Leonardo Boff - Reflexiones de un viejo teólogo y pensador

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Reflexiones de un viejo teólogo y pensador: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es una síntesis, de fácil comprensión, del pensamiento filosófico, ético, teológico, espiritual y ecológico de Leonardo Boff. Es la esencia de más de 100 libros producidos a lo largo de más de 50 años.
Desde la década de los setenta, se convirtió en uno de los pioneros de la teología de la liberación en América Latina. Inspirado en una espiritualidad auténticamente franciscana, en un profundo conocimiento de la teología cristiana, y con infinita generosidad humana, Leonardo ha dedicado su vida a la causa de la emancipación de los humildes, de los parias de la Tierra.
A partir de mediados de los noventa, Leonardo Boff integra la dimensión ecológica en la teología de la liberación, inspirado en una amplia visión cosmológica del universo y de nuestro planeta Tierra, y denuncia incansablemente la amenaza que pesa sobre nuestra casa común por culpa de un sistema depredador e injusto que solo conoce la acumulación sin límites.
El teólogo que desafió a Roma y fue reconvenido en dos ocasiones, se ha convertido en símbolo planetario de la integridad moral, y sus libros son leídos por cientos de miles de personas dentro y fuera de América Latina. Entre sus atentos lectores se encuentra también el papa Francisco, autor de la valiente encíclica Laudato Si´, que nos llama a escuchar el grito de la Tierra y el grito de los pobres.

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El ser humano traduce su respuesta al misterio con mil nombres que nacen de la reverencia, del éxtasis y del amor. Se siente inmerso en ese misterio que da sentido a la vida. Se abre al mundo que lo rodea, al otro, a las diversas sociedades, al Todo, a Dios. Nada le sacia. Su grito de plenitud es eco de la voz del misterio que lo llama. Él puede ser un compañero en el amor, oyente de la palabra, anfitrión del misterio percibido dentro de sí. Puede acoger, utilizando el lenguaje de la comprensión cristiana, el Dios-comunión-y-amor, y este Dios se puede comunicar con él.

A lo largo del proceso de antropogénesis se dieron las condiciones para que sucediera esto. El ser humano es una apertura infinita que clama por lo infinito. Lo busca insaciablemente en todos lados y bajo todas las formas, pero solo encuentra lo finito. ¿Qué infinito vendrá a su encuentro y lo llenará? Un vacío infinito exige un objeto infinito que lo lleve a su plenitud.

A la luz de esa visión antropogénica, podríamos decir que el ser humano es una manifestación de la energía de fondo, de donde proviene todo (vacío cuántico o fuente originaria de todos los seres). Es un ser cósmico, parte de un universo, posiblemente entre otros paralelos, articulado en once dimensiones (teoría de cuerdas), formado por los mismos elementos físico-químicos y por las mismas energías y por el polvo cósmico que componen todos los seres. Somos habitantes de una galaxia media, una entre dos billones; circulando alrededor del Sol, estrella de quinta categoría, una entre otros 300.000 millones, situada a 28.000 años luz del centro de la Vía Láctea, en el brazo interior de la órbita de Orión. Vive en un planeta minúsculo, la Tierra, considerado como un organismo vivo que funciona como un sistema que se autorregula permanentemente, llamado Gaia, y que nos da todo lo que necesitamos para vivir, nosotros y toda la comunidad de vida.

Somos un eslabón de la corriente sagrada de la vida; un animal de la rama de los vertebrados, sexuado, de la clase de los mamíferos, del orden de los primates, de la familia de los homínidos, del género homo , de la especia sapiens/demens . Estamos dotados de un cuerpo de 30 billones de células y de trillones de bacterias, renovado continuamente por un sistema genético que se formó a lo largo de 3700 millones de años, la edad de la vida; portador de tres niveles de cerebro, el reptiliano (de las reacciones instintivas), el límbico (de las emociones) y el más reciente, de hace 7 u 8 millones de años, el neocortical (del lenguaje y de la ordenación de los conceptos).

El ser humano es portador de una psique tan ancestral como el cuerpo, que le permite ser sujeto, psique habitada por todo tipo de emociones y estructurada por el principio del deseo, con arquetipos ancestrales y rematada por el espíritu, que es aquel momento de la conciencia por el que se percibe a sí mismo y se siente parte de un todo mayor, que lo hace permanecer siempre abierto al otro y al infinito. Es capaz de intervenir en la naturaleza, cuidando o dilapidándola y, así, capaz de hacer cultura, de crear y captar significados y valores y preguntarse sobre el sentido último del todo y de la Tierra, hoy en su fase planetaria, rumbo a la noosfera por la que mentes y corazones convergen en una humanidad unificada, habitando todos juntos la casa común, en el sueño ya mencionado por el papa Francisco y otros teólogos.

