–Siempre que paso por aquí me detengo a mirar –confesó José–, es una de las fincas más antiguas de la ciudad. Me agradan el pozo y la parra, las macetas con sus helechos y las que tienen flores también. Me gustan las columnas de cantera y el piso, con esas losetas en café rojizo de sección hexagonal que dan la impresión de ser un panal de abejas y, sobre todo, ¿sabes qué me llama la atención? La herrería tan pesada que protege a las ventanas interiores; se me figura que le da una sensación de recogimiento, como si fuera un convento.
–A mí lo que me encanta son los enormes espejos de la sala, ¿los conoces? –preguntó Ignacio–.
–Sí, sí los he visto pero no les he puesto mucha atención.
–Ahora que entremos fíjate, son hermosos, son de madera y tienen la figura de unos dragones chinos que abrazan al espejo completo. Presta cuidado también a la pintura de la boda de mi tía Juana con don Ramón, y al piano de cola alemán, es un Bechtein.
–Ese sí lo conozco bien, hasta lo he tocado –aseguró José–.
–De la biblioteca que está arriba y del torreón luego te cuento…
Conchita llegó en ese momento a la puerta y los recibió efusivamente, como siempre; luego los pasó a la sala y les ofreció algo de comer.
–¿Gustan una fruta? Tengo mangos, ciruelas y piña o, ¿quieren una rebanada del pastel o nieve de la que tan amablemente me trajeron a regalar? –les preguntó–.
Ninguno de los dos caballeros aceptó tomar nada. José no acostumbraba comer entre comidas y a Ignacio no se le antojaba lo dulce tan temprano.
–Hace un rato que pasé por José a su casa, estábamos platicando del maestro chiapaneco Tovilla Flores. ¿Tú lo conociste, verdad, Concha? –preguntó Ignacio–.
–Sí, claro, yo lo conocí muy bien, sin duda un gran maestro de dibujo y pintura. Dio clases aquí en varias escuelas: en la Academia Municipal de Dibujo, en el Liceo de Niñas y en el Instituto Científico y Literario de Aguascalientes –respondió la prima–.
–¿Dónde se formó el maestro José Inés? ¿En Chiapas? –preguntó Ignacio, interesado–.
–Sólo sé que él venía de la Escuela Nacional de Bellas Artes y creo que fue invitado a nuestra ciudad por el escultor Jesús F. Contreras –contestó Concha–.
–Sé que tuvo por alumnos a los hermanos Pani y José F. Elizondo, ¿es verdad? –preguntó José, sumándose a la conversación–.
–Sí. Y también a Francisco Díaz de León, a Ramón López Velarde, a Gerardo Murillo y a Saturnino Herrán –respondió ella–.
–De Herrán sí sabía –afirmó José, con seguridad–.
–Tovilla era un artista de grandes virtudes y talentos –continúo Conchita emocionada–. Fue un retratista de singulares méritos; aquí en la ciudad retrató a varios personajes del mundo del arte y la academia, también pintó a Monseñor Portugal y Serrato.
–Sus temas preferidos eran los religiosos y los mitológicos, por ello plasmó gran cantidad de Santos y Vírgenes bellísimos –abundó José–, le he mostrado a Nacho la Santa Cecilia que le pintó a mi padre. ¡Está tan bien lograda que, cuando le da la luz, se aprecia incluso el terciopelo de la capa!
–Era un excelso copista. ¡Lástima que se fue de aquí! –remató Concha, pesarosa–.
–Ahora que mencionas que Contreras lo invitó –agregó Ignacio–, recuerdo que cuando mi padre me contó su experiencia en la Exposición Universal de París, me habló de él y me mostró una memoria que mandó imprimir don Porfirio Díaz. En ella aparecían algunos grabados donde se aprecia el Pabellón Mexicano decorado con los bajos y altorrelieves en bronce representando a emperadores, dioses y héroes indígenas.
–Sí, claro –respondió ella–, ya ves que tenemos algunos de esos relieves en la Escuela Normal, pero hay otros dispersos, creo que unos los tiene resguardados el ejército en el Colegio Militar. Sería muy bello verlos reunidos algún día.
