Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Morir en el silencio de las campanas

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Morir en el silencio de las campanas: краткое содержание, описание и аннотация

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"Morir en el silencio de las campanas" es una historia de amor entre dos jóvenes que viven una situación caótica debido a la Guerra Cristera desencadenada en 1926, cuando el presidente Calles quiso imponer al pie de la letra los artículos anticlericales de la Constitución de 1917. Las familias Ybarra y Ruiz de Chávez viven un entorno complicado debido a su férrea convicción religiosa y la cercanía de amigos y conocidos que deciden tomar las armas para defender sus derechos vulnerados. Ignacio, uno de los dos protagonistas, es víctima de prisión y amenaza de fusilamiento, escapa y se refugia lejos de su bienamada Lupe, quien sufre de grave enfermedad. Todo transcurre entre la lucha por la vida, la fe y el amor.
Esta novela de tipo costumbrista rescata y divulga la vida en Aguascalientes y en la Ciudad de México en esos años convulsos de nuestro país, logrando, desde el espacio privado, aportar una visión sobre el conflicto Iglesia-Estado silenciado por la historia oficial durante ya casi un siglo.

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–Tienes razón, hermano, en ponerte así, no es para menos, pero te va a hacer daño. ¿Quieres un té de estafiate antes de comer? Ándale, para que te recoja la bilis –sugirió Altagracia–.

–No. No quiero té. No quiero nada. Sírveme ya porque tengo grupo hoy en la noche y, antes de regresar a la tenería, voy a platicar con mi papá sobre la Revolución.

–¿Otra vez Nacho? ¡Pero si ya nos lo ha contado tantas veces!

–No importa. Yo quiero saber más y él necesita hablar y sentirse escuchado, si le hace bien contármelo yo lo voy a oír las veces que sea necesario. Además, tomaré notas para un tema que discutiremos en el círculo de estudios Ketteler la próxima semana. Así mismo tú también deberías escucharme cuando te hablo de lo que está pasando, para que estés alerta. El país está entrando en estado de rebeldía y no sabemos lo que pueda suceder.

–¿Rebeldía?

–Sí, Altagracia. Los católicos no vamos a permitir que este maldito gobierno siga cometiendo sus atrocidades por su despiadado odio contra la religión. Hemos resistido pacientemente, pero en cualquier momento el hilo se puede romper. El pueblo creyente está desafiando a la autoridad, en junio se pretende firmar la ley que reglamenta el artículo 130 constitucional.

–¿La infame Ley Calles?

–La misma –respondió él–.

Los dos hermanos pasaron al comedor y Altagracia le ordenó a Blasa que les sirviera de comer. Ella les sirvió un plato con arroz y torta de carne y papas, luego acercó la jarra con agua de alfalfa y las tortillas recién hechas. Altagracia se sentó junto a Ignacio. Desde que don Felipe enfermó, él se sentaba en la cabecera de la mesa. Había empezado a tomar la figura de autoridad en la casa.

Ignacio se quitó los lentes, bendijo los alimentos y empezó a comer. Altagracia, haciendo el plato a un lado, empezó a tristear:

–Hermano, las cosas ya no son como antes, ya nunca nos sentamos a comer juntos, la casa ya no está tan bonita como cuando estábamos todos aquí –suspiró al tiempo que bajaba la vista y la voz se le quebraba–. Nacho, tengo miedo de que se muera mi papá.

Ignacio no levantó la vista del plato, comió rápido y en silencio, estaba ensimismado en su rabia por las notas que había leído en el periódico, notas que reflejaban una realidad que le laceraba profundamente. Al terminar, juntó sus manos y dio gracias a Dios por los alimentos, se puso los lentes y se levantó para reunirse nuevamente con su padre. Antes de salir del comedor volteó a ver a su hermana, y con voz seria y profunda le dijo: “El día se acerca. Disfrútalo mientras lo tengas”.

Ignacio subió de prisa la escalera y un poco más calmado llegó al cuarto de su padre que ya lo esperaba. Sacó de su portafolio un cuaderno y empezó a preguntar al anciano enfermo:

–Papá, cuénteme del tren, del presidente Díaz, de la Revolución, de cuando usted fue gobernador y de las veces que fue diputado. Cuénteme lo que quiera. Voy a tomar unas notas si a usted no le molesta.

–Hijo, pero si ya todo eso está escrito por ahí en unas libretas, ya cuando me muera las buscas y lo lees las veces que quieras…

–Usted cuénteme, padre. Dígame todo lo que se acuerde.

Don Felipe, con la ayuda de su hijo, se acomodó entre los almohadones de su cama y expresó con voz afectada: “¡Extraño tanto a tu madre! Me consuela que pronto la veré…”.

El hombre acarició con sus dedos temblorosos las flores blancas de la sábana, esas flores que doña Guadalupe bordara durante tantas tardes pensando en él, sentada en su mecedora de roble negro y cáñamo color paja. Don Felipe empezó a hablar con la voz quebrada pero enseguida recobró el aliento.

