Roberto Carrasco Calvente - El último año en Hipona

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El último año en Hipona: краткое содержание, описание и аннотация

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Una novela de amor y misterio, canciones prohibidas, franquismo y encuentros clandestinos a medianoche. Julio Durán acaba de comenzar su último año en el San Agustín de Hipona. Cuando se gradúe, será un hombre hecho y derecho, un español como Dios manda. Pero no cuenta con que se pueden torcer sus planes. ¿Qué pasará si un estudiante modelo como él se enamora de uno de sus compañeros? ¿Podrá sobrevivir un amor tan especial a la intolerancia, los secretos y conspiraciones que asolan este internado masculino?

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Unos pasos arrastrados se acercaron tras él. Julio esperó a que pasara a su lado. No fue una gran sorpresa descubrir que se trataba de Damián. Era un llorica de la clase B, siempre intentando escaquearse a la hora de Gimnasia, siempre perdiendo el recreo leyendo novelas y las tardes escribiendo cuentos o cartas o solo Dios sabía qué. Era un rarito. Y todos sabían lo que pasaba con los raritos, que no se graduaban. Aceleró el paso para alcanzarlo de nuevo, lo que no le supuso trabajo alguno, y, arriesgándose a que el profesor cumpliera sus amenazas si lo oía, le habló.

—¿Por qué te han castigado? —susurró.

Damián no le contestó. No le llegaba suficiente aire a los pulmones como para correr y hablar al mismo tiempo. Su pecho subía y bajaba a un ritmo vertiginoso bajo el pijama gris. A él tampoco le había dado tiempo a vestirse, lo había despertado el profesor a medianoche dando gritos y zarandeándolo de un brazo. Así eran los castigos en el San Agustín de Hipona, inesperados. Detrás, se oían los lamentos y llantos de otros que, sin resuello, daban asimismo vueltas alrededor del campo de fútbol. No había duda de que se trataba de un grupo de pequeños. ¿Qué habrían hecho tan malo aquellos niños para acabar en su misma situación?

—¡A los cuartos! ¡Se acabó la fiesta!

Don Manolo los trataba como ganado. Era normal considerando que tenía el tamaño de un cíclope y que para él no eran más que ovejas. Estaba seguro de que, desde arriba, a don Manolo, todos los niños le parecían iguales. Había sido militar, al menos eso decían, y había matado a muchos rojos en la guerra. El caudillo en persona había alabado su buen hacer. Julio no se explicaba por qué, si era tan importante para la nación, había acabado enseñando Gimnasia en el colegio, pero tampoco se atrevía a preguntar.

Ni siquiera se despidió de Damián, era demasiado tarde para conversaciones y hacía demasiado frío. Atravesó la pista de tierra en la que, durante el día, jugaban a la pelota y cruzó el patio hasta llegar a la residencia. Era un edificio cuadrado y siniestro. Y de noche lo era aún más. Pero a él nada le daba miedo, era el mejor de su promoción o, al menos, lo había sido hasta aquel momento. Esperaba que aquel incidente no manchara su expediente, que sus pecados hubieran quedado absueltos gracias a correr bajo el relente de enero. No podía evitar que una pequeña sombra parpadeara ahí donde debía haber luz y esperanza por finalizar el último curso y comenzar una nueva vida más allá de esos muros. ¿Y si algo evitaba que todo saliera bien? La pequeña sombra volvió a parpadear porque sabía una posible respuesta. Julio la ignoró y entró en la residencia. A oscuras, intentando no tropezar, subió las escaleras y entró en su habitación. Los chicos habían vuelto a quedarse dormidos. Esperaba que cumplieran el juramento. Siempre habían dicho que si algún día castigaban a alguno de ellos, nadie lo sabría, que el secreto no saldría del cuarto que los cinco compartían. Nunca hubiesen imaginado que tendrían que tapar al alumno aventajado, al capitán del equipo de fútbol, al chico más popular de la clase A.

