Roberto Carrasco Calvente - El último año en Hipona

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El último año en Hipona: краткое содержание, описание и аннотация

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Una novela de amor y misterio, canciones prohibidas, franquismo y encuentros clandestinos a medianoche. Julio Durán acaba de comenzar su último año en el San Agustín de Hipona. Cuando se gradúe, será un hombre hecho y derecho, un español como Dios manda. Pero no cuenta con que se pueden torcer sus planes. ¿Qué pasará si un estudiante modelo como él se enamora de uno de sus compañeros? ¿Podrá sobrevivir un amor tan especial a la intolerancia, los secretos y conspiraciones que asolan este internado masculino?

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—¿Algo más?

—Algo más. La dignidad, el honor, el hacer bien las cosas. El escoger el camino correcto.

—No lo entiendo, señor.

—Por supuesto que me entiende. ¿Qué pasó ayer en las duchas? Quiero oírlo de su boca. Supongo que no querrá que obligue al padre Mesones a que rompa el secreto de confesión...

—¿En las duchas? Ya fui castigado por ello. No pude evitarlo. Es natural en los chicos de mi edad, lo he leído.

—¿Ha leído que Dios creó sus órganos genitales para algo que no fuera procrear? Espero que no sea eso lo que enseña don Cristóbal.

—No, señor.

—Entonces, estará de acuerdo conmigo en que esta vergonzosa situación no volverá a repetirse, ¿cierto?

Don Raimundo dio otro sorbo a su copita y se la acabó, relamiéndose unas cuantas gotas que se le habían quedado colgadas del bigote.

Julio permaneció en silencio, cabizbajo. No sabía si podía cumplir tal promesa.

—Lo intentaré, señor. ¿Ahora puedo irme? Estoy perdiendo la clase de Historia.

—Estaré observándolo muy de cerca, muchacho. No me gustaría que, después de tantos años, no pudiera graduarse debido a su lascivia incontrolable.

—¿Qué les ocurre a los que no se gradúan, señor?

—Mejor no quiera saberlo.

Julio imaginaba que sería el exilio y el desierto, la humillación pública, lo que esperaba a los malos estudiantes. Despojos humanos que no llegarían al servicio militar ni a honrar a la patria. Niños que no habían sido lo suficientemente fuertes como para convertirse en hombres dignos de besar la bandera.

—Por cierto, a partir de ahora, se acabaron las duchas a solas.

—Pero, señor, es un privilegio inherente al cargo de capitán de la clase.

—Se acabaron los privilegios, jovencito. La tentación será menor si se ducha entre compañeros.

Pero don Raimundo se equivocaba. Precisamente, era en la desnudez de sus compañeros donde residía la tentación. Julio pensó que llorar tan solo empeoraría la situación, no eran lágrimas lo que se esperaba de un hombre de verdad, así que aguantó las ganas con todas sus fuerzas, mordiéndose el interior de los carrillos y apaciguando con pensamientos positivos el nudo que le oprimía la garganta: en cinco meses sería libre, apto para regresar al mundo real. Haría carrera en el Ejército, honraría a sus padres y estos, orgullosos, lo abrazarían y lo besarían por primera vez en muchos años. Trece ya. Llevaba trece años internado en el San Agustín de Hipona y no iba a permitir que, al final, la vida disciplinar no hubiera servido para nada. Lo pensó mejor. Si hacía falta, no volvería a tocarse en su vida, ni siquiera para limpiarse el prepucio. Y los pensamientos… Ya encontraría la manera de deshacerse de ellos. Lo importante era que nadie lo supiera. Si encontraban la manera de salir de su cabeza, estaba perdido.

—No volverá a suceder, señor. Se lo aseguro.

—Así me gusta. Esa es la actitud. Estoy seguro de que llegará muy lejos. Los grandes hombres saben admitir cuándo se han equivocado y, sobre todo, rectificar a tiempo.

—Sí, señor.

—Tome —le dijo el director, alargándole una de las estampitas que amontonaba sobre la mesa—. Rece a san Agustín. Él era uno de vosotros.

El solemne carillón de roble que se erguía junto a la biblioteca de don Raimundo dio las nueve.

—¡Bueno, ahora márchese! —exclamó, recuperando la jovialidad con la que lo había recibido—. ¡Aún está a tiempo de entrar en esa clase de Historia! Don Francisco estará contando un episodio apasionante.

