Isabel F. Peñuelas - Ni en un millón de años

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¿Qué es lo que ocurre cuando mezclamos a físicos, ingenieros, filósofos y escritores? Que nace Ni en un millón de años, compuesto por dieciséis cuentos en los que se proyectan las diferentes inquietudes de sus autores sobre el presente, el futuro, de dónde venimos, hacia dónde vamos…
Los ocho autores que han escrito Ni en un millón de años solo tienen un objetivo:
"No pretendemos arreglar nada, solo pretendemos que pases un buen rato y, si se te ocurre alguna brillante idea leyendo este libro, es toda tuya. ¡Te la regalamos!"

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—¿Qué piensas?

—Que ser una inhumana no suena mal —respondió ella—, o al menos suena mejor que muerta. ¿Cuántos tripulantes hemos perdido en el trayecto hasta aquí?

—Sobre un veinte por ciento —le contestó él tras solicitar de nuevo la información en la consola.

—Mucho más de lo esperado, aunque menos de lo calculado en el caso del escenario de viaje largo.

—No podemos regresar, ¿es eso?

— Podríamos, pero no llegaríamos —determinó ella—. Tú y yo sí, y los demás en el núcleo duro, tal vez, pero solo serviría para llevarles la nave, una nave fúnebre.

—¿Inhumanos, entonces? —preguntó él—. ¿E incluimos despliegue de defensas en el plan?

—No tiene sentido —rechazó ella—, hay mucho que hacer solo para establecer la base minera en el Oort de este sistema, miles de planetoides que clasificar por utilidad, cientos de misiones de exploración y extracción. Para cuando podamos pensar en defensas habrán pasado, no sé, ¿cuarenta años?

—Tienes razón —confirmó él—, desplegar defensas será una decisión de la siguiente generación.

—Eso es —concluyó—. Mejor empecemos por algo más sencillo, como asegurarnos de que haya una siguiente generación. —Tras lo que se sentó a horcajadas sobre sus rodillas.

—Segunda… —fue todo lo que alcanzó a decir antes de que ella le metiese la lengua en la boca.

Entre tanto, a diez cubiertas de distancia, las impresoras volumétricas basadas en diminutos nubots estaban despertando. Un nuevo programa de actualización les había llegado desde la consola de mensajería, uno que contenía las instrucciones necesarias para fabricar la largamente esperada nueva generación de la Congregación. Pronto serían miles de nuevo, aunque los dos primeros androides deberían tener una fisonomía muy concreta: la de los dos únicos humanos despiertos de la nave.

Sueño suspendido

Ignacio C. Sierra

Supongo que lo más terrible que te puede pasar nada más despertar es saber que tienes una muerte casi asegurada. Todos morimos, algún día. Al comenzar la misión, la esperanza de vida en el país de un varón de mi nivel de ingresos era de noventa y cinco años. Simplificando aquí y allá —para algo soy ingeniero— la probabilidad de que una mañana me levantase por última vez rondaba un 0.0024%. Eso me permitía abordar el día sin pensar constantemente en preparar un memorable epitafio para mi lápida, aunque nimiedades como recoger tarde a mis hijos del colegio cobraban una relevancia desproporcionada. Si el porcentaje hubiera sido un 100%, por supuesto habría condicionado mi —último— día. Modelando la angustia como una función continua, el Teorema de Bolzano garantiza que hay al menos una probabilidad donde la muerte se convierte en tu principal preocupación. Dudo cuál habría sido ese porcentaje.

Siempre he sido un tipo con mala suerte. Mis tostadas no solo caían del lado de la mermelada, sino que, además, lo hacían sobre la cucharilla de mi taza del café y lo catapultaban para crear chorreantes manchas sobre el único cuadro que valía algo de mi salón, que además era de mi mujer. Mucha, mala, suerte. Si me tocaba algo en la feria, prefería el bolígrafo al sobre sorpresa. Mientras mis amigos tenían planes be por si algo salía mal, yo tenía hasta planes zeta. Si me hubiesen preguntado hace pocos años, habría dicho que, más allá del 1% de posibilidades de morir, mi día sería un infierno.

Y ahora sabía que, cuando despertase, ese porcentaje se acercaría al 40%.

Abandono mi sueño centenario aguijoneado con una descarga eléctrica que dura varios segundos. Esa descarga se propaga por el gel criogénico y penetra por cada uno de los poros de mi piel, por mis oídos, por mi boca, llena mi tráquea, activa los alveolos. Acciona mis atrofiados músculos, que se tensan poniendo a prueba la descalcificación de mis huesos. Grito. Grito como si infinitas pirañas estuviesen clavando sus afilados dientes en cada célula de mi cuerpo y retorciendo sus fauces intentando descomponerme desde mi propio interior. El gel es denso, el sonido apenas llega a mis oídos como un débil lamento y, por supuesto, no puede escapar de la cápsula que me preserva. Sé que la descarga detiene los nubots que han mantenido vivo mi organismo durante la inactividad de estos siglos y enciende otros que lucharán contra ese 40% de posibilidades de morir al despertar del estado de criopreservación en este viaje espacial.

