nadie lo hubiera impedido. Creo que el que tiene poder para decidir soy yo. Yo decido cuándo quiero morir.
No espero que lo entiendas, tampoco intentes entenderlo. Solo respeta mi decisión.
Siempre has sabido estar a mi lado en los momentos buenos y en los malos.
También sé que últimamente me he mostrado más receptivo con mi avance… Pero no, no puedo dejar de sentir lo que siento. Esto no va a parar nunca. No puedo evitarlo, va contra mi naturaleza.
Solo quiero que sepas que te quiero. Que te quiero de verdad, y que nunca he pretendido hacerte daño. Tú eres la única que puede comprender todo esto. No me odies, aunque yo lo haría si tú me hicieras lo mismo.
Solo puedo desearte lo mejor, encontrarás a alguien que te haga mucho más feliz que yo.
Te lo prometo.
Mario la conocía. Daba por hecho que una de las primeras cosas que haría su novia sería entrar en su ordenador. No podía creerlo. Le había dejado otra carta especial para ella.
No sabía muy bien si esa carta le habría provocado la reacción que Mario quería, pero sí sintió lástima. Lástima por darse cuenta demasiado tarde de que en realidad nunca la había amado. Ni tan solo una vez. La quería, sí, pero nunca de la misma forma que ella le quiso a él. El odio que le recorría el cuerpo eran síntomas inequívocos de que en lo más profundo de su corazón siempre lo había sabido, pero mantuvo la esperanza hasta el último momento porque Mario sintiera lo mismo. Él no podía ir contra natura. ¿Quién le recompensaría por haber estado tanto tiempo cuidando de su estado de ánimo, de su depresión? ¿Quién le devolvería aquellos años? Quizá su error fue esperar algo a cambio. No se puede esperar nada de las personas. Cada una de ellas actúa bajo sus propios intereses. Los humanos somos egoístas por naturaleza, siempre buscamos cómo sentirnos mejor. La decisión de cómo debemos comportarnos ante cualquier situación es plenamente nuestra. Blanca actuó, recapacitó. «Mierda», se dijo. Volvieron a asomarse las lágrimas por sus ojos… Y, sin esperarlo, una arcada le recorrió todo el estómago. Después vino otra. Y otra. Cerró el portátil y se dirigió corriendo al lavabo. Expulsó el café reciente, el anterior y los tres primeros del día.
Se quedó un rato así, a horcajadas, contemplando los azulejos. Intentando averiguar si su vida actual tendría algún sentido.
Se llevó una mano al vientre.
Regresó al sofá, se tumbó y cerró los ojos.
No los volvió a abrir hasta doce horas después.
Al despertar, la cabeza le daba vueltas. Un síntoma más cruel que la peor de las resacas. Había un cierto olor amargo que le resultaba familiar y le sacudía los sentidos. Una mancha oscura en el parqué le recordó su torpeza: era el café que, tras haberse quedado traspuesta, derramó por el suelo. Recogió la taza y la dejó justo al lado del portátil. Aquel hecho le devolvió a la realidad. No a la suya, sino a la de todos.
Limpió el lavabo del baño —se había acostumbrado a ese hábito por las mañanas—, puso ambas manos en forma de cuenco para llenarlas de agua y se las llevó a la cara para espabilarse.
Un sonido la alertó. Era su tripa, que reclamaba su ración de cada día. Debía alimentarse. No tenía ni pizca de hambre, pero lo necesitaba.
Se hizo unas tostadas con mermelada de fresa, una pieza de fruta y unas lonchas de jamón york y se las sirvió de desayuno. No obstante, el reloj de su muñeca marcaba las 17:16 minutos.
Regresó al portátil y empezó a hojear las fotografías que Mario tenía colgadas en su perfil de Facebook. Mario y Kokav; Kovak con el reflejo de Kovak en un espejo, Mario y Blanca, Mario y Álex, Mario y Álex de nuevo, Álex y Mario en una montaña, Mario y Álex en el interior de un vehículo, Álex y Mario en la playa, Álex, Álex, Álex… A Blanca le invadió una ola de animadversión. Era un odio irracional hacia Álex que aprendió a controlar hace ya algún tiempo. Solo ver su rostro provocaba en ella pura ansiedad. Estaba por todas partes. Mario tenía más fotos de él en Facebook, que de ella en todos sus álbumes.
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