Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Morir en el silencio de las campanas

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Morir en el silencio de las campanas: краткое содержание, описание и аннотация

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"Morir en el silencio de las campanas" es una historia de amor entre dos jóvenes que viven una situación caótica debido a la Guerra Cristera desencadenada en 1926, cuando el presidente Calles quiso imponer al pie de la letra los artículos anticlericales de la Constitución de 1917. Las familias Ybarra y Ruiz de Chávez viven un entorno complicado debido a su férrea convicción religiosa y la cercanía de amigos y conocidos que deciden tomar las armas para defender sus derechos vulnerados. Ignacio, uno de los dos protagonistas, es víctima de prisión y amenaza de fusilamiento, escapa y se refugia lejos de su bienamada Lupe, quien sufre de grave enfermedad. Todo transcurre entre la lucha por la vida, la fe y el amor.
Esta novela de tipo costumbrista rescata y divulga la vida en Aguascalientes y en la Ciudad de México en esos años convulsos de nuestro país, logrando, desde el espacio privado, aportar una visión sobre el conflicto Iglesia-Estado silenciado por la historia oficial durante ya casi un siglo.

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Elisea se inclinó a sacar unos platos de la parte baja de la alacena, un mechón de cabellos blancos le cayó sobre el rostro y ella se lo levantó con el brazo, luego miró a José con sus hermosos ojos azules y le sonrió. José era el consentido de su tía. Lo había elegido cuando nació porque era muy blanco y de ojos de color, como ella. “Este es para mí” le dijo entonces a Concha y a Antonio y, desde ese día, fue la nana cariñosa que cuidó y vigiló los pasos de Josesito. Así se usaba en esa casa, cada hijo que les iba naciendo era adoptado por alguna de las tías, quien se encargaba de él o ella como apoyo a su hermana y a su cuñado con quienes las tres vivían.

José recibía los platos y las tazas cuando entró Mamá Conchita a la cocina y sin más le advirtió a su hijo con severidad:

–¡Ándate con cuidado, José, que ya sabes lo que les pasa a los que se le ponen al brinco al gobierno! ¡Que no se te olvide que ya pisaste la cárcel una vez, mira que Dios es grande pero no lo tientes de paciencia!

Y es que, un año antes, el marido y los hijos varones de Concha, todos miembros de la ACJM, habían participado en la defensa del Templo de San Marcos y estuvieron detenidos en el cuartel Z. Mena y en la Inspección General de Policía. Allí fueron tratados como malhechores. Nadita le había gustado a Mamá Conchita verlos llegar uno a uno, picoteados por las chinches y con la ropa arrugada y maloliente. Varios días en los que sus mimados hijos fueron obligados a pagar sus delitos haciendo trabajo comunitario: barrieron calles y plazas, levantaron heridos de las banquetas y los llevaron al hospital, también trasladaron cadáveres del Hospital Hidalgo a las carrozas. Durante esos días pasaron hambre, se remojaron en la fuente y durmieron en calabozos semioscuros, tirados sobre aserrín. Lo que para ellos fue una aventura, a Mamá Conchita no le hizo ninguna gracia. La gran fe y la profunda convicción que ella tenía por defender la libertad religiosa, no aminoraba la preocupación que le despertaba la sed de sangre de los gobiernos emanados de la Revolución.

José abrazó a su madre y le prometió que cuidaría de su padre y sus hermanos, que no sería imprudente y que haría lo que como católico tenía que hacer. Los brillos de sus ojos verdes se encontraron y la madre viró el rostro para ocultarle a su hijo una lágrima que amenazaba con brotar.

Siendo los Ruiz Esparza una familia de músicos, no pudo faltar en el convite la interpretación de algunas piezas como Claro de Luna de Beethoven interpretada por María en el magnífico piano vertical que don Antonio tenía en la sala. Fue tan grandiosa la interpretación de la hermana de José que el sacerdote se puso de pie para aplaudirle. Luego siguió José con Nocturno Op. N. 2 de Chopin y Sueño de amor de Franz Liszt, que igual fascinaron a los asistentes, pero cuando Joaquín, otro de los hermanos, ejecutó Preludio para violín Partita No. 3 en Mi Mayor de J. S. Bach todos se pusieron de pie para ovacionarlo.

Así concluyó la reunión que inició muy política y derivó en tertulia musical. El presbítero Rivera agradeció a la familia Ruiz Esparza sus atenciones y felicitó a las mujeres por la exquisitez de la merienda. Reconoció a los músicos con un abrazo y saludó a don Antonio, que venía llegando de su reunión con los terciarios franciscanos. Al despedirse de doña Conchita, le dijo: “Tiene usted unos hijos muy buenos”. A lo que ella contestó: “¡Mis hijos son tan buenos que hasta en la cárcel han estado!”. Todos los presentes soltaron la risa.

Marcos y don Antonio acompañaron al sacerdote a la puerta de la calle y éste salió escoltado por Felipe Alba y Graciano Rendón. Acababa de oscurecer.

