Le dije que no, que no sabía quién era.
Lo que el oficial me mostraba, era la foto de una chica que había aparecido en la primera página del periódico. En letras rojas se leía «chica de quince años, violada y asesinada a golpes». La cara de la chica era irreconocible. Cuando el policía me dio el nombre de la chica, nos detuvieron y se abrió una investigación. Las cosas se aclararon, al menos a nivel policial; pero yo me he sentido muy culpable de su muerte. Si yo no decía que me tiraría, ella no lo hubiera hecho.
Pasaron muchas cosas más, sin embargo, la historia sería más larga si continúo hablando de ello.
Pero seguiré. A esa misma edad, también conocí a un guardia nacional. No me gustaba, pero él sí gustaba de mí. A los meses de conocerlo, decidí irme con él. Vivimos un año juntos, no obstante, decidí dejarlo porque no me respetaba. No había maltrato físico, pero sí, otra clase de ofensas. Una semana después de dejarlo, me buscó y yo le correspondí. El mismo día que regresamos, tuvimos un accidente en su moto. A él nada le pasó, pero yo quedé con muchas heridas en mis piernas. Aun así, cuando llegamos a casa, él me buscó de manera sexual. Luego de usarme, me pidió que me fuera. Utilizada y abusada, me fui sin saber que había quedado embarazada. Me di cuenta de la situación en casa de mi mamá y ella, al saberlo, me envió de regreso con el padre de mi futuro hijo o hija.
Al encontrarlo, le informé de mi estado y me dijo que él no estaba seguro de que fuese de él, pues él no sabía si yo me había acostado con otro hombre mientras estábamos separados.
Me fui sin saber a dónde ir ni qué hacer. Me encontraba muy asustada. Para ese entonces, era una niña de dieciséis años. Por tres días, dormí en la calle, no tenía para comer. Sin embargo, una tarde me encontró Elba, una amiga de la infancia de mi madre. Ella fue, y aún es, como una madre para mí. Me llevó a su casa, me ayudó y me dio lo que necesitaba. Con ella me quedé hasta una semana antes del nacimiento de Rebeca, mi hija.
Sin embargo, volví con mi madre. Por aquel tiempo, ella esperaba su último hijo. La pasé mal, pues mamá cada día hablaba de que ella estaba embarazada y que ahora habría más bocas para alimentar. Me sentía terrible, no obstante, al nacer mi hija, fui feliz por tenerla, la protegía de todo y de todos, en especial de mi madre, pues tenía miedo de que ella le hiciera lo mismo que me había hecho mí.
Cuando mi hija tenía cinco meses, yo hacía suplencias en una escuela cerca de la casa de mi mamá. En ese entonces, conocí a un señor en un mitin político. Él comenzó a frecuentarnos, pero mientras él entraba por un lado, yo salía por el otro. Sentía que ese hombre venía por mí, ya que cuando regresaba de la iglesia evangélica, mi padrastro me decía: «Mmm… fulano viene a aquí porque busca algo y no es por tu mamá o por alguna de mis hijas. ¡Belkis, él viene por ti! Mira cómo entró a nosotros, él ya pidió tu mano, es un buen hombre». Por otro lado, mi madre me decía que ese señor podía darme una casa y un apellido para Rebeca. Así comenzó el acoso, parecía que ninguno de los dos podía ver la gran diferencia de edad que existía entre ese señor y yo: él podía ser mi abuelo, pues era mayor o de igual edad que mi propia abuela.
Dos semanas después, nos casamos. Sin embargo, hicimos un acuerdo. Él quería la nacionalidad, porque era argentino, y yo le pedí el apellido para mi hija. Sin embargo, comenzó a pedir más y yo no estaba dispuesta a complacerlo. Pronto, involucró a mi madre en el asunto, pero la rechacé de inmediato. Cuando ella notó que ya no podía manipularme, envió a mi padrastro y, de igual manera, continué firme con mi decisión.
