Don Felipe hizo una pausa, se aclaró la garganta, se alisó los bigotes y continuó contándole a su hijo:
–El segundo día durante la noche se encendieron fogatas, donde se reunieron tanto peones como mayordomos y familiares de los Ybarra Pedroza, también las criadas y las nanas estaban ahí. Algunos rancheros sacaron sus guitarras para cantar “La paloma”, canción que fue interpretada con gran sentimiento por todos.
– “…Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona…” –cantó Ignacio con su voz entonada, haciéndole segunda su padre–.
–Los rancheros cantaron –siguió don Felipe– a la luz de la luna, envueltos en sus cobijas y resistiendo el frío de la sierra, mientras Porfirio y yo brindamos con un mezcal buenísimo producido cerca de aquellas tierras. ¡Qué cosa más hermosa la bóveda cargada de estrellas y el canto de los grillos y las cigarras durante la noche! ¡Y no se diga el olor de la hierba y el crepitar de la madera quemándose! Y las sombras en las caras de todos los ahí reunidos, ¡parecíamos fantasmas! ¡Eso era la pura vida! Pasados los cuatro días, al despuntar el alba, nos despedimos de Porfirio. Me acuerdo que me dio un abrazo muy fuerte y a doña Gumercinda le besé la mano con mucho agradecimiento, pues en los días que estuvimos allá nos atendieron a cuerpo de rey. Para ese entonces todavía no tenían a las dos niñas chicas. Sabe si te acordarás de todo eso –concluyó el padre de Ignacio–.
Don Felipe y don Porfirio habían nacido en la misma época, a la mera mitad del siglo XIX. El primero en 1849 y el segundo en 1845. Ambos habían quedado huérfanos de chicos. Porfirio y sus hermanas mayores quedaron al cuidado de sus tíos y Felipe de sus abuelos maternos. Los dos dejaron a sus familias siendo muy jóvenes y fueron a buscar fortuna. La necesidad los hizo desarrollar carismas y se empezaron a relacionar con muchas personas de renombre. Ambos fueron administradores y aprendieron el oficio de tenedor de libros, pero al paso de los años Porfirio se dedicó a la agricultura y a la ganadería en sus ranchos, y Felipe, aunque tuvo propiedades rústicas, se dedicó a la naciente industria, al comercio y a la política.
Esas coincidencias y afinidades hicieron que las familias de don Porfirio y don Felipe se reunieran con relativa frecuencia y que tuvieran tema de conversación, cuando se visitaban alguna tarde o se encontraban en el atrio de alguno de los templos a los que asistían regularmente. Don Felipe era originario de Villa de Cos, Zacatecas. Se decía que era descendiente de Manuel Ruiz de Chávez, cura de Huango, Valladolid, quien participó en la Independencia con su primo Miguel Hidalgo y que por esa razón fue desterrado a Villa de Cos. Todas esas historias se contaban de boca en boca desde el tiempo de la Independencia. Porfirio, por su parte, era nieto de unos españoles llegados a San Juan de los Lagos a principios del siglo XIX. Luego de separarse de los tíos que lo tenían a su cargo, vivió en Zacatecas varios años, donde aprendió a trabajar y sentó las bases de su prestigio como administrador. El hecho es que tanto Porfirio como Felipe establecieron a su gente en Aguascalientes y esa ciudad fue el punto de convergencia de dos familias que, al parecer, tenían historias semejantes. Don Felipe continuó su relato:
–Fue desde ese encuentro que nuestras familias sellaron su amistad, no creas que tú empezaste, Nacho. Lo que pasa es que con todo eso que nos pasó en el once con el miserable de Fuentes Dávila, nos dejamos de ver. Los señores murieron y yo ya no frecuenté más a sus hijos.