El resto de los concurrentes se retiró inmediatamente uno tras otro para no salir todos juntos y no despertar sospechas. En la banqueta de enfrente, Joaquín, el hermano de José, les hacía señas discretas para que fueran saliendo sin riesgo de ser vistos por algún gendarme. Sólo quedaron los de la casa e Ignacio Ruiz de Chávez, quien había sido anteriormente presidente del mismo círculo. Regresaron a la sala e Ignacio le dijo a José:

–Oye, Chepe, permíteme decirte algo antes de marcharme.

–Dime, Nacho.

–Tú sabes que ya tengo algún tiempo de amigo de los Ybarra, ya te lo había contado.

–Sí, ¿y qué con eso?

–Pues te diré sin ambages, estoy interesado en Lupe y voy a pedir permiso al padre Porfirio para pretenderla.

–¡Uy, Nacho! Pero si sabes que no te lo van a permitir. Ni Porfirio ni los otros hermanos te van a dejar que rondes a Lupe y menos que te quieras casar con ella. Sabes que está enferma, que en los últimos años se ha puesto peor. De verdad no creo que te dejen cortejarla.

–Yo la quiero, José, la quiero de verdad, con toda el alma –suspiró Nacho–.

–No lo dudo, es una mujer muy chula y tiene un gran corazón. Bueno, ¡qué te puedo decir! Yo la conozco desde hace tiempo.

–Tú y ella son de la misma edad, ¿verdad?

–Sí, ambos somos de mil novecientos, yo de marzo y ella de diciembre. De hecho, conocí a Meche por ella. Iban a misa a la Catedral junto con Lola y Cuca, las hijas de María, una de las hermanas mayores. Ahí la conocí, como conozco a todos sus hermanos. Mira, se dice por ahí que Lupe tuvo otros pretendientes que, al igual que tú, la amaron profundamente, pero no les dieron permiso de ser novios. Su propia madre, que en paz descanse, por las indicaciones que dieron los médicos, le advirtió que no debería casarse. Y es que Lupe se puede morir en cualquier momento. ¿No has pensado, Nacho, en que si ustedes llegaran a desposarse y ella concibiera, podrían perecer ambos, Lupe y la criatura que llevara en sus entrañas? Es peligrosísimo, por eso creo que no le darían permiso. Pienso que no se van a atrever a contravenir las órdenes de la difunta Gumercinda, ella les hizo prometer que la protegerían de todo peligro. Pero, en fin, si la amas tanto pues inténtalo por tu cuenta y riesgo.

José palmeó la espalda de Ignacio y miró con sus ojos verde mar los ojos color tabaco de su amigo, percatándose de que el sudor le corría por el rostro. Ignacio sacó su pañuelo y se secó la cara, limpió sus lentes, se puso el sombrero y se despidió de José.

–Salúdame a las Ybarra cuando las veas –dijo Ignacio–, pero guárdame el secreto en lo que me decido qué hacer.

José abrió la puerta de madera para despedir a su amigo, pero antes le dijo:

–Oye, ¿por qué no invitamos al Tinto a tomar unas copas con don Cleofas Jiménez? Ya ves que anda medio tristón, supe que Adelina Muñoz rechazó sus pretensiones amorosas y ahí está que ni a la junta vino, seguramente ha de estar encerrado en su casa.

–Me parece muy buena idea –respondió Ignacio–, vamos a decirle para que se anime, sirve que yo también me olvido un rato de mis contrariedades. ¡Vamos a echar palique a la cantina!

En el camino José le contó a Ignacio que ya había terminado su relación con la pianista Cuca Torres Pico y que también andaba afectado por ello, que se sentía furioso por todo el mitote que se traía Calles con la Iglesia y que él también necesitaba desahogarse.

Así los tres amigos fueron a despejar sus problemas cotidianos, a refugiarse en ese espacio donde la música y la bebida alegran el corazón de los adoloridos. Entraron a La Puerta del Sol, ubicada en el número 2 de la primera cuadra de 5 de Mayo, buscando saciar la sed y olvidar un poco la pesada y abrumadora carga. Se sentaron en la mesa del fondo. A ninguno le llamó la atención los muros salitrosos y la pintura descolorida, la barra y la contra barra desvencijadas o las paredes decoradas con viejos carteles de corridas de toros; no era la primera vez que se asomaban por ahí. Roque, a quien sus amigos llamaban El Tinto, estaba muy agüitado y prefirió tomarse unos mezcales; Ignacio y José, para no hacer un mal tercio, brindaron con él. Un cuarteto de cuerdas se acercó a preguntarles si querían una canción. José los reconoció, eran compañeros filarmónicos de él y de su padre en la Orquesta Sinfónica que dirigía don Apolonio Arias. “A mí me encantan las de Manuel M. Ponce y ustedes bien lo saben, toquen Estrellita” –les dijo–. Y los tres buenos amigos comenzaron a cantar a coro:

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