A la mañana siguiente, justo después del desayuno, cuando los alumnos del San Agustín de Hipona abandonaban el comedor y se dividían en grupos para acudir a clase, Tomás se acercó a Julio. Tenía un mensaje que darle. Julio se puso nervioso, nunca lo había admitido, pero de temer a alguien le temería a él. No le gustaría encontrarse en una pelea contra aquel grandullón. Le sacaba dos cabezas, tenía los brazos anchos y peludos, así como las piernas, musculosas como las de una escultura griega. Lo odiaba y no había duda de que el sentimiento era mutuo. Además, y esto era un secreto que pretendía guardar bien en el fondo, donde los mil ojos de los profesores no eran capaces de llegar, todo lo sucedido había sido por su culpa. Desde pequeños, habían sido esa clase de enemigos naturales, como Caín y Abel, como Edmond Dantès y el barón Danglars, y, si nunca habían llegado a las manos, había sido por un pacto tácito en el que cada uno respetaba el territorio del otro y a sus aliados. Una confrontación entre Julio y Tomás habría sido la confrontación de dos planetas, de dos titanes igual de poderosos. Tomás no se metía con la clase A y Julio respetaba a los chicos del coro, a los que Tomás dirigía. Este tratado de paz en el colegio era tan antiguo como ellos y así debía permanecer. Eso sí, algo estaba claro. Al ser su archienemigo el responsable de los cánticos en misa y de deleitar a las visitas del exterior que solían pasar la Navidad en el colegio, normalmente militares, religiosos o doctores, este era el preferido de gran parte del profesorado, si bien Julio lo superaba con creces en inteligencia, belleza y agilidad.

—Don Raimundo quiere que subas a su despacho.

Tomás tenía la voz más ronca de entre todos los estudiantes. La había tenido así desde hacía años, cuando había empezado a salirle pelo donde ningún otro tenía.

Julio asintió y le dio las gracias sin llegar a ser cordial. Tomás murmuró algo a sus espaldas y, como si en lugar de palabras le hubiera lanzado un dardo anestesiante, dejó de caminar y sintió que su corazón dejaba de latir por una milésima de segundo. Se dio media vuelta, sin saber muy bien por qué ni qué sucedería a continuación.

—¿Qué es lo que has dicho? Repítelo si tienes huevos.

—Que sé lo que pasó. Estás metido en un buen lío.

Julio se vio tentado a lanzarse sobre él, a cerrar el puño y a golpearlo hasta hacerle perder la consciencia. A escupir sobre su rostro magullado y dejarle claro que, a pesar del incidente, no dejaría de ser el que mandaba en la clase A y que haría papilla a quien hiciera falta para que nadie se enterara de lo sucedido... Pero no lo hizo. Corrió escaleras arriba, huyendo no solo del enfrentamiento, sino de lo que acaba de oír. ¿Tan amigo era de los profesores? ¿Ellos le habían contado lo que había pasado el día anterior en las duchas? ¿Lo sabría alguien más? Y lo que es peor... ¿sabrían lo que pasaba por su cabeza cuando ocurrió?

Perdido entre interrogantes, Julio llamó a la puerta del director.

—Pase —dijo carraspeando desde el interior.

Julio abrió y, con las piernas temblando, entró.

—Siéntese, muchacho. Por favor.

Don Raimundo tenía aspecto bonachón. Era un anciano regordete, con barba blanca, labios gruesos que siempre enmarcaban una sonrisa y ojillos pequeños y brillantes. Nunca jamás alguien lo había visto enfadado, pero, por ese mismo motivo, todos lo respetaban. Sabían que, si él estaba ahí y no don Manolo, con su fuerza bruta, ni don Nicolás, con sus gafitas, su nariz aguileña y sus cientos de teoremas matemáticos, ni siquiera el padre Sermones, como llamaban al de Latín, era porque debía ser, entre los malos, el peor. Don Raimundo tenía sobre su mesa una botella de un líquido oscuro. Se sirvió en un pequeño vaso de cristal sin ofrecer al muchacho. Estaba claro cuáles eran las diferencias entre profesores y alumnos. Ellos podían beber después del desayuno, incluso fumar. De hecho, podían hacer lo que quisieran. Eran los amos de todo, ya que pertenecían a la estirpe que se había adueñado del país.

—Diecisiete años ya, ¿verdad? —Fue lo primero que dijo tras dar un sorbo de aquel mejunje negruzco.

—En agosto, don Raimundo.

—Conque en agosto, ¿eh? Muy buena edad la suya. Está floreciendo aún, como quien dice. Estoy seguro de que su cuerpo está experimentando cambios.

—Si se refiere a caracteres sexuales primarios y secundarios, señor, hace tiempo ya que...

—Lo sé, lo sé. Soy el director, tengo los expedientes de todos los alumnos.

—¿Entonces, señor? No lo entiendo.

—No todo es vello, nuez y manos gigantes, Julio. Ni siquiera la cosa termina cuando uno se hace hombre. Hay algo más.

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