Por fin la descarga para, las pirañas desaparecen y noto un latido. Un pequeño big bang en mi pecho, un volcán dormido cuya erupción llena de magma candente mis arterias, y ardo. En los últimos minutos mi cuerpo ha experimentado un diferencial térmico de más de doscientos grados y, aunque yo todavía estaba detenido, mis tejidos lo recuerdan y se retuercen, vibran, se dilatan. Me siento como una nuez empapada, llena de mil millones de hormigas rojas frenéticas peleando entre ellas y mordiendo la cáscara buscando una salida.

Una vez, de pequeño, me levanté gritando, pataleando, golpeando mi colchón, implorando que alguien viniese en mi ayuda. No podía abrir los ojos, no sabía qué me ocurría. Me imaginé ciego para el resto de mis días, con las pestañas fusionadas, acartonadas, con un bastón blanco, solo, atrapado en mi oscuridad. Escuché la puerta de la habitación abrirse y la tibieza de la voz de mi madre. Tras tranquilizarme, desapareció, dejándome de nuevo aislado de la realidad. Al poco tiempo volvió con una toalla empapada de agua caliente y me limpió las legañas que, resecas, habían sellado mis ojos. La recuerdo abrazándome, secándome las lágrimas, diciéndome que todo estaba bien, que no hay oscuridad que dure para siempre.

Abro los ojos con la duda de quien lleva con ellos cerrados una noche de más de doscientos años. El gel había impedido que se formase un candado de legañas y no necesité a mi madre esta vez, solo la fuerza de voluntad para atreverme a ver el futuro. Si las glándulas lagrimales hubiesen tenido tiempo de despertar, habría llorado con la emoción de ver la estrella binaria objetivo de nuestro viaje. Allá, Sirio, ladrándome desde la constelación Canis Maior, moviendo el rabo, vibrando ante la llegada de Agni Kalpa con su nuevos dueños. La nave forma un triángulo isósceles con las dos estrellas blancas que la componen, y pienso que, si pudiese trazar una línea recta de más de ocho años luz, ahora mismo estaría alineado con Giza, en Egipto. De la base del triángulo nos separan cuarenta unidades astronómicas. Allá, las dos esferas en medio del vacío. Ni rastro de Sirio C, la hipotética enana roja con la que algunos especulaban. Aquí, tras el cristal de la cubierta de la nave, tras el vidrio de la cápsula, las dos esferas de mis ojos que, tras haber disfrutado del primer paisaje del espacio exterior, se acostumbran a ver a través del gel y analizan la situación actual.

Veo que el indicador de estado no está en verde, ni siquiera en amarillo, y es en ese momento cuando me arrepiento de haber perdido unos valiosos segundos antes de ponerme manos a la obra.

La silueta de mi mano se dibuja a contraluz sobre el brillante rojo que indica que algo va mal, muy mal. Como un automatismo, las lecciones aprendidas durante el entrenamiento para la misión vienen a mi mente nítidas. El eyecom, mi única prenda, se activa. Yo no debería haber sido despertado como los lagartos flotando en líquido para embalsamar en los botes del laboratorio de ciencias, en una cápsula cerrada e inundada. Debería haber seguido dormido ya fuera del líquido. Los tubos a los que estoy conectado deberían haberme nutrido y sedado, los nubots estabilizado y solo cuando mi cuerpo hubiese estado preparado para el trabajo ser despertado. Quizá los medicamentos que me debían proteger del dolor y mantenerme dormido se hayan estropeado a lo largo del viaje o su bombeo apagado o la temperatura de la nave no haya sido suficientemente constante. Quién sabe. Si llegar a la luna se comparaba con hacer hoyo con una pelota de golf de un golpe desde Nueva York a París, conseguir llevar a una tripulación de humanos criogenizados a Sirio era como conseguir atravesar los arcos de la Torre Eiffel, rebotar en la Torre de Pisa para, aprovechando el ángulo, llegar a la Gran Muralla y rodar desde Heita hasta el pequeño vaso en el que el mendigo Chang Li recoge limosna junto a un puesto de fideos. Ahora mismo yo soy esa pelota, rebotando en los bordes del vaso, a punto de salirme tras la infinidad de carambolas para traerme hasta aquí.

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