Morir en el silencio de las campanas
© Cecilia C. Franco Ruiz Esparza
© Felipe Ruiz de Chávez
Ilustración de portada: “Templo de San Marcos” por Arq. Ramón Aguayo Mora
Primera edición digital
ISBN:978-607-9417-96-3
Dirección General: Dolores Quintanilla Rodríguez
Coordinador de Producción: Miguel Gaona
Editor de Contenido: Valdemar Ayala Gándara
Editora de Arte: Jazmín Esparza Fuentes
Diseño editorial / ilustración: César Nájera Zapata
Enlace Administrativo: Carmen González Cruz
Ventas: María Isabel Reyna Ibargüengoitia
D.R. Quintanilla Ediciones
Josefina Rodríguez 1027, Col. Los Maestros. C.P. 25260. Saltillo, Coahuila
www.quintanillaediciones.com
editorial@quintanillaediciones.com
Quien nombra, llama. Y alguien acude, sin cita previa,
sin explicaciones, al lugar donde su nombre,
dicho o pensado, lo está llamando.
Cuando eso ocurre, uno tiene el derecho de creer
que nadie se va del todo, mientras no muera
la palabra que, llamando, llameando, lo trae.
Eduardo Galeano.
Índice
Año de
1926
Mayo
Luna de sangre
El olor a piel
El amor secreto de Ignacio
Su callada presencia
Entre ollas y fogones
De las familias Ybarra y Ruiz de Chávez
Junio
La junta
Los artistas
Julio
Inés y el campo
Testamento
Menos grande y menos hondo que el pesar
La nota en papel azul
Ignacio en la estación
El tren de la noche
El viaje a México
Agosto
La ventana
El robo
El primer exilio
El principio de la tragedia
Los recuerdos de París
Muerte de don Felipe Ruiz de Chávez Montañez
La presencia del padre
El fin del verano
Septiembre
Salir otra vez al mundo
Santiago, el mezcal y doña Zeta
De cacería
Juan en la tenería
¡Todo listo!
La llegada a la sierra
Nuestras madres
Agua sobre San José
Quiero una corona de gardenias
Flores para María
La promesa de Ignacio
Noche de fuego
El final de las vacaciones
Que quede entre nosotras
Adiós a Santa Rosa de Lima
Octubre
El permiso para Lupe
Pacto entre mujeres
Por un beso
El vestido de novia
La desesperación de Ignacio
Las cartas de Elisa
El padre Morones y los ecos de la Revolución Mexicana
Expiación y despojo
La gallina de los huevos de oro
La noche del exilio
Noviembre
Sueños de boda
Día de Todos los Santos
Las cartas del destierro
Decisión controvertida
Diciembre
La comida con los generales
Los buñuelos
Navidad sin el Niñito Jesús
La posada
La ansiada respuesta
Año de
1927
Enero
El granado
El rescate de Juan de Dios
¡Aquí no vive!
Las gallinas y los feos modos del General Ortiz
Febrero
El baño
La visita de los tíos maternos
La muerte de Genovevo Fortier
La voz del desconsuelo
Marzo
El retrato
Muertes extrañas
Extremando cuidados
Cartas en tránsito
Agua de luna
Abril
Muere El Maestro
El dolor de los desplazados
La visita de la monja
En tus brazos, Señor
“No te atormentes…”
La despedida de Cuca
Diálogos sobre la guerra
Pachita Tostado y El Paráclito
Emisario de buenas noticias
Purificación
El viaje relámpago a Aguascalientes
Domingo de Resurrección
El día del silencio
Una rosa herida
El último adiós
Epílogos
Agradecimientos
Año de
1926
Mayo
Luna de sangre
La fresca mañana del 26 de mayo de 1926, Ignacio Ruiz de Chávez despertó sobresaltado. Culpó al canto de los pájaros que alegres se agitaban en las ramas de los árboles anunciando el nuevo día y a las campanadas del templo de San José que, desde su torre viuda, llamaban insistentes a la misa de siete. Casi toda la noche había intentado en vano conciliar el sueño. En repetidas ocasiones se levantó para ver la luna por la ventana, advirtiendo que no era la misma que lo acompañaba en sus noches de insomnio, la que con su luz tenue alcanzaba a formar una sombra grande en la pared de la habitación. No. No era una luna común. Era una de sangre, maravillosa y a la vez aterradora, una luna revestida de inusual majestuosidad, oscurecida en medio del cielo y a mitad de la noche. Una luna roja, agorera de grandes calamidades. Ignacio la miró una y otra vez y no pudo dejar de pensar en todas esas cosas que se decían por ahí, supuestas profecías que anunciaban hechos apocalípticos, como el fin del mundo o la llegada del Anticristo, acompañados de guerra, hambre, plagas y enfermedades contagiosas. Cerca de la madrugada lo venció el sueño y no alcanzó a ver el final del eclipse, y aun así una pesadilla horrenda le hizo despertar sobresaltado una y otra vez. Ignacio vio en sus sueños a un caballo negro que corría desbocado, llevaba sobre sí al ángel de la muerte y a su paso dejaba ruina y destrucción. Vio también una enorme extensión de tierra con árboles gigantescos de los que colgaban hombres mecidos por el viento con las lenguas arrancadas; en el cielo, decenas de zopilotes, acechaban para devorarlos. Las campanas de los templos, sin badajo, se mecían inútilmente en medio del silencio y una multitud de niños lloraban su orfandad, sentados sobre un campo quemado, mientras cientos de viudas marchaban por las calles de sus pueblos, descalzas y envueltas en sus chales negros.
Desvelado y con una terrible sensación de dolor sordo en la cabeza, Ignacio se levantó y se colocó frente al aguamanil. Se miró al espejo y encontró su rostro cansado, sus ojos cafés parecían más oscuros que siempre, escuchó entonces el canto de los gallos de las casas vecinas, la luz del sol entró por la ventana y él la contempló atónito, como si fuera la primera vez que la viera llegar así, pronta, a calentar sus días de mayo.
Vació el agua de la jarra en la palangana y se inclinó sobre ella para lavarse la cara, cuando sintió el líquido frío cerró los ojos al tiempo que la imagen de su madre le venía a la memoria. Mayo, con sus festejos a la Virgen María, era siempre motivo para recordar a su propia madre, fallecida catorce años atrás. Tomó el jabón, lavó su cara y afeitó su barba con parsimonia. Una lágrima brotó de sus ojos y rodó por su mejilla, confundida con el agua viscosa cayó en el fondo blanco y circular del peltre. En silencio y con la mirada fija en el rostro que le devolvía el espejo, Ignacio se abrazó al recuerdo de su madre. Levantó la cabeza para encontrar en el muro la imagen de la Guadalupana a la que ella le enseñó a rezar siendo apenas un niño. Enunció el saludo del Arcángel Gabriel y sintió entonces el consuelo de quienes se saben acogidos en el regazo de María.
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