Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Morir en el silencio de las campanas

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Morir en el silencio de las campanas: краткое содержание, описание и аннотация

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"Morir en el silencio de las campanas" es una historia de amor entre dos jóvenes que viven una situación caótica debido a la Guerra Cristera desencadenada en 1926, cuando el presidente Calles quiso imponer al pie de la letra los artículos anticlericales de la Constitución de 1917. Las familias Ybarra y Ruiz de Chávez viven un entorno complicado debido a su férrea convicción religiosa y la cercanía de amigos y conocidos que deciden tomar las armas para defender sus derechos vulnerados. Ignacio, uno de los dos protagonistas, es víctima de prisión y amenaza de fusilamiento, escapa y se refugia lejos de su bienamada Lupe, quien sufre de grave enfermedad. Todo transcurre entre la lucha por la vida, la fe y el amor.
Esta novela de tipo costumbrista rescata y divulga la vida en Aguascalientes y en la Ciudad de México en esos años convulsos de nuestro país, logrando, desde el espacio privado, aportar una visión sobre el conflicto Iglesia-Estado silenciado por la historia oficial durante ya casi un siglo.

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–Seguro lo dices por esos dibujos que realizó a fines del siglo pasado y principios de éste. Lo que pasa es que todos estos movimientos son una respuesta a los horrores de la guerra y se expresan con un nuevo arte que más bien parece una voz de libertad y rebeldía ante la desventura –analizó Ignacio–.

–Suena lógico lo que dices, Nacho, pero no por eso dejan de escandalizar –expresó José, algo molesto–, esos monos encuerados que pinta ese Picasso parece que los hace un niño de párvulos. Yo no les encuentro chiste, es más, me parecen grotescos y feos.

–Su arte es otra manera de denunciar la miseria, la guerra, los problemas –agregó Ignacio–, es como una crítica social y política pues, así como en su momento lo hizo nuestro coterráneo José Guadalupe Posada con sus caricaturas de calacas en el periódico El Jicote, éstas eran crudas, honestas e irreverentes, y sus grabados e ilustraciones mostraban escenas costumbristas, folclóricas y de sátira social. Por cierto, se dice que Picasso es anarquista.

–¡No, pos con razón! ¡Esos partidarios del desorden…! –opinó José, con un gesto despectivo–. ¿Eso quiere decir que después de la Revolución aquí en México tendremos nuevos exponentes del arte, que serán completamente diferentes a los eternos románticos que éramos nosotros antes de ella?

–La Revolución ya ha dado otro tipo de artistas –respondió Concha–, ¿han escuchado hablar de Mariano Azuela? Es originario de Lagos de Moreno. Escribió una novela que refleja su experiencia como médico en los campamentos de Villa, se llama Los de abajo, la publicaron hace más de diez años; otro es el pintor Gerardo Murillo, ya hace un rato platicábamos de él. Después de estudiar aquí, en el Instituto de Ciencias, se fue a Europa. Él se denomina a sí mismo como el Doctor Atl, que quiere decir Agua en náhuatl. Es vulcanólogo, yerbero, astrólogo y hechicero. Atl logró que en la exposición para conmemorar el Centenario de la Independencia participaran sólo artistas mexicanos. Ahí estuvo invitado Saturnino Herrán con su bellísima obra que muestra las costumbres y las escenas cotidianas de la ciudad. Herrán fue otro que, desgraciadamente, también murió muy joven, apenas pasados los treinta años. El mismo Posada también fue discípulo del insigne maestro Tovilla. Sin duda la obra de estos hombres ha marcado otra etapa en el arte de nuestro país. ¡Uy! ¡Qué privilegio haber tenido entre nosotros a todos estos artistas!

–El arte nos inspira, Concha –expuso José–, nosotros mismos no podríamos existir como artistas sin esos referentes. ¡Cuán importante ha sido contar con esos maestros! Empezando por nuestros padres que, en muchos de los casos, fueron los primeros que sembraron en nosotros la inquietud por la música, el dibujo, la literatura, la pintura, la poesía y nos dieron las primeras nociones. Y no menos importantes son los promotores como tú, Concha, o como lo fue el padre de Nacho y que, desde su lugar, apoyan a los talentosos. No creas, pero ser herederos de ellos nos deja una gran responsabilidad, debemos seguir formándonos para crear, cultivar y promover la actividad artística, aun en estos tiempos difíciles, porque el mundo se merece la paz, y el arte es una herramienta para construirla.

–Yo reconozco a ambos, artistas y promotores –dijo Ignacio–; aunque en lo personal no tengo talento artístico como mis hermanas pintoras, siempre apoyaré todo lo que eleve el espíritu. Sería feliz si llego a tener hijos que cultiven cualquier disciplina artística.

–Y si no llegas a tener hijos, como yo, también pueden ser sobrinos, alumnos o amigos, Nacho, o nietos, porque al paso que vas… –dijo Conchita, riendo–. Lo importante es dejar un legado que inspire a las nuevas generaciones.

Los amigos se vieron con cariño, entendían que el arte hace a los humanos más sensibles y expresivos.

