Se ofrecía este a los sentidos tan benigno y grato, tan delicioso y bello, tan adornado de árboles, que nunca ojos humanos pudieron ver nada más excelente y placentero, y la lengua más fecunda sería acusada de parca al contarlo y yo no podría comparar sin abuso ese lugar con ningún otro de los que vi antes, porque era increíblemente agradable y estaba colmado de delicias, siendo a la vez huerto de hortalizas y de hierbas y frutales, ameno prado y gracioso y alegre jardín de árboles y arbustos24.
Cultivando el tópico de la falsa modestia, la voz reconoce un poder menor en comparación con el del ojo. Al mismo tiempo, su experiencia se vuelve inútil: no hay referente conocido con el cual la isla de Citerea pueda ser comparada. Se trata de un jardín inédito ante los ojos y de una realidad que supera los recursos de representación descriptiva.
Este pasaje de Francesco Colonna podría ser comprendido como una imagen. No se trata precisamente de una descripción que, a través de sus recursos icónicos, genere efectos visualizantes tales que el receptor llega a leer la descripción como si estuviese “mirando” lo descrito. Tampoco es una imagen porque el tratado humanista en el cual se inserta esta descripción contenga una serie de xilografías que ilustran las acciones narradas o representan los espacios mencionados y descritos. Más bien esta descripción es una imagen en la medida que es una reproducción fallida de lo visualizado en sueños. Se trata de una imagen que es el reverso del objeto al que alude. En lugar del jardín, el texto más bien ofrece adjetivos vinculados al placer sensorial y a afirmaciones que niegan su representación o la posibilidad de su representación. Acerca de este jardín, solo sabemos que tiene árboles frutales, arbustos, prado y hortalizas. Pienso desde luego en una imagen en la que nada figura o en una imagen negra o negativa, es decir, en un plano sobre el cual se ha inscrito el vacío que han dejado las líneas y formas figurativas de la imagen positiva original que, en este caso, nunca tuvimos. Es la posibilidad de percibir “aquello que se está diciendo en su silencio” o de ver “lo que un documento muestra en su ser incompleto”25. Lo anterior guarda relación con el tópico de lo inefable que, por ejemplo, Laurence Sterne cultiva en su novela The Life and Opinions of Tristam Shandy, Gentleman (1759-1767) con aquellas páginas en blanco y otras en negro. Marcela Labraña, en Ensayos sobre el silencio. Gestos, mapas y colores, afirma que estas imágenes insertadas en diferentes partes de la novela indican “lo que el narrador no puede describir con palabras”26. Al tratarse del blanco y del negro, la autora indica que estas imágenes expresan también los límites de la representación: “Este mecanismo metapoético… gatilla una doble renuncia: se propone reemplazar la representación textual por una de naturaleza visual y luego el narrador declina ejecutarla para encomendársela al lector”27.
En suma, las imágenes descriptivas de jardines que revisaremos a lo largo de este libro padecen de una contradictoria composición o se presentan como síntesis de esas oposiciones constituyentes. Ubicados en el pliegue en el que una diferencia se visualiza, los jardines por visitar son el escenario en el que actúan la presencia y la ausencia, la luz y la sombra. Las imágenes de los jardines gozan de esta doble vocación no porque describan ruinas que permiten leer los textos como alegorías. Su naturaleza paradójica tampoco se debe a que sean el escenario de la muerte de un sujeto que hasta ese entonces estuvo amparado por la modernidad, por el orden o por la metafísica. Durante el transcurso de su propia manifestación, estas imágenes más bien se acaban y, por ende, desintegran el referente real siempre ausente y supuesto. Son imágenes en las que lo fantasmático ya no tendrá lugar. Son imágenes que hablan gracias a su propia (auto)destrucción. Son imágenes, para utilizar la expresión de Didi-Huberman, que arden:
En esto, pues, la imagen arde. Arde con lo real al que, en un momento dado, se ha acercado (como se dice, en los juegos de adivinanzas, “caliente” cuando “uno se acerca al objeto escondido”). Arde por el deseo que la anima, por la intencionalidad que la estructura, por la enunciación, incluso la urgencia que manifiesta (como se dice “ardo de amor por vos” o “me consume la impaciencia") Arde por la destrucción, por el incendio que casi la pulveriza, del que ha escapado y cuyo archivo y posible imaginación es, por consiguiente, capaz de ofrecer hoy. Arde por el resplandor, es decir por la posibilidad visual abierta por su misma consumación: verdad valiosa pero pasajera, puesto que está destinada a apagarse (como una vela que nos alumbra pero que al arder se destruye a sí misma)... Finalmente, la imagen arde por la memoria, es decir que todavía arde, cuando ya no es más que ceniza: una forma de decir su esencial vocación por la supervivencia, a pesar de todo28.
Para terminar esta reflexión, pienso en una imagen ejemplar en la medida que corresponde a un paisaje local compartido por muchos. En la Zona Central de Chile, la Cordillera de los Andes tiende a adquirir un tono azuloso durante los crepúsculos de tardes despejadas. Gabriela Mistral, en el himno titulado “Cordillera”, afirma:
En los umbrales de mis casas,
tengo tu sombra amoratada29.
Por su parte, Eduardo Vilches comentaba en sus clases de color –según el testimonio de su alumna, Teresa Cox– que la cordillera a esa hora de la tarde padecía un color tal que se volvía ingrávida. Como si las luces, las sombras y los colores resultantes afectaran la naturaleza de las cosas, la Cordillera de los Andes manifiesta su magnificencia esencial en el momento en que pierde su peso y en el que su volumen desaparece ante nuestros ojos próximos a la noche inminente. No es casual entonces que el grabador chileno trabajara tanto con ausencias cromáticas aunque, paradójicamente, fuera un experto en color. Su uso frecuente del blanco y del negro formaliza una abstracción en la que las cosas que reconocemos ya han perdido su figuración y se vuelven invisibles (fig. 3).
Fig. 3. Eduardo Vilches. Érase una vez, 1962. Xilografía.
Este gesto de su poética llega a su consumación con la exposición “Otro jardín” (fig. 4). Se trata de un registro fotográfico en color de algunos cementerios de Chiloé: “Para mí el cementerio también es un jardín, por lo que estaba haciendo un paralelo con otra exposición anterior acerca del jardín en mi casa en Ñuñoa”30. Posteriormente, esas imágenes pierden su color a través de reproducciones amplificadas en blanco y negro. El resultado es una imagen compuesta por expresivas siluetas a las cuales se les eliminan o agregan algunos elementos por medio de la témpera blanca aplicada con pincel. El proceso de intervención finaliza al fotografiar las imágenes con cámara digital para luego ampliarlas otra vez.
Fig. 4. Eduardo Vilches. Chonchi IV. Dimensiones 6,07 x 3,40 m. Exposición “Otro jardín. Eduardo Vilches”. Galería Gabriela Mistral, 2007.
El catálogo de la exposición, editado por la Galería Gabriela Mistral, se abre con una cita de la novela de José Donoso, El jardín de al lado:
Es curioso considerar como cada ser humano reproduce inevitablemente sus circunstancias, sea cual sea la localidad que transitoriamente habita, arrastra consigo sus limitaciones, y con ellas traza una vez más su perímetro, propone las reglas del juego y elige por contrincantes a los que las aceptan31.
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