Alrededor de las 14:30 estábamos a la altura de la desembocadura del río Miño, y abandonábamos las aguas españolas. Aunque el río Miño es navegable, su desembocadura está llena de bancos de arena que cambian continuamente por lo que solo debe intentarse la entrada con buen tiempo y cartas actualizadas. La guía Imray dice textualmente:
La entrada es difícil y puede ser peligrosa, habiéndose cobrado más de un yate así como numerosas embarcaciones locales. Es una alternativa solo con tiempo de calma y con poco o ningún oleaje. Una vez dentro, en caso de que se formen vientos u oleaje del Oeste, un yate puede quedar atrapado durante días. Hay muchas rocas, bajos y bancos en los alrededores, y en el propio río los bancos de arena cambian de lugar y las corrientes aumentan mucho de velocidad en la estrecha entrada, especialmente después de las lluvias. Una vez dentro del canal, no hay boyas ni otras señales de canal.
Con esta descripción apocalíptica comprenderéis que abandonamos nuestra idea original de acercarnos al menos hasta la Insua Nova, una isla baja en mitad de la desembocadura, ocupada en su totalidad por un fuerte de piedra, que tiene una imagen espectacular vista desde cualquiera de las orillas del río. Con pena decidimos pasar de largo, contentándonos con despedirnos de España haciendo un gesto al Monte Santa Tecla, de 350 metros de altura y con unas antenas en la cima, el último accidente geográfico de España antes de entrar en Portugal. No quisimos acercarnos a menos de 5 millas de la costa por si algo nos salía mal que los elementos no nos arrojasen contra la orilla.
Nos turnábamos a la caña cada hora. Había que salir con el traje de aguas completo y las botas Katiuskas, así como toda la colección otoño-invierno puesta, además del chaleco y el arnés. El que no gobernaba se quedaba dentro para intentar descansar, pero te ponía nervioso el ruido de los pantocazos y el silbido de la jarcia. La utilización de la cocinilla se hacía de rodillas, pues ni siquiera la cincha antiescoras te daba estabilidad, y descubrimos la única forma estable de comer para poder disponer de las dos manos: sentado en el suelo, haciendo cuña entre las rodillas que se calzaban en el borde del mueble del fregadero y la espalda que se calzaba en la puerta del baño.
Llegamos a Povoa de Varzim a las 20 h, casi de noche. Al parecer tiene una vista preciosa de las casas y el casino que bordean la playa, pero entre la oscuridad del anochecer y que en el extremo del dique de abrigo se forman rompientes con cualquier clase de oleaje, no pudimos disfrutar de las vistas concentrados como estábamos en la navegación. Además, la guía advertía la existencia de fondos “sucios” (quiere decir con rocas u obstáculos) hasta 30 metros mar adentro en el lado Sur. Tras pasar el dique de abrigo nos dirigimos al muelle pesquero. Era nuestra primera recalada en Portugal y todavía desconocíamos las costumbres de ese país, así que intentamos quedarnos con los pesqueros como siempre. Pero aquí los pescadores (por lo menos en esta primera impresión) no fueron tan amables como en España y nos mandaron a la marina deportiva. También pudo influir la dificultad con el idioma, que nos vieran como extranjeros o la simple extrañeza de ver un velero tan pequeño por esos mares. De todas maneras no nos importó ir a la marina porque al ser nuestro primer puerto extranjero convenía dejar los papeles a las autoridades y esto lo hacían a través de la marina.
Al aproximarnos a ella nos hizo gestos el marinero de guardia (Bruno) pues las oficinas ya estaban cerradas, indicándonos el amarre que debíamos ocupar. Enseguida vino Bruno a bordo con una carpeta de documentos para hacernos in situ la entrada en el país y los papeleos de la marina. El atraque es en pantalanes relativamente cómodos, con agua, electricidad, wifi (aquí pronuncian “guayfay”) y barato (8,5 € la noche). No había gasolinera, pero habíamos navegado casi todo el día a vela y podíamos prescindir de repostar. Descubrimos el invento que han aplicado para evitar la suciedad de las gaviotas en los pantalanes: es como un tendal por encima de todo su recorrido, hecho con un sedal de pesca casi invisible, donde se tropiezan con las alas si intentan posarse. Debe dar buen resultado pues lo vimos posteriormente, con distintos diseños estructurales, en casi todas las marinas de Portugal. Sin embargo la zona técnica y comercial es la mínima expresión de una marina, pues no estaba asfaltada, los barcos se situaban en un desorden sistemático, y no había ningún servicio, ni siquiera un bar o supermercado. Los aseos estaban limpios y en las proximidades había un intercambio de libros entre navegantes, una costumbre muy arraigada en otros países (no tanto en España) que permite renovar la biblioteca de a bordo sin coste. Se coge uno y se deja otro, sin más trámites. Posteriormente lo vimos en muchas marinas de Portugal, el único problema para nosotros es que la mayoría estaban en inglés. Íbamos tan apresurados de tiempo para cenar, actualizar el blog y tranquilizar a nuestras familias, y por el madrugón que nos teníamos que dar al día siguiente, que ni siquiera disfrutamos de las duchas. Al hacer recuento de los daños de esa navegación registramos una rotura en la vela a nivel de la camisa del sable superior, que había salido despedido y faltaba de la vela, y que se había soltado una bisagra de la tapa del banco sobre el pozo del fueraborda como consecuencias de las vibraciones y los pantocazos. Lo anotamos todo en la lista de bricolajes pendientes. Preguntamos a Bruno cómo se iba a la ciudad, solo nos indicó el camino para la zona del casino y los restaurantes. ¿Con qué pinta nos vería? Lo que necesitábamos era una cena rápida para no cocinar a bordo. Nos tomamos un plato combinado en el primer bar que salió a nuestro encuentro y volvimos al barco sin ni siquiera visitar el pueblo, que por cierto, quedaba bastante alejado. En el pantalán de al lado había amarrado un barco inglés con una pareja (él bastante mayor que ella, algo habitual en los navegantes) que iba remontando Portugal hacia el Norte rumbo a Inglaterra. Aunque su barco, más grande y marinero que el nuestro, daba seguridad, no nos gustaría haber estado en su pellejo al recordar lo que estábamos pasando nosotros ¡con el viento a favor!
