Mientras se secaba la piel de la barbilla se percató del silencio de la casa, ese mismo que se había apoderado de todos los espacios cuando su madre murió. Parecía que doña Guadalupe se había llevado consigo el canto y todas las voces posibles de la alegría. ¿Dónde habían quedado los ruidos de la casa? ¿A dónde se habrían ido? Se preguntaba Ignacio una y otra vez en aquellas noches interminables de mutismo infinito.
Se miró nuevamente al espejo, peinó sus cabellos húmedos hacia atrás luego y secó algunas gotas de agua que le escurrieron por su grueso cuello.
“Veintiséis de mayo” pronunciaron sus labios en murmullo. Era el día de San Felipe Neri, el día del Santo de su padre. ¡Por cuánto tiempo fue esa fecha la más grande de la familia! –pensó Ignacio en silencio–. Sumido en la nostalgia recordó el apuro de la víspera, la casa envuelta en tremenda agitación, los ires y venires no paraban hasta dejar todo perfecto: las viandas aventajadas, las mesas ataviadas con hermosos manteles blancos bordados a mano, flores por doquier. Y los de casa que, acicalados con sus estrenos, empezaban el día en la Catedral con la misa de acción de gracias. Al rito religioso seguía el desayuno en esa espléndida finca que desde finales del siglo XIX ocupaba la familia Ruiz de Chávez Aguilar. La casa se ubicaba en la calle de San Juan de Dios, en el número 15, a una cuadra del parián, en el centro de la ciudad de las aguas termales. El templo, así como el hospital y el panteón aledaños, estuvieron a cargo de la orden religiosa de los Juaninos algunos años atrás, y la calle llevó su nombre por un tiempo, luego fue cambiado por el de Francisco Primo de Verdad y Ramos, aunque la gente sólo la nombraba por Primo Verdad o Licenciado Verdad. Don Felipe Ruiz de Chávez había sido gobernador en las postrimerías del siglo XIX y cubierto un interinato en 1911, también como gobernador, y ocupado además una curul en el Congreso del Estado en distintas legislaturas y otros cargos administrativos en el gobierno. Se podría decir que él nunca había dejado la política y era, además, un conocido industrial en la región. De ahí que el festejo duraba el día completo y por la casa desfilaba toda la gente acaudalada de Aguascalientes. Mujeres enjoyadas con hermosos vestidos y varones de pipa y guante, ataviados con traje y sombrero. Los invitados arribaban encopetados y perfumados, año tras año, con la cuelga para el festejado. Por doquier se escuchaba el ruido de los platos y el tintinear de las copas. Las carcajadas de los invitados hacían eco lo mismo que la música de un cuarteto que, como telón de fondo, acompasaba esa alegría que parecía no tener fin. La cocina adolecía de pausa alguna y media docena de mujeres preparaban las mejores delicias para los invitados: asado de carnero y pollo en salsa de almendra, pescado en naranja y alcaparrado, sopa de elote y crema de nuez; en los postres, vienesas, turrón de fresa y carlota rusa. Sin tregua, los criados destapaban botellas de Champagne Moët & Chandon.
Ignacio suspiró hondamente. Todo aquello parecía haberse esfumado en un pasado sin retorno. Las imágenes de fiesta se alejaron cada vez más en un eco nebuloso y vacío mientras volvía lentamente a la realidad.
El hijo del exgobernador, ya vestido y calzado, regresó al espejo para peinar su espeso bigote, se acomodó los anteojos, el moño y salió del cuarto. En ese momento pasaba Conchita, su hermana mayor, llevando en las manos un altero de sábanas y toallas dobladas. Lo dejó sobre la mesita del pasillo y se acercó a su hermano para acomodarle el cuello de la camisa. Él la saludó con el típico: “Buenos días te dé Dios, hermana”. Igual para ti Nacho, que Dios te bendiga –respondió ella–.
