Cecilia C. Franco Ruiz Esparza - Morir en el silencio de las campanas

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Morir en el silencio de las campanas: краткое содержание, описание и аннотация

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"Morir en el silencio de las campanas" es una historia de amor entre dos jóvenes que viven una situación caótica debido a la Guerra Cristera desencadenada en 1926, cuando el presidente Calles quiso imponer al pie de la letra los artículos anticlericales de la Constitución de 1917. Las familias Ybarra y Ruiz de Chávez viven un entorno complicado debido a su férrea convicción religiosa y la cercanía de amigos y conocidos que deciden tomar las armas para defender sus derechos vulnerados. Ignacio, uno de los dos protagonistas, es víctima de prisión y amenaza de fusilamiento, escapa y se refugia lejos de su bienamada Lupe, quien sufre de grave enfermedad. Todo transcurre entre la lucha por la vida, la fe y el amor.
Esta novela de tipo costumbrista rescata y divulga la vida en Aguascalientes y en la Ciudad de México en esos años convulsos de nuestro país, logrando, desde el espacio privado, aportar una visión sobre el conflicto Iglesia-Estado silenciado por la historia oficial durante ya casi un siglo.

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–¡Ah!, l’amour, l’amour nos vuelve ciegos y locos –expresó el desconocido–. Tómese la última copa a mi salud.

El camarero añadió otro par de tequilas y aquel aristócrata brindó con Ignacio por última vez, enseguida se levantó con gran agilidad, sin mostrar efecto alguno por el alcohol ingerido, y desde la puerta de salida se despidió diciendo: “Hasta luego, Ignacio… ‘Carpe Diem’”, al tiempo que se quitaba el sombrero y hacía una reverencia.

Ignacio se quedó estupefacto, no le había dicho su nombre y además se despidió con esas palabras en latín para remachar lo que tanto había insistido.

Entretanto el mesero llegó a su lugar: “Señor –le dijo–, tome un plato de “tlayudas” para bajar los tequilas”. Ignacio agradeció y saboreó el platillo a base de maíz, luego pidió su cuenta. El empleado se aproximó y le dijo: “No es nada, señor, el gentil hombre pagó todo antes de irse. Que Dios le acompañe”.

Ignacio se levantó desordenado, la música del piano había dejado de sonar, las bellas y sonrientes damas que los rodeaban se volvieron serias y distantes, sus rostros se tornaron pálidos y sus vestidos largos y oscuros, sus cabellos estaban recogidos en chongos y nadie fumaba, hasta parecía que las luces de la cantina se habían opacado. Un poco tambaleante después de haber ingerido tres caballitos dobles de tequila, salió a la calle sintiendo la frescura de la noche. Comenzó a andar sin rumbo. El alumbrado público parecía insuficiente para iluminar su camino. Se frotó los ojos, pero su visión no se aclaró. A lo lejos escuchó las campanas del antiguo templo de La Profesa y en ese momento empezó a tomar conciencia, diciéndose: “Caray, mi querida Lupe, en las cosas en que uno piensa cuando se suben las copas, pero tú eres la única, la dueña de mi corazón”.

Al día siguiente, Ignacio se levantó temprano para desayunar en el restaurante del hotel, mientras tomaba sus alimentos escuchaba una de las siete estaciones de radio que ya se oían en Ciudad de México. Ese día todas las emisoras fueron utilizadas por el presidente Plutarco Elías Calles para enviar un mensaje a la nación, donde justificaba la aplicación de lo que él llamaba “El imperio de la Constitución”; con una voz lacónica, grave, sin emociones, como si se tratara de una voz venida del más allá, el presidente habló a los mexicanos a fin de legitimar sus acciones arbitrarias. Parte de este discurso retumbó en la cabeza de Ignacio como algo lapidario, contundente y terrible acerca de un hecho del cual no sólo había sido testigo presencial, sino partícipe y víctima. El aparato de radio, que se encontraba en el lobby del Hotel Regis, transmitía esas palabras que el presidente decía y que calaban muy hondo en el pueblo mexicano:

“…El primer brote subversivo fue el sangriento motín de Aguascalientes, de 28 de marzo del año pasado. Los escandalosos hechos de Aguascalientes revelaron, de una manera indubitable, que la casa cural y el templo de San Marcos, que debían de estar destinados exclusivamente al culto de la iglesia católica, fueron aprovechados para actos de propaganda política y para organizar manifestaciones religiosas contra las instituciones y las autoridades, hasta degenerar en el tumulto.