—Siempre lo hace —respondió Julio.

Don Raimundo sonrió mientras destapaba de nuevo su preciada botella azabache y lo dejó marcharse.

«Se acabaron los privilegios», había dicho el director. Ante él, se abrían meses de duchas comunes, raciones más pequeñas y domingos de uniforme. Sabía que no por ello iba a perder el respeto de sus compañeros, pero sí que generaría multitud de preguntas entre ellos. Imaginaba el revuelo, similar al que montó Galileo cuando se atrevió a decir que el Sol no giraba alrededor de la Tierra. El Sol ya no giraba alrededor de Julio Durán, el capitán de la clase A. Una desafortunada ducha caliente había empañado, no de vapor, sino de vergüenza, su último año en el Hipona. Sintiendo que sus pasos recorrían la cuerda floja y que más allá no había red, sino soledad y rechazo, entró en clase.

—Pase, Durán —dijo don Francisco—. Ha llegado justo a tiempo para el desenlace de la batalla del Ebro.

Julio tomó asiento, pero, a pesar de que aquel era uno de sus momentos históricos favoritos, no pudo prestar atención.

A las doce, las campanas dieron aviso de que la batalla, fuera por donde fuera, había llegado a su fin. Los chicos de cada clase formaron filas, salieron de las aulas y se dirigieron sin apenas hacer ruido hasta la capilla. Julio no tenía ganas de acudir a misa. Sabía que aquella desidia podía ser pecado mortal, pero qué más daba cuando tenía claro que, con o sin misa, su alma iba directa hacia la perdición. No sabía si era peor escaquearse y faltar a la cita con Dios o contemplar cómo Tomás, desde el coro, cantaba con voz de tenor alabanzas a Cristo y abría con su timbre, con su pose y su prominente nuez las puertas de la lujuria.

Debería habérselo dicho a don Raimundo, que, de haber un culpable de su caída en la tentación, ese era Tomás y no él. Que, si bien las manos habían sido las suyas, era Tomás el que se había colado en sus pensamientos y lo había provocado, lo había llevado a darse placer bajo la ducha. Pero no lo habría creído, puesto que estaba claro que Tomás no tenía interés en el pecado de la carne. Se lo había escuchado decir a don Cristóbal tras el examen de fin de curso, el pasado junio. Al principio, el profesor de Ciencias había pensado que el medidor óptico había dejado de funcionar. Finalmente, tuvo que admitir que la pupila de Tomás no se movía ante el cambio de estímulos.

—O lo que es lo mismo, no tiene ni el más mínimo interés por el sexo —le había dicho entre susurros a don Raimundo.

Le pusieron, por primera vez en su vida, un diez. Julio sacó un siete. No estaba mal. Pero eso había sido antes del verano. Estaba seguro de que, si le hacían la prueba ahora, no solo no la pasaría, sino que sería expulsado.

Atormentado por aquel pensamiento y por la idea de volver a ver el objeto de su pasión y, al mismo tiempo de su odio, decidió perderse en uno de los pasillos que se cruzaban en su camino hacia la capilla. Sabía que, tarde o temprano, alguno se chivaría, así que echó a correr. No paró hasta sentirse a salvo tras los setos del jardín trasero y, una vez allí, rompió a llorar.

El cielo nublado cobijaba su pena y, por un momento, deseó convertirse en el jirón de una nube oscura y perderse entre las borrascas. Una mano se posó, tímida, sobre su hombro. Bien podía ser una pálida mariposa sobreviviendo al gélido invierno, pero no, era la mano huesuda de Damián, aquel chico del que, apenas unas horas antes, había pensado que era un llorica y un rarito.

—Tranquilo —le susurró Damián—. Yo me siento así muchas veces. Es bueno desahogarse. También aprovecho la misa de las doce, nadie tiene en cuenta quién falta y quién no.

—¿Te escaqueas para llorar? —le preguntó Julio, cortándose de súbito sus lágrimas.

—Sí. Te parecerá raro, ¿no? Pero es lo que estás haciendo tú hoy, al fin y al cabo.

—¿Por qué no lloras en tu habitación?

—¿De noche? No quiero despertar a mis compañeros y que piensen que soy un…

—Ya.

—¿Y tú? ¿Por qué no lloraste anoche? ¿Por qué te lo has guardado hasta ahora?

—No sé, me ha venido así, de golpe.

—¿Qué te ha dicho don Raimundo?

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