A pesar del riesgo físico, la paciente insiste en su solución como un náufrago que se toma a su tabla para flotar. Considera riesgoso comer y justamente la restricción y/o los vómitos han activado aún más su sistema de alerta. Está con altos niveles de angustia, con lo que se produce el círculo patológico de angustia-restricción/vomito-angustia. En esta fase, la pregunta esencial es ¿por qué dejar de alimentarse a pesar del riesgo? ¿Por qué con tanta voluntad? Sólo es posible entender esto si suponemos que la psiquis está utilizando el cuerpo para la supervivencia de este individuo. La dicotomía cuerpo/mente ha sido llevada a su máxima expresión disociativa. Sostener la imagen será entonces equivalente a sostener el equilibrio psíquico.
La paciente considera como algo muy íntimo esta decisión, pues devela las dificultades de sostener el bienestar que ha ocultado durante el desarrollo. Ella no quisiera variar en nada la definición de sí misma en la familia, pues intuye que un cambio de posición movería la estructura y con ella todas las relaciones, incluida la conyugal. La función de la hija en la pareja es inconsciente y le pesa. Por esta razón algunos autores han planteado que la paciente con trastornos de alimentación se “sacrifica” por la familia”12. Es decir, gracias a que está enferma y la preocupación recae en hacerla subir de peso, la familia puede seguir ajena a sus dificultades de fondo y la paciente sosteniendo una cohesión ficticia. El terror asociado al cambio será la supuesta desintegración de la familia. Esta es una de las razones por las que la paciente ofrece tanta resistencia al tratamiento psicoterapéutico. ¿Qué ha sucedido en el desarrollo mental de este ser humano que tiene tanto terror y debe recurrir a medidas tan extremas?
Este es el centro de la comprensión de dicho trastorno.
La unidad madre-hijo supone que una fisiología adulta se acoplará al recién nacido para asegurarle la supervivencia. Las conductas de apego han sido estudiadas desde la etología y sabemos que se requiere de una empatía sobreinvolucrada para asegurar la madurez fisiológica de la cría, como lo han notado Lorenz, Bowlby13 y Ainsworth. Diferentes eventos vitales que afectan la historia de esta díada pueden mantener la dependencia mutua tramitando la separación de estos cuerpos. La llegada de las hormonas sexuales al reestructurar el tejido cerebral modifica los equilibrios fisiológicos y con ello las relaciones. Ya no se obtiene el mismo bienestar con la madre o ya no es lo que se quiere. La autonomía implica desacoplarse de la fisiología adulta14 y adquirir la certeza de unidad funcional separada. El proceso de individuación va construyendo un aparato mental diferenciado. La historia familiar puede entorpecer este proceso dejando a uno de sus miembros atrapado, sobreinvolucrado con otro, como si la vida de ambos dependiera de la existencia del otro.
Winnicott declaró que es necesaria una suficiente dosis de madre para un buen desarrollo psíquico. La danza cerca/lejos del adulto protector es el verdadero cuidado. Lo que se cuida finalmente son los montos de estímulos al tejido cerebral. La excitación neuronal en umbrales que dañan el tejido. La presencia o ausencia de los cuidadores (estar-no estar) opera como un sistema de oposición binaria. Cada pequeña ausencia propone un espacio para que el hijo, en ausencia de su madre, construya la misma sensación de bienestar que obtiene con ella presente. Va construyendo algo que se puede llamar su “madre interna”. Esto corresponde neurológicamente a memorias de procedimientos cognitivos-emocionales de ajuste que le permiten al niño un desarrollo con la suficiente alarma y quietud. De este modo logra acoplarse sanamente al ambiente. El hijo re-presentará (volverá a presentar) a su propia madre cada vez que lo necesite y podrá entonces auto cuidarse. Hay un paso necesario desde ser cuidado a cuidarse.