Como esa conducta ilegal de los encargados del templo desnaturalizaba por completo el objeto a que éste debía estar dedicado, violaba las leyes fundamentales del país y constituía una grave amenaza para la tranquilidad pública, el Ejecutivo dispuso que fuera retirado del servicio del culto.

Por otra parte, el clero católico, apostólico, romano, manifestó abiertamente su rebeldía a los mandamientos constitucionales y su menosprecio a la autoridad, excitando a los creyentes a tomarse justicia por su mano, provocando un motín, y expresó, por boca de alguno de sus miembros prominentes, que no reconocía la propiedad de la nación, representada por el Gobierno Federal, sobre los templos, ni el derecho que la autoridad civil tiene para reglamentar el ejercicio de los actos de culto público; el Ejecutivo federal firmemente decidió mantener a cualquier precio el imperio de la Constitución y el debido acatamiento a las autoridades, en uso de la facultad que le otorga el artículo 130 constitucional y de acuerdo con lo preceptuado en el 27 de la misma ley…”

Ignacio sabía lo que esas palabras significaban, era una declaración de guerra para todos los católicos a quienes el gobierno de Calles juzgaba como delincuentes. El discurso del presidente seguía justificando la movilización de tropas y el cierre de templos, la expulsión de sacerdotes extranjeros y la clausura de escuelas, conventos, orfanatos y demás edificios donde la Iglesia efectuaba sus obras. Decidió en ese momento dirigirse a la Basílica de Santa María de Guadalupe a visitar a la Virgen como se lo había pedido Lupe. Salió del Hotel Regis y abordó un tranvía. Cuando llegó a la Villa de Guadalupe, ubicada en las faldas del Cerro del Tepeyac, vislumbró a lo lejos una multitud de fieles que entraban y salían del santuario, y buscaban los sacramentos con gran avidez. El plazo del clero para suspender los servicios religiosos llegaba a su fin y en pocos días entraría en vigor la Ley Calles. Ignacio penetró como pudo en el templo, se filtró entre el tumulto y llegó hasta un lugar muy cercano al altar; desde ahí miró cómo unos hacían filas en el confesionario y otros llevaban niños a la pila bautismal; algunos rezaban el rosario y muchísimos recibían la Sagrada Eucaristía. En los pasillos laterales otros avanzaban de rodillas cumpliendo alguna manda o suplicando algún favor. Ignacio llegó hasta el crucifijo de bronce doblado que descansaba sobre un cojín de color perla tornasolada, se postró de hinojos y se abstrajo de las voces de los coros, de las notas del órgano y de los rezos en latín. Se llenó de silencio, aspiró profundamente el olor del incienso y cerró los ojos para respirar la presencia de Dios. Con las manos juntas se dispuso a dejarse abrazar por el Señor mientras sentía Su mirada desde la cruz. Sacó de su bolsillo una hojita y pronunció en voz bajísima el Salmo 15:

Protégeme, Dios mío que me refugio en ti;

Yo digo al Señor: Tú eres mi bien.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;

Mi suerte está en Tu mano.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,

hasta de noche me instruye internamente

tengo siempre presente al Señor

con Él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,

se gozan mis entrañas

y mi carne descansa serena

porque no me entregarás a la muerte,

ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida

me saciarás de gozo en tu presencia

de alegría perpetua a tu derecha.

Cuando terminó de orar dirigió su mirada hacia la tilma de Juan Diego, hacia la morenita del Tepeyac. Ella también le miraba con su inefable ternura. Ignacio no pudo apartar de su mente cómo, cinco años atrás, la imagen había sufrido un atentado de bomba de la que salió ilesa, no así el Cristo que se dobló hacia atrás con el estallido. Ignacio sintió cómo la piel de su cuerpo ardía, su corazón latió con fuerza y sus puños se apretaron al tiempo que su estómago se contraía. Se percató entonces de que la rabia lo asaltaba y pidió misericordia: “Perdóname, Madre Santa, por este dolor y por esta cólera que me dominan. Dile a tu Hijo que no permita que me cieguen las pasiones. ¡Cúbreme, Madre mía!”.

Con el sombrero en la mano salió Ignacio impregnado de todos los humores, de todos los llantos y las oraciones de los feligreses, aspiró el verdor del jardín afuera del templo y se santiguó al pasar por la Capilla del Pocito. Una mujer nahua le ofreció un rosario de plata y él lo compró para Lupe. Cuando ella recibió el dinero bendijo a Ignacio:

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