–Te hablaré del tren –dijo–, fue a inicios de 1884, el 24 de febrero para ser exactos, cuando pasó por Aguascalientes la primera locomotora de vapor. Lo recuerdo bien. Era de tarde y llovía, se escuchó entonces el silbato y el agua de los charcos empezó a temblar cada vez más fuerte, oscurecía y todos nos habíamos congregado para ver llegar la modernidad. En la ciudad no se hablaba de otra cosa, el rumor fue tan grande que bajaron incluso de las rancherías. Esa tarde estábamos todos ahí con nuestras mejores ropas para ver pasar el tren. La muchedumbre se preguntaba cómo sería, no había referente alguno para la mayoría y los que lo conocían sólo advertían: “Es más grande que un burro”. Cuando le vimos venir, un cristiano gritó: “¡Aguas, que viene el diablo!”. Y a su alarido le sucedieron muchos más. Vimos entonces la luz del faro, era tan fuerte que parecía un enorme ojo, tan brillante, que a más de uno amilanó. La locomotora parecía un gran dragón oscuro exhalando humo, su tamaño era impresionante. Sorprendía ver cómo las ruedas, al girar sobre las vías, sacaban chispas. Nadie podía entender cómo algo tan pesado lograba avanzar sólo con vapor de agua. La gente se espantó terriblemente al contemplar semejante monstruo de hierro, creyendo que el mismísimo demonio llegaba trayendo consigo el fin del mundo. Al silbido del tren los perros correspondían con aullidos, como si fueran llamados del más allá. La columna de humo y la velocidad que alcanzaba era mayor que la de un caballo a galope. Asistir ese día a semejante evento fue algo verdaderamente impresionante… ¡Nunca lo olvidaré! Pienso que fue gracias a la visión del presidente Díaz que México empezó a progresar, el ferrocarril empujó el desarrollo del país al acortar las distancias. Yo puedo asegurar que la llegada del ferrocarril marcó un antes y un después en la historia de Aguascalientes. Mi amigo, don Rafael Arellano Ruiz Esparza, gobernador en ese tiempo, firmó un contrato con la empresa de los Talleres Generales del Ferrocarril Central Mexicano y logró la donación de unos terrenos de la Hacienda de Ojocaliente, también les dio agua y todas las facilidades. La primera estación en Aguascalientes se construyó al norte de la ciudad, en la hacienda El Chicalote; poco después, en 1898, se establecieron los talleres de construcción y reparación de máquinas y material rodante del ferrocarril en un terreno de casi 900,000 metros cuadrados. En esos años se constituyeron varias empresas grandes, como la Gran Fundición Central Mexicana, el molino de harina La Perla de Juan Douglas, las tabacaleras de Antonio Morfín Vargas y las textileras La Aurora y La Purísima. La fábrica de cigarros de don Toño Morfín se llamaba La Regeneradora, él era el dueño de la Hacienda de la Cantera o Hacienda de San Nicolás, como la mentaban antes y, con sus recursos, costeó la construcción del templo de San Antonio, ese hermosísimo monumento, obra maestra de don Refugio Reyes, que posee diversos estilos arquitectónicos. Fue por ese tiempo también que yo formé una sociedad para comprar la tenería. Eso ya te lo había contado.

–Recuerdo –respondió Ignacio–, cuando inició la nueva estación ferrocarrilera diseñada por aquel ingeniero italiano G. M. Bosso en 1911, pero ya no nos tocó presenciar aquella fiesta cuando el gobernador García Hidalgo inauguró la primera locomotora mexicana hecha en el país, esa flamante máquina que llevó por nombre “Alma mexicana”. Fue cuando andábamos prófugos.

–Ciertamente –respondió el padre–, así fue mijo. Hubo una que llamaron La Locomotora 40 o La Mocha, que fue la primera que hicieron aquí en los Talleres Generales. Una bella y vigorosa locomotora que casi volaba de tan rápida. Bueno, no sé si me estoy confundiendo, ya a ratos me falla la memoria.

–Entonces –lo distrajo Ignacio–, ¿antes del ferrocarril cómo era Aguascalientes?

–Antes aquí casi todos éramos agricultores, yo tenía dos ranchos, El Lucerna y El Águila, propiedades rústicas que me quitaron en la Revolución. Como ya te conté, yo era Tenedor de Libros y conocí a don Rafael Arellano Ruiz Esparza quien, además de ser un hacendado, era también un político católico. Él me hizo de su equipo. Con él participé en varios proyectos, estuve como secretario en la Junta encargada de la dirección de la obra del Teatro Morelos, el cual se inauguró en 1885 siendo gobernador Francisco G. Hornedo. También fui parte en la Junta responsable de terminar el Hospital Civil de Aguascalientes, mejor conocido como Hospital Hidalgo. Participé luego en la Cámara de Agricultura de Aguascalientes. Por esas fechas fue cuando compré los ranchos y luego la tenería de don Francisco Recalde, ese hombre que me ayudó desde que yo era chico y me enseñó a trabajar ahí mismo. Luego de un tiempo, con el apoyo de don Rafael Arellano Ruiz Esparza, llegué a la gubernatura, pero antes había sido diputado en varias legislaturas, Presidente Municipal y gobernador interino ya finalizando el siglo pasado.

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