–Pues ya se nos fue el tiempo en disertar y en recordar a nuestros artistas –dijo Concha–, ¡quédense a comer!

–No, prima –contestó Ignacio amablemente–. Nos esperan en casa a cada uno. Te lo agradecemos de verdad. Sólo veníamos a ponernos de acuerdo para que vayas lo más pronto a buscar al padre Porfirio Ybarra.

–¿Y tú qué opinas de ello, José? –preguntó Concha clavándole su dulce mirada–.

–Yo digo que se espere, que mida el terreno primero porque hasta donde sé Lupe está delicada de salud, recae con relativa frecuencia y su familia la protege en demasía, como es natural en estos casos. Ya le advertí a Ignacio que no les permitirán casarse.

–¿Y tú qué dices a esto Nacho? –preguntó ahora Conchita a su primo–.

–Yo sólo sé que la quiero y que ella me quiere, y que haré lo que sea necesario para estar a su lado aun cuando no podamos casarnos –respondió el enamorado–.

–Te propongo que lo pienses con calma, que no te precipites, que si puedes estar cerca de ella como amigos lo hagas y si, por el contrario, llegaras a decidir pedir su mano con todo y la certeza de que te la van a negar, pues vienes y hablamos y vemos la mejor manera de ayudarte. Sabes que cuentas con mi incondicionalidad –dijo su prima–.

Ignacio, mirándola, respondió:

–Como dice el Cantar de los Cantares: “Hallé a la que ama mi alma, la tengo y no la dejaré”. Luego la abrazó, prometiéndole que haría un análisis concienzudo de lo que podría ser mejor para los dos, y agradeció su buena disposición. Los dos caballeros se despidieron cortésmente de ella.

Ignacio acompañó a su amigo hasta el Parián y en el camino José le platicó que Joaquín, su hermano, había conocido, en un paseo al río de la fundición, a una muchacha de Lagos de Moreno, que se llamaba Lupe Romo y que vivía en la esquina de Centenario y Washington. Al parecer, le había encantado tanto que ya hasta la tía Lola (Dorilea) estaba celosa. Joaquín era para Lola lo que José para Cheya (Elisea). También le contó que, en una ocasión en que Alfonso Esparza Oteo componía sentado al piano de su propia casa, pasó La Nena Goríbar, quien a la sazón vivía en la misma calle. Ella, que tenía muy buen oído, llegó a su casa y empezó a replicar lo que recién había escuchado de Alfonso. Ahora él caminaba por la calle y, al pasar por la ventana de La Nena y escucharla, exclamó: “¡Ah caray, ya me plagiaron lo que acabo de componer!”. Los dos amigos rieron a sus anchas. Ignacio invitó a José a nadar a la alberca de La Puga en Los Arquitos, pero él le dijo que no le gustaba ir a los baños de abajo; le sugirió ir entonces a los Baños Grandes de Ojocaliente, pero José dijo que no, que él nunca iba a lugares públicos a bañarse.

–¡Újule, José! –exclamó Nacho–. Pues vamos a caminar a la Calzada de Arellano, me quedé picado con la plática de los artistas.

–Será otro día –respondió–, tengo algunos pendientes en casa. Te busco luego.

José sacó su reloj de bolsillo y vio la hora. Era la una de la tarde con cuarenta y cinco minutos cuando se despidieron.

Morir en el silencio de las campanas - изображение 15

Julio

Inés y el campo

–¿En qué piensas, Inés? –pregunta Lupe cuando mira a su dama de compañía con la mirada abstraída–.

–Extraño la vida en el campo, señorita. Allá todo es tranquilo a diferencia de la ciudad. Usted sabe que la jornada inicia bien tempranito y no termina hasta que se pone el sol, y todo ese tiempo el silencio nos acompaña, así como el viento y los cantos de los pájaros… Si viera cuánto echo de menos los caballos y los burros, los perros y las aves de corral, las cercas de piedra, las nopaleras y los huizaches con sus florecillas de color de rosa. A veces sueño con el olor a hierba y a tierra mojada, y despierto con la fragancia de las flores bien metida en la nariz. Añoro desde la aceitilla hasta los girasoles. Pienso en los patios de la Casa Grande, en la capilla con sus santos, en mi casa humilde y rústica y en las pajareras que tenemos muy cerca de las plantas aromáticas y frutales. Añoro las gordas de horno, de frijol con chile, esas que preparamos a los rancheros y ellos llevan en su zaca o en la cantina de la silla de montar, para acompañarlas con aguardiente cuando el hambre les gana. También se me antojan las de canela que desayunamos con un buen pocillo de café o de leche acabada de ordeñar. Extraño el cielo azulado y el cuajado de nubarrones anunciando la lluvia nocturna. Echo en falta las vacas, los borregos y los chivos paseando por el pastizal o perseguidos por los chiquillos; también los sembradíos, la milpa y los mezquites, los magueyes y los pirules, y no me va a creer, pero hasta el olor a estiércol y a rastrojo extraño, señorita –respondió Inés, con melancolía–.

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