Conchita le hizo un cariño brusco en la mejilla, tomó los blancos y siguió de largo hacia el armario donde solían guardarlos. Ignacio se dirigió con paso rápido al cuarto de su padre, abrió la puerta con mesura y se detuvo en el portal, temió haberlo despertado con el horrible rechinido que las bisagras habían empezado a hacer justo la noche anterior. Lo encontró despierto, le miró y se percató de que la enfermedad no había cambiado ese rostro serio y sereno de gran señor, constató que el donaire que le había acompañado durante toda su vida permanecía casi intacto.
Ignacio, en un suspiro, pensó: “Nunca más. Hoy no habrá estrenos ni invitados, ni música, ni banquete y nunca más los habrá”.
Al escuchar el rechinido de la puerta el padre advirtió la entrada del hijo, le miró de reojo mientras llevaba a su boca un jarro de atole blanco de maíz y, luego de sorber suavemente, con una mueca lo invitó a pasar. Ignacio arrimó la silla de bejuco a la cama y, antes de sentarse, palmeó suavemente la espalda de su padre mientras lo miraba con ternura, acomodó las almohadas y los cojines que le servían de respaldo y en voz baja le preguntó: ¿Cómo amaneció, padre? Don Felipe asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Mercedes, la sexta de las hermanas, a quien todo mundo llamaba cariñosamente Chela, le hacía compañía al padre. La presencia del hermano fue su oportunidad para empezar a ordenar el cuarto. Se puso en pie y abrió la ventana al tiempo que exclamaba con voz gozosa: “¡Que entre la Gracia de Dios!”.
Ignacio la miró con alegría serena y se volvió a su padre para darse cuenta de que los signos de debilidad se agudizaban. Don Felipe necesitaba cada vez más cuidados y ya no podía valerse por sí mismo. Se inclinó nuevamente sobre él, susurrándole: “Vengo a saludarle, padre, y a felicitarlo por su Santo”. Don Felipe sonrió discreto y halagado. “Iré a la misa de ocho que se ofrece por usted –continúo–, y de ahí me voy al Diamante.”
Ignacio se acercó a su padre y con una ligera reverencia le besó la mano. El viejo, agradecido, le dio su bendición. El hijo salió del cuarto y pasó rápidamente a la cocina donde su hermana Altagracia tenía servido el desayuno. Ignacio le saludó, se sentó y bendijo los alimentos en voz casi inaudible, luego miró su reloj y se levantó sin probar bocado para salir corriendo.
–¡Nacho, hice la salsa que te gusta! –gritó ella, pero Ignacio ya no se detuvo y desde la puerta alcanzó a contestar:
–Voy a comulgar. Me la guardas. Al rato vengo.
Altagracia apagó el comal de barro y se sentó a comer los huevos revueltos con salsa de chile morita y el champurrado que Ignacio había despreciado. Luego ordenó a Blasa, la sirvienta, que se pusiera al molcajete y preparara más salsa para su hermano. Le indicó también que cuando terminara de recoger la cocina, fuera a la calle del Tesoro a comprar atole blanco para su padre.
Terminada la misa, Ignacio permaneció unos minutos hincado con los ojos cerrados, pidió a Dios con toda su alma por el eterno descanso de su madre y de su hermana María y por la salud de su padre. Profundamente conmovido, se puso de pie, se persignó y salió del templo, se acomodó el sombrero y aceleró el paso con rumbo a la calle de Hornedo, en donde se ubicaba el negocio familiar. Esa calle era conocida antiguamente como La Calle de las Tenerías, por la cantidad de comercios de ese giro que ahí se encontraban.
El olor a piel
Eran cerca de las nueve y media de la mañana cuando Ignacio llegó al despacho. La Tenería del Diamante era una empresa fundada mucho tiempo atrás por el inmigrante español Francisco Recalde y comprada por don Felipe Ruiz de Chávez, quien la rescató de la quiebra después de la Revolución Mexicana. Con los Ruiz de Chávez al frente, la tenería se convirtió en la más importante de la entidad, alcanzando fama de negocio serio y próspero en toda la región.
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