Esa realidad es la fuerza por la que el pensamiento piensa, pero que no puede ser pensada. El ojo que lo ve todo, pero que no puede verse a sí mismo. Es el misterio siempre conocido y siempre por conocer indefinidamente. Recorre y penetra hasta las entrañas de cada ser humano y del universo entero.
Podemos pensar, meditar e interiorizar esa misteriosa realidad, subyacente a todas las realidades. Y en ese mismo camino debe ser concebido el ser humano.
Quién es y cuál es su último destino son respuestas que se pierden en lo incognoscible, siempre de alguna forma cognoscible, que es el espacio del misterio conocido y por conocer indefinidamente. Por eso, como seres humanos somos una ecuación que nunca se cierra y que siempre permanece abierta.
Hay que añadir aún un dato proveniente de la nueva cosmología. Todos los seres son expresión de este universo. Como su situación natural no es la estabilidad, sino el cambio, hoy se habla de cosmogénesis, no simplemente cosmología, pues todo está en su génesis aún, en proceso de nacimiento.
Somos tierra que siente, piensa y ama
El ser humano es el punto por el que el universo llega a sí mismo, se piensa y celebra la grandiosidad de su proceso. Como la Tierra está dentro de ese movimiento cosmogénico, el ser humano surge como esa porción de la Tierra que en un determinado momento de complejidad y altísimo orden comenzó a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Él es Tierra como atestigua el Primer Testamento y afirma también la encíclica ecológica del papa Francisco (n. 2).
Por esa razón el término “hombre” procede de humus, tierra fecunda, y el Adam bíblico significa en hebreo tierra arable y fértil. La Tierra es la Pachamama de los indígenas o nuestra gran Madre. Somos un fragmento de ella, aquel en que irrumpió el espíritu, y podemos llegar a identificar esa energía misteriosa, poderosa y amorosa que lo invade todo y sostiene todo: la fuente originaria de todos los seres.
El padre de la ecología norteamericana, el antropólogo y teólogo Thomas Berry (1914-2009) describió bien uno de los doce principios para entender el universo y nuestro papel en él: “Para la comunidad humana, el universo, el sistema solar y el planeta Tierra, en sí y en su emergencia evolutiva, son la principal revelación del misterio fundamental a partir del cual existen todas las cosas”.
Esa afirmación acerca del misterio fundamental que origina todo y de que somos Tierra pensante y amante hace aún más punzante la cuestión: Quiénes somos y quién revelará nuestra naturaleza y destino? En el escenario del mundo tal como es, y de la ecología, por muy integral que se presente, nadie puede darnos una respuesta satisfactoria.
Descifrar esta última realidad corresponde a la tarea del pensamiento filosófico y teológico, buscarle un nombre que venerar, o muchos nombres, sin que por ello podamos definir su naturaleza de misterio, cognoscible y siempre por conocer. Son solo señales que nos indican en qué dirección debemos pensar y qué actitudes debemos cultivar para poder captar su presencia misteriosa y amorosa.
Junto a la indagación sobre qué es el ser humano está inseparablemente la pregunta acerca de la última realidad a la que nos referimos antes.
Quienes profesan la fe cristiana lo denominan simplemente Dios. Otros le dan otros nombres: Tao, Shiva, Alá, Olorum y Yahvé, pero se trata en todos los casos de la misma y última realidad. Los nombres cambian, pero ella está siempre presente desafiándonos. Ambos, ser humano y dios, somos un misterio, cada uno a su manera, inseparable y mutuamente implicados.
El teólogo y la sabiduría
El teólogo que entiende solo de teología acaba no entendiendo ni siquiera de teología. Por naturaleza, la teología es un discurso globalizante, pues tiene la osadía de pensar todas las cosas y articularlas a la luz de Dios. Solo conseguirá dialogar mínimamente con los diferentes saberes actuales, en la medida de sus posibilidades, si se toma esa tarea en serio durante toda su vida. El premio será un espíritu sapiencial.
El verdadero teólogo que busca las raíces debe convertirse en un sabio poco a poco. No es que yo haya alcanzado ese punto; eso sería mucha arrogancia (la hybris de los griegos), pero intenté abrirme a ella, buscando la sabiduría que tanto elogia la Biblia, especialmente el libro de la Sabiduría.
El sabio se hace sensible al sentido del misterio, a la grandeza y miseria humanas. Se hace capaz de leer la realidad como símbolo de un misterio que traspasa toda la realidad y también habita en su propia vida. Por eso existe una sacralidad propia de la sabiduría.
Es tarea del sabio discutir los fines, y no solo perderse en los medios. En esa dimensión emerge su postura ética y espiritual, fundamental para todo pensador. Él es el guardián de los grandes ideales de la humanidad; no se preocupa tanto del cómo, sino que se interroga principalmente acerca del porqué, donde la verdad se esconde.
Solo el pensador puede ser un mártir como Sócrates y tantos otros y otras en la historia de la humanidad, en testimonio de una verdad que no es posesión de nadie sino instancia que juzga a todos, incluido él mismo.
El pensador no está presente solo en el ámbito de la cultura ilustrada. Pensar es un atributo de todo ser humano, por lo que existe también el pensador popular que, dentro de la gramática simbólica y narrativa, contempla el sentido de la realidad y la expresa con igual fuerza y, no pocas veces, hasta con más vigor que el pensador clásico.
En la actualidad, junto con la movilización popular surgen los pensadores populares como medios naturales de comunicación de los deseos y luchas de los oprimidos, del cuestionamiento del tipo de sociedad bajo la que estamos sufriendo, y para manifestar qué otra sociedad queremos y cómo preservar los valores que aún no han desaparecido de la cultura popular.
Evidentemente, como cualquier otro agente social, el pensador también ocupa su lugar. En una sociedad de clases como la nuestra, con profundas desigualdades, tiene también la función de denunciarla y anunciar su superación gracias a la creación de la justicia social.
Sin embargo, el pensador no se deja consumir plenamente en una determinación de clase; su compromiso es con la verdad que debe ser pensada y testimoniada, por encima de cualquier conveniencia, “oportuna o inoportunamente”. La ignorancia y la masacre no ayudan a nadie, y perjudican a todos.
Hay además una instancia que no cabe dentro de los intereses de los grupos sociales que desempeñan su papel en la gran obra de la vida. Estos grupos no producen la verdad ni pueden interpretarla a gusto durante mucho tiempo, pues dicha instancia los juzga. La verdad suprema no es juzgada por el veredicto de la historia, sino que es ella quien juzga a la misma historia. Pensar la verdad de esa manera es la valentía del pensador, especialmente de aquel que asume el oficio de teólogo.
Por eso su posición social es incómoda, pues no se puede reducir totalmente a los criterios de un lugar social, religioso o eclesial. Su auténtico lugar es el de filosofar, tan propio de la tradición del pensamiento occidental: siempre repensando los propios fundamentos, cuestionando sus presupuestos, constatando el círculo vicioso de todo pensar y ser capaz de transformarlo en círculo virtuoso que retome permanentemente las viejas cuestiones, que se vuelven nuevas al ser siempre resituadas, como el sentido de la vida y el misterio de toda existencia. En otras palabras, el pensador comprueba que él, a pesar de todas las determinaciones de la condición humana, no se agota jamás en ellas, sino que alcanza y conserva la universalidad. Por eso, hay cuestiones que sencillamente son humanas, y no propias del estatuto de la clase burguesa o proletaria, hegemónica o subalterna.
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