Al cumplir allí dos meses, me fui. No sabía a dónde ir, solo quería marcharme lo más lejos posible, adonde no viera a ninguno de mi familia: era como si los odiara. Compré un boleto para ir hasta Barquisimeto, pero al llegar, no supe qué hacer. Me quedé en la terminal por dos días, dormía con mi hija en una de las bancas del lugar, no comía, solo bebía agua; no me quedaba dinero. Una tarde, un joven que trabajaba en la terminal me preguntó hacia dónde me dirigía. Le respondí que quería ir a Ciudad Bolívar, pero que no podía costear el pasaje. Él se fue y regresó con un conductor de autobús que se ofreció a llevarme hasta Caracas, me dijo que al llegar, él podría ayudarme para ir hasta mi destino. Al llegar, consiguió que otro conductor me alcanzara hasta Ciudad Bolívar.
Sin embargo, durante el viaje conocí a Carmen, una señora que nunca olvidaré. Le conté mis problemas y, sin pensarlo, me ofreció su ayuda incondicional. Fui con ella hasta El Tigre, una ciudad que queda a hora y media de Ciudad Bolívar, y me acogió en su casa. Pronto, conseguí trabajo en una tienda. Carmen tenía una hija y cuidaba a Rebeca como si fuera también fuera suya. Con esta mujer viví hasta que mi hija cumplió su primer añito.
Allí, conocí al padre de mis otros hijos, Sinuhé. Él era una persona extraña, pero dentro de todo era un buen hombre. Comencé a vivir con él, reanudé las relaciones con mi familia y, pronto, quedé embarazada de Beatríz, mi segunda hija. Enterarme de mi embarazo me llenó de felicidad, aunque la relación con mi pareja no era completamente buena. Yo estaba segura de que él se comportaba así por la forma en que fue educado.
Tiempo más tarde, quedé embarazada de mis hijos mellizos: Carlos y Darwin. Cuando los mellizos cumplieron dos años y medio, nos fuimos de El Tigre y nos mudamos a Caracas, donde vivimos en un apartamento de su madre, Carmelina.
Debo aclarar aquí que Carmelina nunca me aceptó en su familia por no haber conocido a mi padre y por mi color, pues no soy de piel blanca, soy morena.
Mientras vivimos en Caracas, mi relación empeoró y se convirtió, otra vez, en un infierno. Decidí dejar a Sinuhé y localicé al papá de Norma. Ese hombre, que no era mi padre biológico y tampoco me había educado, era lo más cercano a un padre y lo veía como tal. Yo lo llamaba «papá». Cuando lo vi por primera vez después más de veinte años, fue increíble para mí. Sentí como si hubiera encontrado a mi verdadero padre. Este hombre, mi papá, me ayudó.
Él tenía una mujer que lo adoraba y con la cual tenía varios hijos que se convirtieron en mis hermanos. Me recibió en su casa como si yo fuera su hija. Durante los días que estuve allí, hablamos de muchas cosas, incluso, de mi padre biológico. Él tuvo la oportunidad de conocerlo y lo había visto varias veces cuando vivía con mi mamá.
Aparentemente, mi verdadero padre intentó verme, pero mi madre no se lo permitió. Los juguetes que compraba para mí nunca me llegaron porque ella los tiraba a la basura. También, me dijo que mi madre me maltrataba físicamente desde que tenía dos años. Las cosas que me desveló, me sorprendieron mucho.
Un día, salí a buscar trabajo. Aunque en su casa y nada nos faltaba a mis hijos y a mí, yo quería ayudar con los gastos. Al regresar, me encontré con que Sinuhé se había llevado a mis hijos con él. Me dirigí a Caracas para buscarlos, pero él me amenazó con sacarlos del país si yo no regresaba con él, dijo que los enviaría a Italia —él proviene de familia italiana—, y yo me llené de miedo. Acepté con una condición: vivir sin sexo. Solo tendríamos la apariencia de una pareja.
Las cosas marchaban bien, no obstante, después de un par de meses, me cerró el paso en el baño. Trató de tocarme y lo rechacé. Comenzamos a discutir y él me golpeó. Perdí el sentido y, al reaccionar, me encontré tirada en el piso del baño, sin ropa y con semen en mi vagina. Recuerdo que lloré mucho, me confirmaba a que todo lo malo me ocurría a mí, pues ahora era violada por mi propia pareja: el colmo de los colmos. Ya no podía, pero debía seguir adelante por mis hijos. Pocos días después, comencé a sentir los síntomas de embarazo y, por supuesto, él no quería un hijo más porque ya teníamos cuatro.
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