Cuando me confirmaron el embarazo y me hicieron los ecogramas, el ginecólogo me dijo que era un embarazo gemelar.
«¡Ay, no!», dije con expresión de dolor.
Hablé con Sinuhé. Él no quería que tuviera esos niños y, de alguna manera, yo tampoco, aunque nunca he estado de acuerdo con el aborto. Sinuhé se comprometió a ayudarme para deshacernos del embarazo, pero justo en el momento de hacerlo, me arrepentí porque sentí movimiento en mi vientre.
Desde aquel momento, él se dedicó a pelear por la llegada de dos hijos más. Yo ya los había aceptado y los amaba, pero Sinuhé no. Al cumplir siete meses de gestación, supe que eran niñas. Le pregunté a Sinuhé que nombre le gustaba, pero él no respondió. Nunca quiso escoger los nombres de sus hijos.
Mis hijas nacieron al tener ocho meses de gestación —igual que los mellizos—. Debo decir que mi embarazo fue un infierno, no recuerdo hasta ahora ni un día sin que Sinuhé no me despertara en las madrugadas para pelear o cada vez que regresaba del trabajo.
Mi relación con él había terminado de manera emocional. Vivía y dormía con él solo para evitar que se repitiera la misma situación del pasado, la violación.
No me atrevía a dejarlo, no quería separar a mis hijos de su padre. Además, ¿quién me recibiría con seis hijos? Nadie lo haría.
Sin embargo, un día me decidí y, sin medir las consecuencias, me fui otra vez a la casa de mi padre. Sinuhé me siguió y se volvió a llevar a los niños. Volví por mis hijos una vez más, dispuesta a no aceptar chantajes. Él volvió con las amenazas de sacarlos del país, pero esta vez le dije que lo hiciera, porque en Italia tendrían una mejor educación que en Venezuela.
Con mi hija mayor, regresé con mi madre a Ciudad Bolívar. Allí busqué la ayuda de abogados y contacté con el Ministerio del menor. Sin embargo, ellos no encontraron motivos para quitarle los niños a Sinuhé. El abogado me propuso decir que él me golpeaba, pero que lo hacía con las manos abiertas para que así los golpes no dejaran hematomas. Por mi parte, lo vi como injusto, porque no era verdad. Sí, un día él me golpeó y me violó, pero eso nunca más se repitió. Los maltratos de Sinuhé eran de otra clase, ya que él y su madre me hicieron empequeñecer ante el mundo, era como si yo no valiera nada, era un cero a la izquierda.
En definitiva, dejé mis cinco hijos con su padre y, mientras tanto, dejé a mi hija mayor con mi mamá. Necesitaba encontrar la manera de conseguir dinero pronto para alquilar un terreno y construir una casa. Así, podría tener a mis hijos conmigo.
La situación era realmente difícil como para lograr lo que quería. Decidí buscar dinero de la forma más rápida: entré en la prostitución. Esto no me resultó fácil de ninguna manera, pero ya estaba acostumbrada a que la vida me golpeara.
Estuve en la prostitución dos años, pero no logré ahorrar. Cada vez que visitaba a mi hija mayor, le tenía que pagar a mi madre.
Tiempo después, una de las mujeres con las que trabajaba, me propuso ir a Curazao y fui dos veces. Después, decidí ir a Aruba, luego, fui a Bélgica como invitada de un amigo belga. Durante el viaje a Bélgica, conocí a Thierry, un francés que nunca olvidaré y que me presentó a su familia.
Con él, fui a París, donde me llevó a Place du Tertre, mejor conocida como la plaza de los pintores. Thierry y su familia mandaron a hacer una pintura de mí. Después de que el pintor terminó de retratarme, vi su trabajo y quedé en shock. Juraba que ya había visto aquella pintura. Thierry le comentó a Denisse, su madre. Ella me preguntó por qué me sorprendía y añadió:
«Es muy posible que la hayas visto en alguna existencia pasada y, ahora, la ves otra vez».
Sus palabras quedaron en mi mente. Después de eso, comenzó a llegarme información sobre metafísica a la que no le daba la atención que debía.