El nivel de angustia que la madre pone en la relación diádica será un rango dentro del cual se calibrará la fisiología del hijo. Aprenderá de ella los ajustes (defensas) necesarios para mantener la homeostasis. La función materna de reverie15 le permitirá al niño atravesar desde su cuerpo hacia el sistema de significaciones emocionales. Es decir, desde una fisiología pura hacia las convenciones sociales de su comunidad. Lo articulará con su comunidad transformándolo en un sujeto.
Estos procesos en falta y falla son precursores de la psicopatología. Si los procesos no se asientan, entonces esa psiquis se llena de cuerpo: medirlo (pesarlo), mirarlo, esconderlo, agredirlo. Algo que también hará con los alimentos y como dice la poeta argentina Olga Orozco, su boca ya no acierta el alimento16.
Como el comer está asociado no sólo al placer sino a la falta de algo, los lacanianos han propuesto que esta solución de control restrictivo es una forma de eliminar el deseo. Este “deseo de no comer” que podría luego extenderse hacia otras dimensiones relacionadas con el cuerpo, como la sexualidad, y sería cambiando por el deseo de no desear17 creyendo que con esto puede liberarse del dolor de la falta imaginaria. La real falta es esa madre interna no lograda completa o parcialmente.
Durante la adolescencia, los sistemas de regulación de la angustia se desorganizan y vuelven a funcionar tan desregulados como en los inicios de la vida psíquica. La adolescencia cursa por caminos regresivos18. Este es un momento para resolver el apego inicial y distinguir entre lo propio y lo próximo. Construir un criterio de realidad emocional que permita conjugar la primera y la segunda persona con claridad es parte de la tarea de la adolescencia. Crear conexión y no sobreinvolucración en las relaciones implica salir de la sobre empatía que crea confusión de identidades. Estas tareas psicológicas y relacionales tienen que ver con neurodesarrollo, pues las conexiones de los circuitos que regulan los sistemas emocionales se ligan y estabilizan al final de la adolescencia dotando al adolescente de una mejor administración del sí mismo y habilitándolo para salir de la esfera parental. En la fase tres la adolescente tiene la oportunidad de hacer un cambio en la organización cerebral y puede mejorarla si cambiamos los modos del cuidado. Estos modos incluyen tanto la alimentación como una nueva forma de apego que sea más responsiva, atenta a sus necesidades. Una atención preferente a ese aparato mental.
Se puede evaluar la sobreinvolucración tanto en la consulta psicológica como en la del médico o pediatra, tomando en cuenta los siguientes los signos que veremos a continuación.
2.2.3.1. Marcadores de riesgo de trastorno de la alimentación (a modo de prevención)
a. Del sí mismo: Perfeccionismo, autoexigencia, crítica, autodevaluación, funcionamiento polar (bueno/malo; limpio/sucio; adentro/afuera; control/descontrol); dificultad para expresar necesidades; analfabetismo emocional; dificultad para ser asertivos; rasgos de dependencia o evitación en la personalidad; baja autoestima; necesidad de aprobación; antecedentes de abuso sexual (en cualquier de sus formas).
b. Patologías que suponen dietas especiales: diabetes mellitus, enfermedad de Crohn, enfermedad celíaca.
c. Historia de trastornos de la conducta alimentaria: antecedentes de problemas de alimentación desde el primer año de vida: lactantes rechazantes del pecho materno o de ciertos alimentos; lactantes vomitadores; preescolares que rechazan alimentos o se oponen a comer con alguno de los padres; escolares que comen lento, escarban el plato y dejan alimentos y aparecen como inapetentes o “mañosos”.
d. De la familia: sobreinvolucración; evitación de conflicto; falta resolución de problemas; criticismo; aglutinación emocional; preocupación familiar por la delgadez; evitación del dolor y los duelos de pérdidas; orden desde los logros y la apariencia; patología mental de los padres (depresión, crisis de pánico, abuso de alcohol o drogas, trastorno de personalidad, esquizofrenia, trastorno de alimentación); duelos no resueltos.
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