Andrew Johnson - Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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Las Iglesias ante la violencia en América Latina: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde la teología de la liberación hasta la inédita y ubicua presencia de las iglesias evangélicas y pentecostales, la religión ha demostrado un inesperado dinamismo como fuerza social en América Latina. Cuál ha sido su relación con el problema de la violencia Es el tema que discuten historiadores, politólogos, sociólogos y antropólogos.

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Hoy en día podemos apreciar mejor por qué la teología de la liberación contribuyó, tanto teóricamente como en la práctica, a los derechos humanos y cómo se diferenciaba de ellos. Los liberacionistas legitimaron la idea de que la fe había que vivirla mediante la acción social y que estaba bien que los cristianos colaboraran con fuerzas políticas laicas y progresistas. En términos más generales, la teología de la liberación condujo a la aceptación del conflicto social como dimensión inherente al necesario cambio (e incluso como motor del mismo). Sin embargo, no aceptó sin ambages la no violencia como principio y como método, ni tampoco vio en la ley un instrumento para alcanzar una mayor justicia social, y estos dos elementos fueron la primera piedra del movimiento de defensa de los derechos humanos. La teología de la liberación también reflejaba el pensamiento sociológico imperante en las décadas de 1970 y 1980, que insistía más en las estructuras y las fuerzas sociales que en los derechos y la experiencia del individuo, perspectiva esta esencial para el movimiento de defensa de los derechos humanos que surgiría durante ese período.

Para la Iglesia católica, la causa de los derechos humanos universales sirvió para distinguir claramente entre su misión pastoral y su actividad política. Está claro que, en un sentido general, los “derechos humanos” eran algo “político”, ya que afectaban tanto a la legitimidad como al poder político en los ámbitos nacional e internacional. Pero durante las décadas de 1970 y 1980 la Iglesia pudo hacerlos suyos, al ver en ellos una forma de superar la política en su habitual sentido partidista. La insistencia del movimiento de defensa de los derechos humanos en la violencia que ejercía el Estado durante la época autoritaria facilitó el establecimiento de una diferenciación religiosa entre el apoyo “pastoral” a esos derechos y la participación política “partidista” (véanse los capítulos de Levine, Queiroz y Wilde).[5] Esta distinción se vio reforzada por la experiencia de la Iglesia en esos años, cuando el compromiso primordial de atender las heridas del sufrimiento humano llevó a los cristianos a compartir dicho sufrimiento. Miles de cristianos fueron perseguidos por su fe y cientos se convirtieron en mártires —el más famoso fue el arzobispo salvadoreño Óscar Romero, audaz partidario de la no violencia—, inspirando con su sacrificio un profundo compromiso con el ministerio pastoral social de la Iglesia (véanse los capítulos de Levine, Garrard-Burnett y Morello).

El hecho de que la religión hiciera suyo el discurso de los derechos humanos durante el período autoritario dejó a las Iglesias y democracias actuales un legado patente pero limitado. Sus detractores señalan que los “derechos”, cuando se conciben jurídicamente y para la protección del individuo, son instrumentos endebles para combatir las formas de violencia cotidianas; que la violencia actual, aún sin forma definitiva y “ambigua”, impide establecer las distinciones aparentemente claras del pasado entre víctimas y verdugos, y que incluso el concepto de “víctima” utilizado por el movimiento de defensa de los derechos humanos está deshistorizado, que reduce a las víctimas a una categoría legal. Es preciso destacar que, como evidencia este volumen, existe una considerable semejanza entre los detractores de los enfoques que parten de las ciencias sociales y los religiosos (véanse los capítulos de Albro y Theidon). Fundamentalmente, en ambos casos sus críticas apuntan a algunos límites que presentan los conceptos liberales —en los que se basa el movimiento de defensa de los derechos humanos—, al enfrentarse a las realidades violentas que se viven actualmente en Latinoamérica. Por ejemplo, ninguna opinión pública considera que la violencia criminal sea un problema de “derechos humanos”. En realidad, aunque estos conlleven la protección de los derechos de los delincuentes (véanse los capítulos de Brenneman y Johnson), la población se muestra muy partidaria de políticas de mano dura.

Hoy en día, por razones relacionadas tanto con el entorno como con las propias Iglesias, las reivindicaciones de orden religioso se centran menos que antes en los “derechos humanos”, que tenían más relieve cuando los regímenes gobernaban recurriendo a la “violencia de Estado”, que en sistemas más abiertos como las democracias electorales actuales. Dentro de la propia esfera religiosa, las reivindicaciones basadas en los derechos humanos también parecen limitadas, tanto por las jerarquías socialmente más conservadoras que han acompañado el atrincheramiento institucional de la Iglesia católica como, en el caso de las Iglesias evangélicas y pentecostales, por teologías, éticas y espiritualidades menos proclives a la acción social. No obstante, los derechos humanos siguen siendo un importante referente para los activistas católicos en contextos postransicionales (véanse los capítulos de Queiroz y Wilde) y en conflictos sociales actuales, que van desde la violencia que sufren los migrantes centroamericanos en México (véase el capítulo de Frank-Vitale) hasta la combinación de violencia política y criminal de Colombia (véanse los capítulos de Tate y Pachico), pasando por los emblemáticos enfrentamientos entre comunidades locales y grandes empresas por los recursos naturales (véase el capítulo de Arellano-Yanguas). Hay actores relacionados con Iglesias que, desde iniciativas frecuentemente ecuménicas, continúan informando a la gente de los derechos que por ley tienen, sobre todo en el caso de poblaciones rurales, mujeres y comunidades indígenas (Burdick, 2004; Cleary, 2007; Cleary, y Steigenga, 2004; y los capítulos de Levine y de Tate).

Con diversos grados de participación activa, las Iglesias también han defendido los “derechos humanos”; han visto en ellos un ideal amplio con vertientes sociales, económicas y culturales que, según ellas, participa del repertorio de derechos necesario para llevar la vida plena que Dios quiso para la humanidad (véanse los capítulos de Levine y Wilde). Los derechos civiles y políticos fundamentales, así como el derecho a la integridad física y a la propia vida, fueron los más defendidos durante las décadas de 1970 y 1980, y por desgracia siguen siendo objeto de especial preocupación en la América Latina actual. Dentro de la Iglesia católica ha pervivido una forma de entender los derechos humanos amplia y holística, que, aunque se aprecia en sus manifestaciones públicas, resulta más limitada en la práctica. En ciertas circunstancias el conflicto social ha atizado unas transformaciones teológicas que, como demuestra Arellano-Yanguas tan perspicazmente en su capítulo sobre Perú, otorgan legitimidad religiosa a la defensa de los derechos humanos relacionados con nuevos problemas como los medioambientales. Hoy en día, en muchos lugares de Latinoamérica se están produciendo conflictos de ese tipo entre comunidades locales e industrias extractivas, y el recurso de una concepción de los derechos humanos amplia y de corte religioso augura la colaboración con nuevos aliados y la influencia en las agendas públicas a través de una práctica pastoral de índole social (cf. Levine, y Wilde, 1977).

En el presente libro, una de las cuestiones primordiales es averiguar por qué los derechos humanos entraron a formar parte de la misión religiosa de las Iglesias, pero nuestra investigación nos ha conducido hacia otra vertiente igualmente importante de su vida como comunidades de fe: a la concepción que de sí mismas conlleva el hecho de que tengan en cuenta la violencia al ejercer su ministerio pastoral. Esos ministerios van más allá de la incorporación de un concepto laico como el de los derechos humanos, ya que constituyen realmente la interfaz entre la fe vivida y un mundo violento.

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