En esta línea, una tesis derridiana-foucaultiana resulta orientadora como piso de reflexión: las prácticas de los pensadores y lo que se construye como objeto de indagación y problematización no se encuentran desarticulados. Así, las problematizaciones con relación a la etnicidad son dirimidas a través de la práctica etnográfica. El modo en que construimos la etnicidad como temática, como ámbito de exploración se articula a formas particulares de prácticas etnográficas. Entonces, si nos remontamos al momento de institucionalización de la etnología como ciencia y la etnografía como su “método” específico, ¿qué forma de práctica se registra, qué problemas, qué positividades se construyen y cómo se articulan entre sí? ¿Qué elementos pueden ser identificados y desidentificados con la etnografía actual?
Con Argonauts of the Western Pacific (1922) de Bronislaw Malinowski y Manuel d’ethnographie (1926) de Marcel Mauss, donde se presenta una ordenada sistematización de la etnografía en cuanto a principios de observación, técnicas, recursos y positividades, la etnografía se consagra como “método” de la antropología social y cultural, y se inaugura lo que vino a denominarse “etnografía moderna”. Ya es ampliamente sabido sobre el tinte estructural-funcionalista de su matriz teórica y de su diseño de investigación, el cual apunta a objetivar y hacer coincidir “patrones culturales” con sociedades a la vez que totalidades con funciones y “hechos sociales”. Pero ¿qué hay detrás de estos modos de objetivación? ¿Qué supuestos epistemológicos y filosóficos los sostienen? ¿Que léxicos y semánticas traduce el estatus de “moderna”? Y, fundamentalmente, ¿qué modos de relación y vida-en-común con los otros, los sujetos de estudio, traducen en la experiencia etnográfica?
Delimitando la “etnografía” no como método sino como “dominio histórico/de saber” el propósito de este libro es explorar y analizar la articulación entre formas de prácticas etnográficas, positividades y objetos de problematización teórica atendiendo no solo a los recursos metodológicos y técnicos que se proponen como “plan de estudio” de una sociedad, sino también a los supuestos filosóficos, epistémicos y teóricos sobre los que se basan y a las implicancias que tienen en los modos de relación con los otros, en los modos de devenir-en-común en la experiencia etnográfica. Tomamos dos referencias situacionales: 1) el dominio histórico que inaugura la “etnografía moderna” (primera mitad de siglo XX) en sus diversos satélites geopolíticos y en nuestro propio espacio etnográfico, y 2) nuestra experiencia de investigación de trece años (2004-2017).
En la acepción de “dominio histórico-de saber” entendemos la etnografía como acontecimiento en tres dimensiones: en tanto texto , en tanto proceso y en tanto experiencia . Así, nuestro abordaje articula la dimensión textual y la procesual del trabajo etnográfico como dimensiones indisociables. Circunscribe los “textos” y los procesos como “unidades de análisis”, focalizando tanto en la dimensión narrativa como en la organizacional. Esto quiere decir que, además de ser espacios narrativos –vale decir, configuraciones de saber, formaciones discursivas–, las etnografías son relaciones entre sujetos, cuya calidad y forma de interacción condicionan la calidad y el tipo de relatos que ponen en circulación.
En tanto “texto”, la crítica de Writing Culture entiende la etnografía como un género distintivo de escritura y de producción de conocimiento, y, situando como objeto de indagación la escritura etnográfica en sí misma en sus contextos de producción/circulación/recepción, se busca analizar los modos de presentación de la alteridad que operan y definen el saber producido. Implica atender a formas específicas de producción de saber, cuestión que es analizada desde postulados foucaultianos sobre cómo se forman los discursos y mediante qué prácticas (Katzer, 2015).