Nadie mejor que el matemático y filósofo Pascal (1623-1662) para expresar el ser complejo que somos: “Qué es el ser humano en la naturaleza? Un nada ante el infinito y un todo ante la nada, una unión entre la nada y el todo, pero incapaz de ver la nada de donde viene y el infinito que le atrae”.

En él se cruzan los tres infinitos: lo infinitamente pequeño, lo infinitamente grande y lo infinitamente complejo (Teilhard de Chardin y Morin). Por ser todo ello nos sentimos enteros pero incompletos, y aun naciendo, pues nos reconocemos llenos de virtualidades que quieren venir por nada, pero aún no llegaron. Estamos siempre en la prehistoria de nosotros mismos.

El ser humano: unión de sapiens y demens

No podemos olvidar un dato fundamental de la condición humana. No es un defecto de creación, sino de su naturaleza. El ser humano es diabólico y simbólico, cruel y tierno, caos y cosmos, sapiens y demens ; es decir, tiene inteligencia y sabiduría y, simultáneamente —subrayemos esto: simultáneamente— tiene también excesos y actos de demencia.

Esa realidad compleja y contradictoria pertenece a la estructura del universo y de cada ser. Venimos de un inconmensurable caos (el big bang ), y la evolución/expansión/auto-creación/auto-organización es una forma de poner orden en medio de ese caos. Pero no es solo caótico, sino también generador de nuevos órdenes, de donde viene el cosmos (belleza y armonía).

Como todo tiene que ver con todo y está ininterrumpidamente envuelto en redes de relaciones, el ser humano emerge también como un ser de relaciones totales.

Por ser descriptivos, y sin querer definir la naturaleza humana, ella emerge como un nudo de relaciones que miran en todas direcciones: hacia abajo, hacia arriba, hacia dentro y hacia fuera. Es como un rizoma, un bulbo con raíces en todas las direcciones. El ser humano se construye en la medida en que activa ese complejo de relaciones totales.

El desafío permanente es dirigir y mantener bajo control el tipo de relaciones que practicamos. Pueden ser destructivas y constructivas, pueden causar maleficios y beneficios. Por eso es importante el proyecto ético de base que orienta nuestra vida: como todo tiene que ver con todo y todos los seres son interdependientes, la criatura humana emerge también como un ser de relaciones totales.

El ser humano, por ser un nudo de relaciones, se caracteriza además por surgir como una apertura ilimitada: abierto a sí mismo, al mundo, al otro y al infinito. Siente en sí una pulsión infinita que le trasmite el sentimiento de vacío; de ahí su permanente insatisfacción. No se trata de un problema psicológico que pueda ser curado por un psicoanalista o un psiquiatra; es su marca distintiva, ontológica y, como ya hemos dicho, no un defecto. Esa falta de plenitud reclama una plenitud, fuente de su permanente esperanza.

En términos biológicos somos seres carentes. No poseemos ningún órgano que garantice nuestra subsistencia. Tenemos que activar nuestra red de relaciones en todas direcciones. Por esa razón somos esencialmente seres sociales que, con los demás, construimos el habitat común. Las civilizaciones nacieron de ese impulso relacional de los seres humanos, red de relaciones totales.

Pero tenemos un límite, que es la finitud de la vida. Nos cuesta acoger la muerte como parte de la vida y el drama del destino humano que ella implica. A través del amor, del arte y la fe presentimos que la muerte no es un final, sino una invención de la propia vida para transfigurarnos por medio de ella. Y sospechamos que en el balance final, un pequeño gesto de amor verdadero e incondicional vale más que toda la materia y energía del universo juntas.

Por eso solo podemos hablar, creer y esperar en una última realidad a la que somos atraídos como prolongación del amor, en forma de infinito.

Forma parte de la singularidad del ser humano no solo aprehender una presencia viva, misteriosa y amorosa, que sobrepasa todos los seres y con la que entretejer un diálogo de amistad y de amor, sino que además intuye que ella corresponde al infinito deseo que siente en sí mismo, infinito que es bueno y en el que puede descansar.

Esa última realidad no es un objeto entre los demás, ni una energía cualquiera entre otras. Si fuese así, podría ser detectada por la ciencia, y no sería la experiencia oceánica que no cabe dentro de ninguna fórmula. Esa realidad aparece como aquel soporte cuya naturaleza es misterio, que lo sostiene todo, alimenta y mantiene la existencia. Sin ella, todo volvería a la nada o al vacío cuántico de donde irrumpió.

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