Después, hice un segundo viaje a Aruba. Allí conocí a un holandés. Este hombre nunca fue mi cliente y me enamoré de él. Regresé a Venezuela y, dos meses después, el holandés tenía listos los permisos para vivir en Aruba para mí y las mellizas.
Viajé a Aruba con mis dos hijas pequeñas y con el sueño de un día poder tener a toda mi familia a mi lado. Pocos meses después, la hermosa relación que había comenzado, cambió.
Más tarde, logré llevar a mi hija mayor, sin embargo, ella fue inmigrante en situación ilegal por algunos años.
En una visita de Sinuhé para ver a sus hijas, el hombre con el que vivía habló con él sin que me entere. Al día siguiente, las mellizas tenían boletos para regresar a Venezuela. Cuando tuve que despedirme de ellas, sentí cómo mi corazón se partió en mil pedazos.
Continué con el holandés a pesar de lo que había hecho. Con él viví seis años: fue un total de lágrimas, de ofensas, de maltratos físicos y de insultos. En nuestro último año juntos, dejé de sentir cosas por él. Me llené de odio, sin embargo, pensaba que algo tenía que valer la pena después de tanto sufrimiento, algo debía ganar. Entonces, hablé con mi hija mayor y le dije que quería ganar su residencia. Me aconsejaron abrir un caso con el presidente de Aruba, el cual podría durar como máximo un año. Si después de ese tiempo, no obteníamos su permiso, saldríamos de la isla. Rebeca aceptó, aunque no estaba contenta con la idea.
A punto de cumplir el año de plazo, ese hombre me golpeó hasta casi matarme e incluso me tiró un auto encima. Rebeca vio lo ocurrido y yo perdí la memoria. Estuve dos semanas en el hospital y, en ese tiempo, mi hija se quedó en la habitación de una de mis amigas. Al salir del hospital, no regresé a mi casa y me fui con ella. En los periódicos de la isla solo se hablaba a favor de mi caso y la única foto que aparecía era la mía; las críticas atacaban al holandés. En poco tiempo, me volví un personaje muy conocido y, por donde caminaba, la gente me preguntaba sobre cómo habían ocurrido las cosas. Yo no quería hablar, no era una situación agradable.
Una semana después de salir del hospital, el hombre con el cual aún estaba casada, me encontró en mi segundo trabajo. Continuó buscándome hasta que, una noche, volví a su cama. La situación se repitió dos o tres veces, pero luego me puse a pensar en qué estaba haciendo. ¿No había sido suficiente?
Decidí cortar ya que noté que no tenía amor por mí misma. Nunca más caí en sus manos y comencé a pensar manera diferente. Me decía que la vida me había maltratado —aun cuando yo no tenía malas intenciones—, que debía vivir, y que empezaría a utilizar a cada hombre que se presentara en mi camino. Sin embargo, no lo hice porque era consciente de que no todos eran iguales.
El permiso de residencia de mi hija salió semanas después de que saliera del hospital.
«Ya se terminó», me dije. ¡Sentí cómo un gran peso se desprendía de mí! Había valido la pena, aunque casi me había costado la vida.
Mi vida continuó aparentemente tranquila. Comencé una relación que duró solo tres meses, pero después me mantuve sola porque mis dos trabajos no me dejaban tiempo libre para una relación.
Cerca del cumpleaños de mi hija, conocí a Eric, mi actual esposo y con el que tuve mis dos últimos hijos: Ana María y Oren. Cuando lo conocí, no me generó confianza ya que él era amigo de mi exesposo. Pensé que me estaban haciendo alguna clase de jugarreta.
Cuando comencé a sentir sentimientos por Eric, le comuniqué mi preocupación y él me respondió que lo dejara ir y accedí. Desde entonces, he mantenido la mejor relación de toda mi vida.
Eric y yo nos casamos cuando yo tenía cuatro meses de embarazo mi última hija. Cuando Ana María tenía cinco meses de vida, llegamos a Holanda. Pues mi actual esposo también es holandés.
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