–Ya lo noto cansado, padre –dijo Ignacio–, mañana me cuenta todo ese lío que tuvo con Fuentes Dávila. No sabe qué contento me siento al conocer todo esto que me ha contado, ahora veo a esa familia también como mía, conozco algo a Juan y a Antonio, pero a sus otros hijos no tanto. José me parece muy serio y Porfirio está siempre ocupado en las cosas de la Iglesia. A las hijas grandes las conozco y las saludo, y a las chicas, Guadalupe y Merceditas, las quiero muchísimo –Ignacio guardó silencio unos segundos y, acercándose a su padre, confesó en voz baja–, quiero decirle que Lupe Ybarra me ha robado el corazón.
Don Felipe tomó un profundo respiro y mirándole a los ojos, le dijo:
–Escúchame bien, hijo, el amor nos llega del cielo, es un don que siempre viene de Dios. ¡Me alegra tanto que, así como Él me mandó a tu madre, ahora a ti te haya mandado una buena mujer!
El viejo estrechó con fuerza la mano de su hijo y con una sonrisa cómplice le dijo:
–¡Así que tendremos otra Lupita en la familia, eh! Mira Nacho, sólo tú decides en tu corazón y yo, como tu padre, no puedo sino darte mi aprobación y desearte que seas muy feliz.
Ignacio recibió la bendición llena de amor que su padre le dio y se retiró con el corazón rebosante de alegría.
Junio
La junta
Ignacio Ruiz de Chávez fue el último en llegar esa noche a la junta. Estaban ya todos sentados en forma semicircular en la sala de la familia Ruiz Esparza Vega, un espacio bellamente decorado con muebles austriacos de color negro, bustos de músicos y cuadros, cuyas escenas del arte barroco ahí representadas evocaban los tiempos del romanticismo.
–Sólo te estábamos esperando, Nacho –le dijo el presbítero don Ignacio Rivera Calatayud, quien se encontraba de visita en la reunión–.
–Sí, padre, disculpe la tardanza –respondió apenado el joven y, sin más, se acomodó en una de las sillas–.
En seguida, Marcos Ramírez, quien presidía el Círculo de Estudios Ketteler, les dio la bienvenida a los asistentes y agradeció la honrosa presencia del sacerdote, quien fuera tío del padre Ignacio Castro Rivera, fundador de la ACJM en 1917.
José Ruiz Esparza Vega, quien ocupaba el cargo de secretario del círculo, tomó la palabra y dio a conocer el orden del día, luego invitó al sacerdote a hacer la oración inicial y a que dirigiera el rezo del santo rosario. A la indicación del secretario, se pusieron todos de pie y el padre Ignacio dijo:
–Pidamos al Espíritu del Señor que venga y nos inunde con su presencia y que nos colme de dones para alabar y servir a Dios nuestro Señor.
Dicho esto, los asistentes pronunciaron a coro:
Ven Espíritu Creador,
visita las almas de tus fieles
y llena de gracia los corazones
que Tú mismo creaste.
Tú eres nuestro consuelo,
don de Dios Altísimo,
fuente viva,
fuego,
caridad y espiritual unción.
Tú derramas sobre nosotros los siete dones.
Tú, el dedo de la mano de Dios.
Tú, que pones en nuestros labios
los tesoros de tu palabra,
enciende con tu luz nuestros sentidos,
infunde tu amor en nuestros corazones
y con tu perpetuo auxilio
fortalece nuestra débil carne.
Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto la paz.
Sé Tú mismo nuestro guía
y bajo tu dirección evítanos todo lo malo.
Que por ti conozcamos al Padre
y también al Hijo
y que en ti creamos en todo tiempo.
Amén.
Al terminar la plegaria se hincaron e hicieron el rezo del rosario. Luego, con los brazos extendidos en cruz, rezaron la letanía. Concluida la oración, Felipe Alba impartió un tema sobre la vida de Wilhelm Emmanuel Von Ketteler, a quien debían el nombre del círculo de estudios, profundizando en su labor como instaurador del catolicismo social en Alemania. Tocó turno a Francisco Cervantes y durante veinte minutos habló de la Rerum Novarum del papa León XIII, explicando cómo la encíclica dejó patente su apoyo al derecho laboral de formar uniones o sindicatos católicos, y también el apoyo al derecho de la propiedad privada.
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