–¿Sabían que después del éxito logrado por el Pabellón Mexicano en 1889, se formó aquí en Aguascalientes la Junta Especial para el Arreglo de la Exposición Internacional de París en 1900? En este organismo participó mi padre. El doctor Jesús Díaz de León fungió como presidente y mi papá era el vicepresidente, y como que recuerdo que en esa comisión también estaba el maestro Inés Tovilla –explicó Ignacio–.
A lo que José añadió:
–Leí que Contreras regresó a París en 1900, el año en que yo nací, y que participó con la exposición de piezas de su autoría, entre ellas algunos bustos y monumentos como el de Malgré Tout. ¡No deja de impresionarme que la haya esculpido faltándole un brazo! Se rumora que por ello le puso ese nombre en francés, que significa: A pesar de todo.
–Sí, es sorprendente que la tragedia de perder un miembro no lo haya limitado para seguir creando de esa manera tan magistral –comentó Ignacio–. Fíjense que en ese libro de mi padre que les menciono, dice que por esa obra lo galardonaron con el Gran Premio de Escultura y la Cruz de Caballero de la Legión de Honor. Mi padre me contó que antes de los gobernadores Alejandro Vázquez del Mercado y Rafael Arellano Ruiz Esparza, la actividad cultural en Aguascalientes era poca. Él me dijo que Vázquez del Mercado trajo a Tovilla y que Rafael Arellano construyó el Teatro Morelos para darle otra dimensión a la cultura. Ya saben que mi papá también fue secretario de la junta constructora del teatro, de la cual José Bolado era el presidente.
–Yo no sabía eso –interrumpió José–, lo que sí tengo claro es que la orquesta del Teatro Salón Vista Alegre pasó a ser la Orquesta del Teatro Morelos, y no fue sino hasta 1922 que se formó la primera Orquesta de Aguascalientes por iniciativa de Vasconcelos y con el apoyo del maestro Ponce. Esa primera orquesta la dirigió el maestro Miguel Macías Femat y más tarde don Apolonio Arias. En esta última tocábamos mi padre y yo, él como concertino y yo como violín primero. También, en el Teatro Morelos, un cuarteto en el que participaba mi padre acompañaba las vistas de ese cine mudo que tanto nos seducía. Les confieso que algún día me gustaría dirigir una orquesta.
–Pues sigue empeñándote, José, y así será, ya lo verás –comentó Conchita, muy convencida–.
–Tengo intenciones de irme a la Ciudad de México –expresó José, con un brillo singular en los ojos–, quiero seguir estudiando y ser un músico de carrera. Algún día tendré mi propio Estudio de Piano y podré dar clases, me gusta mucho.
Conchita le sonrió llena de satisfacción. Sabía que José tenía talento, pues le conocía de tiempo atrás, así como a don Antonio, su padre, quien también era un gran artista: compositor de valses y música sacra.
–Conozco algo de la obra de tu padre –le dijo–, me gustan mucho Crepúsculo y Campesina.
–A mí también –asintió él, mostrándose gustoso de recordar aquellos bellos tiempos e imaginar un futuro profesional prometedor–.
–Y ya que mencionaste a Ramón López Velarde, cuéntanos de él –instó Ignacio–, yo sé que lo conociste.
–Lo traté en el Instituto de Ciencias –respondió animada Conchita–, me lo presentó el Dr. Pedro de Alba, a quien conoces bien, Nacho. Ramón ya había dejado el seminario, los muchachos del Instituto sacaron una revista que llamaron Bohemio dirigida por el mismo Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma; ahí López Velarde contribuyó con un seudónimo: Ricardo Wencer Olivares. Esos muchachos eran talentosos además de dicharacheros y bromistas. El proyecto de la revista tristemente terminó pronto, creo que no llegaron al décimo número. En ese entonces López Velarde tenía escasamente dieciocho años. Yo ya tenía veintisiete. Era enfermera y trabajaba con el Dr. Jesús Díaz de León. Ramón López Velarde se fue de aquí, pero de vez en cuando nos visitaba, hasta que enfermó. ¡Lástima que murió tan joven! Creo que tenía apenas treinta y tres años. ¡Me impresionó tanto su muerte que hasta guardé el periódico donde aparece una foto de su funeral, ahí está José Vasconcelos, como rector de la Universidad Nacional de México, montando guardia al féretro! ¡Cómo no recordar sus poemas…! Día trece, La suave patria, Muerta, Elogio a Fuensanta, Rumbo al olvido, La tejedora…
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