Para el día siguiente planificamos el salto hasta Figueira da Foz, más de 80 millas, aprovechando que el pronóstico daba dos días más de vientos del Norte, pero después se pronosticaba un role al Sur que, si fuera de la misma intensidad que los que estábamos conociendo, nos obligaría a permanecer en puerto. Nos levantamos a las 5:30 obsesionados por la distancia que teníamos que hacer, pero nos precipitamos porque estábamos listos y desayunados antes de que saliera el sol y no queríamos salir de noche de ese puerto que tiene una entrada en la que se atraviesan las olas y rompen con facilidad. Esperamos a la salida del sol y al final hizo un día delicioso, y la navegación también aunque muy larga. Hicimos todos los cambios posibles de velas: espí y génova en orejas de burro, mayor y génova ídem, mayor en 1º y 2º rizos y génova enrollado o entero, espinaker solo, etc. La vela mayor, faltándole un sable, pintaba peor pero funcionaba suficientemente bien. El sol, los cúmulos de buen tiempo, el viento de fuerza 5 por la popa, los surf sobre las olas, la velocidad que no bajaba de 6 nudos, etc., ahora sí que recordaban a los vientos alisios, por lo menos los que conocimos en el Atlántico en la travesía de Cádiz a Martinica. Lo único ajeno eran los múltiples palangres que debíamos esquivar constantemente que, naturalmente, no existen en las travesías del Atlántico. Ese día volvimos a hacer algún pico de más de 10 nudos.
Llegamos a Figueira da Foz otra vez casi de noche. Allí no había puerto pesquero, además, en Povoa de Varzim se nos habían quitado las ganas de intentar de nuevo amarrar a los pesqueros. La marina está a media entrada y en la orilla Norte de una ría que, a veces, debido a las crecidas de río y la marea vaciante, puede tener corrientes en contra de 7 nudos que impiden la entrada. Por suerte no fue el caso, porque el siguiente puerto estaba a 30 millas y no nos quedaban más fuerzas después de más de 13 horas navegando y comiendo poco. También hay un puerto de mercantes, justo frente a la marina en la orilla Sur de la ría, que esperan muy cerca de la playa a poder entrar a puerto. La playa ocupa un largo tramo de la costa al Sur de la ría, tras ella existe uno de los bosques de coníferas más grandes de Europa. Cuando sopla viento del Oeste o hay fuerte oleaje de ese sector se forman olas rompientes en la entrada, que puede llegar a estar prohibida si se considera peligrosa. Para ello existe un semáforo en el Fuerte de Santa Catalina, a babor de la entrada, que muestra un código de señales para indicar si la entrada está prohibida (una esfera negra o luces verticales roja, verde y roja) o si es peligrosa (esfera negra a media asta o luces verticales verde, destellos rojos y verde). Si no hay ninguna señal es que se puede entrar. Estas señales es obligatorio respetarlas; ya os imagináis con qué angustia escrutábamos con los prismáticos el Fuerte de Santa Catalina, pues de ellas dependía que pudiéramos entrar a puerto a descansar, ducharnos y cenar en sitio seguro, o tener que seguir navegando 30 millas de noche. Por suerte pudimos entrar. Inmediatamente dentro de la ría, al Sur del gran rompeolas, había una aglomeración de barquitas de pesca locales, algunas fondeadas en el canal principal de navegación (que está prohibido) seguramente por ser el único lugar algo resguardado en muchas millas a la redonda donde poder pescar con esas embarcaciones tan pequeñas. Esquivándolas como pudimos mientras bajábamos las velas, llegamos a la entrada de la marina.
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