En tanto “proceso” –propuesta de una multi-sited ethnography de George Marcus (1995) y de una “etnografía situacional” de João Pacheco de Oliveira (2006)–, implica entender la etnografía como una red multisituada de relaciones configuradas históricamente cuya matriz demarca una macrohistoricidad (relaciones coloniales previas occidental/nativo en general y con los etnógrafos en particular) y una microhistoricidad (historicidad de la propia relación con los sujetos de estudio en el ámbito etnográfico concreto; Katzer, 2018). En esta dimensión se demarca como unidad de exploración una cadena de agencias que articula la propia academia, los organismos gubernamentales, los organismos religiosos, las ONG, las empresas y diversas referencias indígenas (líderes y no líderes). Como todo campo histórico constituido, delimita y es delimitado por una red de fuerzas organizada en una jerarquía y un orden de subordinación. El “grupo étnico” no funciona como un “bloque”, más bien individuos con posicionamientos diferenciados conforman redes con actores provenientes de diversas agencias constituyendo circuitos colaborativos diferenciados. De lo que se trata es de relaciones agónicas entre circuitos adversarios dado que los acuerdos y desacuerdos se dan no tanto con actores aislados, ni grupos cerrados, sino al interior de los circuitos. Los circuitos, en términos de redes de actores-agencias en interacción, se van redefiniendo coyunturalmente según sean las movilizaciones de actores, posiciones y alianzas dentro del conjunto y según se reconfiguren los marcos sociales y jurídico-políticos globales a escala provincial, nacional e internacional. No se trata entonces de recortar un supuesto “universo indígena”, expresión de una voluntad general y un sistema de representación unívoco, sino más bien de localizar una red de actores y agencias diversificadas que conforman circuitos en contextos de producción de relaciones de alianza y negociación con distintas agencias: academia, agentes estatales, instituciones religiosas, ONG, empresas, atendiendo a lo que cada una de estas agencias produce textualmente (por ejemplo, respecto de legislación, normativas y saberes científicos) como organizacionalmente (mediante observación y entrevistas sobre prácticas concretas). Así, cada red, cada circuito lleva consigo un sistema de representación, un esquema de poder, un conjunto de estrategias y un conjunto de tácticas específicas. En este sentido, se identifican distintas trayectorias que abarcan diferentes posiciones subjetivas (actores, roles y redes sociales), expresan distintas memorias y formas de vida-en-común y conforman distintos circuitos colaborativos. Así, más que recortar un “grupo”, el “grupo étnico”, se diferencian circuitos y redes que lo cortan transversalmente.
En tanto “experiencia”, implica pensar el trabajo etnográfico en tanto una forma específica de estar, pensar y sentir en-común. La experiencia refiere a cómo se vivencia el trabajo de campo de manera interna y colectiva, respecto de las modalidades e implicancias afectivas y políticas de las relaciones que se tejen, las identificaciones y oposiciones que se generan, las preocupaciones y expectativas comunes, las sensibilidades, los estilos de vida, las búsquedas compartidas.
El abordaje etnográfico genealógico que se propone aquí recupera la hermenéutica foucaultiana y la filolítica derridiana como “modo de pensar” e interpretar los procesos de subjetivación y desubjetivación étnica en articulación con los registros etnográficos (Katzer, 2015) “eventualizando” 1tanto en el campo de los textos como en el propio trabajo de campo. La propuesta analítica genealógica arqueológica y filolítica articula estas tres dimensiones de texto, proceso y experiencia de un modo específico y se traza sobre dos ejes centrales: uno, acerca de los supuestos epistémicos a través de los cuales la diversidad étnico-cultural y las dinámicas indígenas son reconocidas y legitimadas por medio de la práctica etnográfica clásica; el otro circunscribe la exploración y descripción de experiencias y contextos de interacción social en el espectro del trabajo de campo multisituado local. Implica una reflexión acerca de la asimetría existente respecto de circulación pública de narrativas y puntos de vista. En el campo de las disputas narrativas, que son en definitiva relaciones de poder entre actores sociales y circuitos colaborativos, la etnografía puede constituirse en un espacio colonial. Pero cuando brinda marcos de interacción social que contribuyen tanto a superar las evidencias del sentido común y las formas de gobierno como a acceder a modos diferentes de organizar/significar la experiencia puede convertirse en un espacio de liberación: a través de la hermenéutica de los singulares culturales posibilita contribuir a la deconstrucción de “regímenes de verdad” instalados como universales. En este sentido también, en tanto “textos”, las etnografías pueden reconocerse como espacios filosóficos, que ponen en circulación axiomas filosóficos y supuestos epistémicos sobre el sujeto humano y la cultura.
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